Vestida de corto (ebook)
eBook - ePub

Vestida de corto (ebook)

  1. Spanish
  2. ePUB (apto para móviles)
  3. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Vestida de corto (ebook)

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Vestida de corto ganó en 2019 el Premio Goncourt de Primera Novela. Félix tiene catorce años y va a pasar el verano trabajando en un pueblo del interior de Francia. Su jefe le da alojamiento. Allí vive también Gilberte, Gil, de dieciséis años, la hija del jefe, que trabaja en el supermercado y se encarga de la casa y las comidas. En el tiempo restante, desaparece con hombres, casi siempre mayores que ella. Fascinado por la joven, Félix vive esperando una mirada de Gil, una señal. Marie Gauthier reconstruye en esta novela las sensaciones confusas del joven Félix frente a la inquietante sensualidad del cuerpo de Gil. Con una intensidad magnética la autora nos transmite la atmósfera húmeda y opresiva del pueblo en pleno verano.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Vestida de corto (ebook) de Marie Gauthier, Blanca Gago González en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2020
ISBN
9788418067396
Categoría
Literatura
Marie Gauthier
Vestida de corto
Traducción de Blanca Gago
019
«Caminaba a paso largo,
ligera y vestida de corto».
JEAN DE LA FONTAINE
Cuando llegó, la casa estaba vacía. Félix entró rápido, con la bolsa al hombro. A partir de entonces, tendría que comer, dormir y vivir ahí, a pesar de que no conocía a nadie en la casa. Subió sus cosas al piso de arriba, tal como el hombre le había indicado, y al bajar se detuvo en mitad de la escalera. Las paredes, los ruidos, le resultaban extraños. Pero aún se oía el motor del coche en el patio. Su madre, antes de marcharse, se había puesto a hablar con el hombre. Pero nada importante estaba en juego ahí fuera. Solo un par de manos que se estrechaban. Lo importante era que el coche iba a arrancar de nuevo. A decir verdad, Félix y su madre no se habían despedido. Ella ya nunca lo perseguía para darle un beso. Ya no hacían esas cosas. Ni siquiera lo buscaba con la mirada. Habían llegado a buen puerto y todo estaba bien. Ella se había entretenido hablando un poco y luego Félix había oído el portazo al salir. Se sentía un poco perdido porque nunca había estado en ese pueblo. Pero si lo habían dejado allí, ya vendría alguien a buscarlo. Unos días antes, le habían pedido que rellenara unos formularios y le habían dado esperanzas sobre su futuro. En todo caso, las compras con su madre, los días de lluvia y los largos ratos de espera dentro del coche en el aparcamiento de los grandes almacenes habían terminado.
Seguro que esa especie de desazón acabaría desapareciendo. Nunca más tendría que avergonzarse de ella. La precipitada huida de su madre había barrido de golpe la casa familiar llena de niños. Al fin podría respirar. Una vez hubo aplastado la colilla con el pie, el hombre del patio le dijo que regresaría más tarde para ocuparse de él. Vio como una chica alta de cabello claro y despeinado pasaba por delante sin decir palabra. Poco después, volvió donde estaba él y le enseñó la cocina; el salón, con el sombrío aparador; la mesa rústica; el sofá de terciopelo raído. En el piso de arriba solo había habitaciones contiguas, un baño y un aseo. Antes de escabullirse, en el pasillo de arriba, le dijo:
—Me llamo Gil. —Félix pensó que podría vivir bajo el nuevo techo, sentirse a gusto en aquella casa extraña, olvidar la suya, olvidar a sus padres. Sería una visita sin identidad, procedente de ninguna parte y con una bolsa y un papel en el bolsillo como único equipaje. Aprovecharía el hecho de no tener ya pasado alguno. Su vida comenzaría a partir de ahora. Quería salir de la infancia, alejarse de aquellos a quienes había conocido hasta entonces, deshacer los vínculos.
El hombre, que apenas había intercambiado unas palabras con su madre, no le había preguntado gran cosa, ni siquiera con el paso de los días. Tenía la cara redonda, el cabello abundante y los ojos claros. De pie en la cocina, el ancho cinturón de cuero le ceñía el polo al vientre. Llevaba un pantalón marrón y una chaqueta de tela gruesa color tabaco. Era musculoso, un poco recio y tenía la mirada dulce y brumosa. Sonreía de buena gana. Después de comer, se fumaba un Gitanes Maïs y la colilla se le iba moviendo de un lado a otro del labio inferior mientras farfullaba trozos de frases entre calada y calada. Se servía a voluntad en una copa vino blanco que bebía de dos tragos, antes de enjuagarla con el dorso del dedo y colocarla en el escurridor. Félix se quedaba mirando fijamente la colilla porque esperaba alguna indicación sobre el trabajo que tenía que hacer. Quizá debería intuir alguna instrucción en aquellos balbuceos. Apoyado en la pared, el señor de la colilla exhalaba el humo haciendo anillos hasta que, por fin, aplastaba el cigarrillo en el cenicero de cristal que había en un rincón del aparador.
En la cabeza de Félix, todo estaba un poco confuso. Lo habían metido allí porque no sabían muy bien qué hacer con ese cuerpo torpe de adolescente. Todo el mundo opinaba que estaba hecho para el exterior. La orientadora le había sugerido que hiciera unas prácticas como aprendiz. Por eso Félix se encontraba en casa de esa gente. Iba a descubrir el trabajo al aire libre. Se suponía que el tipo de la colilla le iba a enseñar un oficio. Al principio, lo que más le enseñaba era el bar. Por la mañana se pasaban un rato, y ya entrada la tarde, se quedaban más tiempo. Había momentos divertidos con algo de emoción: los parroquianos, las copas, la alegría de estar juntos. Dentro hacía un calor sofocante. El alcohol que iba llegando cambiaría las cosas, traería algo nuevo. Los hombres del mostrador no dejaban de bromear, siempre estaban abrazándose y diciendo cosas que solo ellos comprendían. Borborigmos. Imposible saber si se trataba de algo verdaderamente importante. Si versaba sobre la vida o el pueblo, si concernía al aprendiz. Félix se preguntaba si realmente estaba allí para aprender algo. Esas misas en voz baja en la barra del bar lo sumían en la duda. Quizá, simplemente, lo estaban poniendo a prueba. No parecía nada serio. Los hombres se reían de él porque aún parecía un niño. Pero él también se reía, incluso de las bromas más inciertas. Como sabía que el vino lo tumbaba, fingía. Apenas mojaba los labios al llevarse el vaso a la boca. Le gustaba. Quizá su futuro consistía en eso, en beber vino blanco en el bar. Al subir a la camioneta, el señor de la colilla le pedía que se sentara a su derecha y le repetía que deseaba enseñarle el oficio. De hecho, le ordenaba que quitara las flores marchitas del monumento a los caídos, que barriera los escalones del ayuntamiento, que llevara de aquí para allá unos bidones grasientos que olían a gasolina. Después de dar las instrucciones, el señor de la colilla se dormía en un banco. Pero eso, con la gorra puesta, no se veía.
Félix ignoraba cuánto tiempo iba a permanecer lejos de sus padres. No había nada previsto para su regreso. Había aterrizado en esa casa solo parcialmente ocupada, al fondo de cuyo pasillo había una puerta, y detrás, un gran vacío. Y esa gente no hacía nada al respecto. Quizá una antigua granja se abría hacia el patio. Las casas viejas suelen conservar trazas algo dudosas, como esas manchas de aceite en las paredes, que dejan entrever vidas pasadas y más bien inquietantes. Señales de peleas, cosas vagamente siniestras. En el techo había una marca de sangre de un color desvaído por el tiempo, justo encima de la cabeza de Félix. Ahí es donde viven los fantasmas, donde luchan cada noche a lamparazos de petróleo. Félix dormía contra ese vacío, sin saber lo que había dentro. De madrugada, las vigas crujían, la piedra rechinaba. Pero de algún modo, la casa, vasta, maciza e inmensa, se enfrentaba a todo eso. Félix nunca había dormido en un sitio tan grande. No sabía muy bien dónde estaba.
Una mañana temprano, mientras esperaba al señor de la colilla sin saber por cuánto tiempo, abrió la nevera para ver lo que había dentro. Se sintió tentado por las natillas, pero supo resistir. Frente a la ventana pasaban camiones volquete cargados de gravilla.
—De la empresa del Emilio —había dicho el señor de la colilla.
Hacían un ruido terrible durante todo el día. A Félix le entraron ganas de volver a su habitación. Como estaba en calcetines, resbaló en el suelo de madera barnizado, erró el escalón y la escalera se puso a gemir. Acto seguido apareció el perro. La chica se lo había presentado como una mezcla de no se sabía muy bien qué. Félix se entendía bien con los perros, uno siempre puede entenderse bien con un perro. Dodo lo miraba con unos ojos negros y húmedos. Habría agradecido que alguien lo sacara. Pero Félix no tenía ninguna intención de pasearlo, de enfrentarse a la luz que ya a esa hora resultaba asfixiante, así que lo puso a correr por el interior de la casa. Lo picó, lo excitó, le metió un calcetín hecho una bola en la garganta, luego lo retiró, se lo lanzó. Intentaba que se pusiera agresivo, pero el perro retomaba su aire sumiso con una gran rapidez. Al bostezar, mostraba unos dientes blancos y desprendía un olor a croquetas. Era un pedazo de pan. Félix podía lanzarle cualquier cosa. Después de jugar, se tumbaron en la cama. El perro se enroscó como si fuera un gato. Félix, también.
Gil era un poco mayor que él. No paraba ni un instante. Salía, volvía a entrar dando portazos. Podía desplazarse con los ojos cerrados. Se ocupaba de todos los quehaceres de la casa, pero no hablaba mucho. Se apartaba el cabello de la cara y se lo ponía detrás de la oreja con un pequeño mohín. Tenía los ojos azules, las piernas finas. Félix nunca había visto unas piernas tan bonitas. Tenía una manera muy suya de moverse, recta y ágil a un tiempo, pero con algo más que latía ahí, enmarañado. Félix imaginaba su cuerpo bajo la ropa y, mientras ella ponía agua a hervir para la pasta, se preguntaba qué aspecto tendría en la bañera. El cuarto de baño era húmedo, caluroso, olía bien después de que ella saliera. Por la noche oía cómo ella subía la escalera, acariciaba al perro, se acostaba. No era el vino blanco del bar, ni la tierra en los zapatos, ni el monumento a los caídos que limpiaba una y otra vez lo que le gustaba a Félix. Era otra cosa. Le gustaba escuchar las idas y venidas de la chica con el perro detrás, resoplando con la boca abierta.
Félix se preguntaba si regresaría pronto, despeinada, si lo aceptaría en la casa. Hoy hacía fresco, a pesar del calor que hacía fuera. La aguja pequeña y la grande estaban a punto de moverse, ya se acercaba la hora de la comida. Al volver, Gil solía descalzarse para ponerse unas alpargatas de un rojo descolorido. También le gustaba ir descalza. A Félix le encantaba el susurro de sus pasos sobre la madera, sobre las baldosas. La contemplaba desde un peldaño de la escalera, sentado con los brazos cruzados. De repente, la tenía delante. Con los ojos clavados en los suyos. Félix se sentía desamparado. La mirada de esa chica tenía algo. Nunca sabía qué estaba mirando exactamente: la ropa de trabajo, las botas, las manos. Ella nunca preguntaba nada, no decía nada. Al parecer, con su actitud le otorgaba un lugar en la casa. Luego, con gran rapidez, subía a su habitación para volver a bajar al cabo de un momento. Esa agitación demostraba que estaba enredada en cosas más importantes.
Al principio, como Gil se ponía una blusa clara, Félix creyó que aún iba a la escuela. Pero no llevaba cartera ni se dirigía hacia la parada del autobús. Caminaba con seguridad por mitad de la calle. Tenía, sin duda, una vida fuera de la casa. Le debían de ocurrir un montón de cosas durante el día porque por la tarde el atuendo de colegiala ya no tenía la frescura que Félix advertía por las mañanas. La blusa, ligeramente arrugada, nada tenía ya de uniforme. Y cuando Gil volvía a bajar de su habitación, aparecía emperifollada con baratijas, brazaletes y lazos de colores, sombra de ojos y pintalabios. Félix se preguntaba si iba a salir, si regresaría tarde. La presencia del sofá, de aspecto macizo, lo tranquilizaba.
En realidad, trabajaba en el súper que había al final de la calle de los comercios. Por la mañana, entraba temprano. El jefe le había pedido que llevara zapatos blancos para trabajar, así que se había comprado unos Scholl en la farmacia. El modelo de zueco playero le había encantado. Le dijeron que eran buenos para el calor y para la gente que pasaba muchas horas de pie. El encargado le exigía que los llevara siempre muy limpios. Con aquella blusa del súper, demasiado grande para ella, Gil estaba muy guapa. Hacía bien su trabajo, la limpieza, todo lo que le pedían. Pasaba la fregona por el suelo de la tienda, ordenaba los pasillos, mantenía muy limpia la caja registradora. Sabía teclear y dar el cambio, pero era el encargado quien se ocupaba de cobrar. En cuanto a ella, con tal de que fuera guapa y pulida, con tal de que limpiara bien y llegara puntual, ya era suficiente. El tiempo pasaba rápido ordenando. Solo cuando llegaba la afluencia de clientes del mediodía se daba cuenta de la hora que era ya. Antes de cerrar, el jefe la hacía pasar primero y después echaba la llave. Le decía:
—Hasta luego. —Allí no se quitaba la blusa, en la que llevaba cosida la etiqueta de la tienda. Lo hacía después, para ponerse el delantal antes de meterse en la cocina, puesto que era la única mujer de la casa. Regresaba a preparar la comida, siempre cocinaba ella. No reparaba en las largas jornadas. No conocía el cansancio. Ahora Félix ya sabía adónde iba. La veía marcharse por la mañana, volver a mediodía, marcharse de nuevo y regresar por la tarde. Siempre era lo mismo, para aquellos que se fijaban.
El encargado lleva una camisa blanca de manga corta, tiene brazos gruesos de hombre, manos de hombre. Un cuello esbelto. Un cinturón de cuero negro le ciñe el pantalón de pinzas, bien planchado, de color beis claro, que moldea unas nalgas lisas como tablas y se abre en unos zapatos de punta lustrados a la perfección. Bellos y elegantes zapatos que rechinan sobre las baldosas del suelo de la tienda. Los pelos de las manos le llegan hasta las muñecas. En la mano izquierda, lleva un reloj; en la derecha, una pulsera de plata grabada con la inscripción «JACKY». Cuando levanta un poco el brazo, se le ve la piel blanca y carnosa de las axilas. Cuando va a alcanzar algo de un estante de los de arriba, por la camisa entreabierta se adivina una mata de pelo que forma una especie de agujero negro. De cerca huele a desodorante, y más de cerca, a sudor. El encargado tiene el cabello brillante, el cuerpo nervudo, sólido. Nada sobresale. Los músculos pectorales, un poco marcados, revisten importancia a la camisa. En el cuello lleva una cadena a juego con la pulsera. Los dos botones desabrochados de la camisa confirman una actitud desenvuelta. Siempre adopta la misma postura, con las manos en las caderas, para supervisar la tienda, vigilar los pasillos, hablar con los clientes, con su empleada. Pero cuando se siente observado, baja los brazos. Su despacho está encima de la carnicería, protegido por un cristal que da al supermercado. Allí se mira a menudo. También en la vitrina del aparador de las pilas, o en el pequeño espejo resquebrajado que cuelga de la pared del almacén. Por si hay que alisar un mechón, asegurarse del brillo de los ojos negros, de la línea del bigote. Quiere que todo esté ordenado, sin falta. Hay que mantener ese cuerpo, esa tienda. Tiene cuadernos, registros, un ordenador. La boca fina y larga se le humedece cuando habla con los clientes, los proveedores, los repartidores. Almacena la mercancía, organiza las promociones, procura que todo resulte atractivo, fresco. Un vistazo de reojo a la vitrina y ya está disponible, concentrado. La cantidad de artículos, el tintineo de la pulsera, el suelo fregado con lejía, el ventanal, el pantalón, la camisa de manga corta son, para Gil, algo mágico. Poseen algo inmutable, reconfortante.
Aunque Gil seguía viendo el autobús escolar en la parada, lleno de chicas con falda, ya no se montaba en él. Había empezado a trabajar y descubierto cierta realidad al mirar unas revistas que había birlado en un cobertizo. La ausencia de ropa la había llevado a conocer la libertad de los cuerpos. De noche, muy tarde, había puesto la televisión para observar a los animales en la naturaleza. Quería saber cómo era y lo había visto. Las escenas más brutales no la habían amedrentado. Un perro y una perra habían pasado por delante de sus narices enganchados, como perdidos, aullando lo mucho que les dolía el vientre. Caminaban aturdidos, de lado, sin saber adónde ir. Gil quería comprender qué era eso, estar preparada, sumergirse en ese dolor, experimentarlo. A pesar de la paciencia que empleó en espiar, lo único que alcanzó a oír fueron gritos y gemidos. La gente no se deja ver. A ella no le habría importado que la vieran. Le habría gustado tanto sorprender a una pareja al fondo de un granero lleno de heno… Desde luego, podía imaginar fácilmente el vaivén de las nalgas. Las revistas y las películas, con sus mujeres desnudas, sus excéntricos atuendos, sus posturas eróticas, le habían dado información, habían cambiado un poco el semblante de su propio mundo. Esas imágenes, en realidad, eran mucho más violentas que la visión de los animales copulando. Sin embargo, en...

Índice

  1. Portada
  2. Vestida de corto
  3. Promoción
  4. Sobre este libro
  5. Sobre Marie Gauthier
  6. Créditos
  7. Índice