Tras haber colocado en mi boca pan suficiente para masticar tres minutos, deseché mis poderes de percepción sensorial y me retiré a la intimidad de mi mente, asumiendo mis ojos y mi rostro una expresión ausente y absorta. Reflexionaba sobre el tema de mis actividades literarias de los ratos de ocio. Que un libro tuviese un principio y un final era una cosa con la que yo no estaba de acuerdo. Un buen libro puede tener tres aperturas completamente distintas e interrelacionadas tan solo por la presciencia del autor, o en realidad cien veces otro tanto de finales.
Ejemplos de tres aperturas independientes — la primera: El Puca MacPhellimey, un miembro de la clase demoníaca, sentado en su cabaña en medio de un bosque de abetos meditando sobre la naturaleza de los números y diferenciando mentalmente los impares de los pares. Estaba sentado en su díptica o antigua mesa de escribir de dos hojas con bisagras y las partes internas enceradas. Sus dedos peludos de largas uñas jugueteaban con una caja de rapé de perfecta rotundidad, y silbaba una gentil cavatina a través de una abertura de sus dientes. Era un hombre cortés y se le honraba por el generoso trato que dispensaba a su esposa, una Corrigan de Carlow.
La segunda apertura: Aunque en la apariencia del señor John Furriskey no hubiese nada excepcional, tenía en realidad una característica que es poco frecuente: había nacido a los veinticinco años de edad y había llegado al mundo dotado de memoria, pese a carecer de una experiencia personal que la justificase. Tenía los dientes bien formados pero manchados de tabaco, dos muelas con empastes y una amenazadora cavidad en el canino izquierdo. Su conocimiento de la física era más bien modesto, no iba más allá de la Ley de Boyle y del Paralelogramo de Fuerzas.
La tercera apertura: Finn Mac Cool era un héroe legendario de la antigua Irlanda. Aunque nada robusto mentalmente, era hombre de un desarrollo y un físico soberbios. Cada muslo suyo era tan gordo como la panza de un caballo, achicándose hasta una pantorrilla ancha como la barriga de un potrillo. Tres veces cincuenta muchachos podían enfrentarse a la pelota contra la amplitud de su trasero, que era tan grande como para detener una columna de guerreros en marcha a través de un paso de montaña.
Me lastimé un poco un molar hacia el final de la mandíbula con un trozo de corteza de pan que estaba comiendo. Esto me hizo volver a la percepción de mi entorno.
Es verdaderamente lamentable, comentó mi tío, que no te apliques más a tus estudios. Tanto como trabajó tu padre para conseguir el dinero que está dedicando a tu educación. Vamos a ver, dime, ¿tú abres un libro alguna vez?
Inspeccioné a mi tío con actitud hosca. Él engarzó un trozo de tocino cocido en un pedazo de pan con los dientes del tenedor y se lo llevó todo a la abertura de la boca en un signo de interrogación prolongado.
Descripción de mi tío: Colorado, ojos como bolitas, barriga de balón. Hombros carnosos con largos brazos oscilantes que al andar producen una impresión simiesca. El bigote grande. Titular de un puesto de oficinista de tercera clase en Guinness.
Lo hago, repliqué.
Él metió la punta del tenedor en el interior de la boca y la retiró luego, masticando de forma grosera.
Calidad del tocino utilizado en la casa: Inferior, del de a un chelín y dos peniques los cuatrocientos gramos.
Pues yo nunca te he visto, la verdad, dijo él. Nunca te he visto dedicarte a tus estudios.
Trabajo en mi cuarto, contesté.
Yo, estuviese en casa o fuera, dejaba siempre cerrada con llave la puerta de mi dormitorio. Esto rodeaba mis movimientos de un cierto misterio y me permitía pasar un día inclemente en la cama sin alterar la suposición de mi tío de que me había ido a la facultad a atender mis estudios. Tengo un temperamento que se ha adaptado siempre muy bien a la vida contemplativa. Estaba habituado a pasarme muchas horas echado en la cama, pensando y fumando. No solía desvestirme para ello y, si bien mi traje barato no era el más adecuado para el uso que yo le asignaba, descubrí que la aplicación vigorosa de un áspero cepillo antes de salir lo redimía un tanto sin disipar del todo aquel curioso olor a dormitorio que quedaba adherido a mi persona y que era con frecuencia motivo de comentarios de cariz humorístico y de otros carices diversos por parte de mis conocidos y amistades.
Pues sí que te has encariñado tú con tu cuarto, continuó mi tío. ¿Por qué no estudias aquí, en el comedor, que es donde está la tinta y donde tienes una buena librería para tus libros? No sé a qué viene tanto misterio con los estudios.
Prefiero trabajar en mi dormitorio, le contesté. Es tranquilo y cómodo y tengo allí mis libros.
Mi dormitorio era pequeño y tenía una iluminación mediocre, pero contenía la mayoría de las cosas que yo consideraba esenciales para la existencia: mi cama, una silla raras veces usada, una mesa y un palanganero. El palanganero tenía una repisa sobre la que yo había colocado una serie de libros. Considerábanse en general indispensables todos ellos para quien aspirase a llegar a apreciar la naturaleza de la literatura contemporánea, habiendo en mi pequeña colección obras que iban de la del señor Joyce a los libros tan leídos del señor A. Huxley, el eminente autor inglés. Había también allí en mi dormitorio ciertos artículos de porcelana más relacionados con la utilidad que con el ornato. El espejo en el que me afeitaba cada dos días era de los que suministraban gratis los señores Watkins, Jameson y Pim y llevaba un breve anuncio que hacía referencia a una marca registrada de cerveza entre cuyas letras yo había adquirido una habilidad considerable para insertar la imagen reflejada de mi rostro. En la repisa de la chimenea había cuarenta volúmenes encuadernados en piel que constituían un Compendio de las Artes y de las Ciencias Naturales. Los había editado en 1854 una reputada firma editorial de Bath a una guinea el volumen. Soportaban los años bravamente y conservaban en su interior, incorrupta e intacta, la semilla benigna del conocimiento.
Lo que estudias tú en tu cuarto lo sé yo muy bien, dijo mi tío. Me río yo de lo que estudias tú en tu cuarto.
Yo repudié esto.
Carácter del repudio: Inarticulado, de gesto.
Mi tío apuró el té que le quedaba y puso la taza y el platillo en el centro del plato de tocino como prueba de que su refrigerio había concluido. Luego se santiguó y se estuvo un rato allí sentado introduciendo aire en la boca con un rumor silbante con el objeto de extraer restos de comida de los entresijos d...