Beckomberga. Oda a mi familia
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Beckomberga. Oda a mi familia

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Beckomberga. Oda a mi familia

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PREMIO DE LITERATURA DE LA UNIÓN EUROPEA 2015 Beckomberga es un hospital psiquiátrico en las afueras de Estocolmo. Cuando Jimmie Darling es admitido en él, su hija, Jackie, comienza a pasar cada vez más tiempo allí. Cuando su madre se va de vacaciones al mar Negro, el hospital se convierte en el mundo de Jackie. El médico a cargo, Edvard Winterson, lleva algunas noches a Jimmie y algunos otros pacientes a grandes fiestas en la ciudad. Nada más entrar en el coche de Edvard descorchan la primera botella de champán en el asiento trasero. «Una noche más allá de los confines del hospital te vuelve humano», dice a sus pacientes. Beckomberga. Oda a mi familia, que recibió el Premio de Literatura de la Unión Europea en 2015, es una novela excepcional. Su autora, Sara Stridsberg, una de las mejores narradoras suecas de su generación. El hospital psiquiátrico, protagonista del libro, está ubicado en un hermoso parque cerca de un lago y adquiere dimensiones casi míticas.

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Información

Año
2019
ISBN
9788417651619
Categoría
Literature

II

La segunda conversación

(el Atlántico)
Aterrizamos en Cariño al atardecer cuando las sombras palidecen y se esfuman, cuando la luz se vuelve suave y ligera, en lugar de esa luz diurna española dura y blanca. Marion está sentado en el coche sin moverse, contemplando los montes azules. Ha empezado a chuparse el pulgar otra vez, la ampolla pequeñita que llevaba ya seca un tiempo vuelve a salir húmeda y sangrienta. Entre las palmeras se mueven las sombras de los murciélagos, veloces marcas negras en la luz tenue, como hojas viejas que revolotearan en la noche. La hierba y los árboles están requemados por el sol y sobre la zona se cierne una sensación de abandono, como si las personas del lugar se hubieran marchado para siempre. Cuando Jim se mudó aquí unos años atrás, todo era diferente, reinaba sobre el lugar otra esperanza. Ahora rara vez se ve a alguien por entre las casas, tan solo se atisban en la distancia las duras cabezas de los perros callejeros, y esas casas sin tejado que nunca terminarán de construir ahora que se ha acabado el dinero, todos esos cuerpos de hormigón desnudos que se alzan como arrojados al azar sobre la tierra.
Jim parece exhausto, sentado ahí mirando el llano requemado. Los gritos de los pájaros sobre nosotros, sus vientres dorados se deslizan por el cielo: es la última luz tenue anaranjada que precede a la noche. Los faros de los coches iluminan en las rotondas la cara de las muchachas pobres, venden lo único que poseen, sus cuerpos de la Europa del este.
Cuando Marion se duerme en la planta baja nos sentamos a oscuras en la terraza. El batir de las olas a nuestros pies se impone al leve rumor de la música que viene del interior de la casa, el Magnificat de Bach, que Jim pone una y otra vez. De vez en cuando entra en la casa y pone la aguja del tocadiscos en la parte que se llama «Et misericordia». Reconozco la monotonía de sus movimientos, un torbellino de oscuros pensamientos y sueños que lo arrastran hacia abajo.
—Bueno, entonces, ¿qué va a pasar ahora?
—Preciosa —dice—, tú ya sabes cómo voy a acabar yo. Sesenta pastillas de Imovane y una botella de whisky, y luego me adentraré en el mar. Ya no falta mucho.
Las estrellas parecen haberse deslizado ligeramente hacia abajo en el cielo, en la oscuridad se oye la respiración del mar, que aquí no cesa nunca, las pesadas olas que se abalanzan sobre la playa antes de retirarse de nuevo a las profundidades.
—Pero ¿cuándo piensas hacerlo?
—No sabría decir. Tiene que ser como sentir una caída por dentro. Me es imposible darte indicaciones de tiempo o de lugar. Ahí no hay ni mapas ni cronología.
—¿Y después, qué?
—Puedes arrojar las cenizas en el Atlántico o llevarme a Estocolmo en el avión. La tumba del cementerio de Skogskyrkogården en la que están enterrados Vita y Henrik es un panteón familiar.
La puerta del balcón está abierta y la voz clara de Marion se oye abajo en la playa, donde está jugando a la sombra de las palmeras. La hierba que hay debajo de mi ventana está salpicada de aviones de papel blanco que se han estrellado. Me he pasado la noche despierta, pero Marion ha dormido profundamente y se ha despertado feliz de verse junto al mar. En cuanto ha abierto los ojos se ha puesto a hacer aviones de papel y luego se ha olvidado de ellos y ha echado a correr hacia la playa para buscar piedras y estrellas de mar. Bajo a la playa con él, que se ha adentrado unos metros en el agua y está de pie en medio de la superficie brumosa y lisa del agua con esas piernas tan flacas que tiene, luego me tumbo a leer en una toalla. Cuando levanto la vista, parece que Marion estuviera de pie sobre un espejo enorme.
El único de nuestra familia que no está deformado es Marion. Es perfecto. Las piernas finas, como cerillas dentro de las zapatillas de deporte, y la alta jaula de huesos que forma el tórax, en cuyo interior puede apreciarse cómo late el corazón cuando se tumba a mi lado en la playa absorbiendo ansiosamente la luz del sol con el Atlántico resonando a nuestros pies. La suavidad del vientre, de los brazos, y esas manos que se abren y se cierran como medusas cuando duerme bajo la sombrilla. Lone siempre dice que Marion tiene la misma mirada que yo, dice que mirarlo a los ojos es igual que era mirarme a mí de niña. Me pregunto si es posible heredar una mirada, si la negrura se hereda.
Jim me roza el hombro. Ha bajado a la playa y se ha sentado a mi lado sin que lo haya oído acercarse, he debido de quedarme dormida un instante. Me despierta el súbito olor a azufre que surge cuando él enciende un cigarro. Contempla el mar, el horizonte palpitante e impreciso en el que se encuentran el mar y el cielo. El sol quema a través de la sombrilla.
—Será como si nunca hubiera estado aquí, Jackie. Y tú te las arreglarás. Siempre te las has arreglado. Yo nunca he sido nadie con quien pudieras contar. Ya lo sabes.
El mar está en calma e inmóvil por completo ante nosotros. Él continúa despacio.
—Inmediatamente antes de que todo se apague no existe el miedo, solo una luz débil que aletea en el límite de la conciencia. Si ya no existe el tiempo, tampoco puede existir la desazón. Si el espacio ha dejado de existir, no hay nada que temer. Es una suerte de paraíso, Jackie. Es el paraíso que se nos ofrece.
Caminamos bajo las palmeras, junto al muro de piedra, de vuelta a la casa. Marion va corriendo unos metros por delante con la pelota roja. El calor es como una pared a nuestro alrededor, impenetrable.
Los atardeceres en Cariño son rapidísimos, sin...

Índice

  1. Portada
  2. Oda a mi familia
  3. El último paciente (Olof)
  4. I
  5. II
  6. III
  7. Promoción
  8. Sobre este libro
  9. Sobre Sara Stridsberg
  10. Créditos
  11. Índice
  12. Contraportada