El precio de la virtud(ebook)
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Información del libro

El precio de la virtud es uno de los relatos incluidos en el libro Casarse. Casarse es el libro más leído de August Strindberg en Suecia. La primera parte se publicó en 1884 y reunía «doce historias de matrimonios con entrevista y prólogo». El propio autor era consciente de que el lenguaje desenfadado y las escenas atrevidas le podían causar problemas con la justicia, y así fue. El proceso al libro ayudó a que fuese todo un éxito y muchas mujeres apoyaron su causa. Aun así, se decidió a escribir una segunda parte, mucho más polémica, compuesta por dieciocho relatos. El libro destacó por su libertad en materia sexual, el desparpajo y realismo en sus descripciones matrimoniales. Esta gran novela sobre la institución del matrimonio, compuesta por treinta relatos, ayudará a conocer mucho mejor a Strindberg, y sobre todo hará que nos conozcamos mejor a nosotros mismos, pues nos veremos reflejados en muchas de las situaciones retratadas por el genio sueco.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418067709
Categoría
Literature
August Strindberg
El precio de la virtud
Prólogo de Francisco J. Uriz
Traducción de Juan Capel
019

El precio de la virtud

Cuando la madre murió él tenía trece años. Para él fue como si hubiese perdido a un amigo, ya que trabó con su madre, durante los años en que esta tuvo que guardar cama, una amistad personal como quien dice, algo que raramente hacen padres e hijos. Su desarrollo era ciertamente prematuro y tenía buen criterio; había leído muchos más libros que los de texto, ya que su padre era profesor de Botánica en la Academia de Ciencias y poseía una buena biblioteca. Pero su madre no había recibido formación alguna, en calidad de esposa fue la principal criada del marido y la enfermera de muchas criaturas. Entabló amistad con el segundo de sus hijos, el primero era cadete y solo pasaba los domingos en casa, cuando no pudo seguir ocupándose de los quehaceres domésticos y tuvo que guardar cama a la edad de treinta y nueve años, agotadas sus fuerzas por razón de múltiples partos y muchas noches en vela (no había dormido una noche entera en dieciséis años). Al mismo tiempo que dejó de ser ama de casa y solo fue paciente, desapareció esa obsoleta relación de disciplina que siempre se interpone entre padres e hijos. Siempre que la escuela y sus tareas se lo permitían, el hijo de trece años pasaba casi todo el tiempo junto al lecho de su madre y entonces le leía en voz alta. Ella tenía muchas preguntas que hacer y él tenía muchas cosas que enseñar; de ahí que desaparecieran entre ellos los signos de rango establecidos por edad y condición, y si alguno tenía que ser superior, ese era el hijo. Pero la madre tenía que enseñar al hijo muchas cosas de la vida, y de ese modo alternaron los papeles de profesor y alumno. Al final pudieron hablar de todo. Y el hijo, que entonces estaba a las puertas de la pubertad, obtuvo mucha información, expresada con la delicadeza y la timidez de la diferencia de sexos, acerca del misterio que se llama procreación de la especie. Él era virgen aún, pero en la escuela había visto y oído muchas cosas que le resultaban repugnantes y le indignaban. La madre le aclaró todo lo que podía explicarse, le advirtió del enemigo más peligroso de la juventud y le convenció de que le prometiera solemnemente que nunca se dejaría arrastrar a visitar a mujeres de mala fama ni una sola vez, ni siquiera por curiosidad, porque en esos casos nadie podía confiar en sí mismo. Y le remitió a un estilo sobrio de vida y a la compañía de Dios, mediante la oración, cuando la tentación se le presentara.
El padre estaba profundamente sumido en el deleite egoísta de su especialidad, lo que era un libro cerrado para su esposa. Justo cuando la madre yacía en sus postrimerías, había llevado a cabo un hallazgo que iba a inmortalizar su nombre en el mundo de la ciencia. Y es que había hallado, en un vertedero de las afueras de Norrtull, una nueva variedad de berza cuyo tallo tenía el follaje rizado en vez de tenerlo de punta como era habitual; y ahora estaba negociando con la Academia de Ciencias de Berlín la inclusión de la variedad en Flora germanica, esperando a diario la respuesta que iría a inmortalizarlo en caso de que la Academia admitiera la mención completa de la planta que debería llamarse: Chenopodium album, Wennerstromnianum. Junto al lecho de muerte estuvo abstraído, casi ausente, molesto incluso, ya que acababa de recibir la respuesta afirmativa de la Academia y le amargaba no poder congratularse de la gran noticia; mucho menos su esposa, que tenía puestos sus pensamientos únicamente en el cielo y en sus hijos. Ponerse ahora a darle cuenta de un tallo con follaje rizado le resultaba ridículo incluso a él mismo; pero, se persuadía, no era cuestión de un tallo con follaje rizado o de punta, se trataba de un hallazgo científico y, lo que era más, de su futuro, del futuro de sus hijos, por ser pan de los hijos el mérito del padre.
Al atardecer, cuando falleció la esposa, se puso a llorar a lágrima viva. No había llorado desde hacía muchísimos años. Sintió todos esos espantosos cargos de conciencia por los agravios infligidos, de poca monta en realidad puesto que había sido un esposo ejemplar, excelente, y sintió vergüenza y arrepentimiento de su acritud, su distracción del día anterior, y en un momento de vacío cobró conciencia de la naturaleza mezquina de su disciplina, cosa que creía útil para la humanidad. Pero esos gestos no duraron mucho. Fue como entreabrir una puerta con el pestillo echado, de inmediato volvía a cerrarse; y a la mañana siguiente, después de haber escrito una carta luctuosa, se dispuso a redactar una nota de agradecimiento a la Academia de Ciencias de Berlín. Luego volvió a su trabajo de la Academia. Al regresar a casa a la hora de la cena hubiera querido entrar en la habitación de su esposa y contarle su alegría, ya que ella fue siempre la más fiel compañera en la adversidad, la única que le había otorgado la vida, y nada celosa de sus éxitos. Ahora echaba mucho de menos a esa amiga con cuyo «beneplácito», como él decía, siempre había contado, que nunca le contradijo, habida cuenta de que no sabría qué decirle en contra suya cuando él solo le ofrecía aplicaciones prácticas de sus hallazgos. Pensó por un momento en entablar amistad con el hijo, pero no se conocían, y el padre siempre mantuvo frente al hijo una actitud como la que mantiene el oficial ante sus soldados. Su rango le impedía cualquier acercamiento y, por lo demás, el hijo le parecía un tanto sospechoso, ya que tenía una cabeza más despierta que la del padre, y porque también había leído todo un montón de libros nuevos que el padre desconocía, por lo que de cuando en cuando podía ocurrir que el padre, el profesor, se sintiera un ignorante frente al hijo, el bachiller. En esas ocasiones, al padre no le quedaba más remedio que expresar su desprecio hacia las nuevas sandeces o también hacer uso del lenguaje autoritario y decirle que los escolares debían aplicarse a sus tareas. En ese caso podía suceder que el hijo le respondiera mostrándole un «libro de texto», y entonces el profesor se ponía furioso aludiendo a que los nuevos libros de texto eran «un infierno».
El padre se encerraba en sus herbarios y el hijo se dedicaba a lo suyo.
Vivían en la calle de Norrtullsgatan, a la izquierda de la Explanada del Observatorio, en una pequeña casa de piedra, de una planta y rodeada de un amplio jardín, que antaño había pertenecido a la Sociedad Botánica y que el profesor había heredado. Pero aun cuando se dedicara al estudio de la botánica descriptiva, sin prestar atención a lo que era mucho más interesante, la fisiología y morfología de las plantas, disciplinas que en su juventud estaban en pañales, la naturaleza viva le resultaba casi ajena. Por ello permitió que el jardín y sus muchas delicias crecieran sin tasa y degenerasen, además de arrendárselo a un jardinero a cambio de que él y sus hijos se reservaran ciertos derechos. El hijo disfrutaba del jardín como si fuera un parque, gozaba de su naturaleza en tanto que naturaleza, como tal, sin importarle su consideración científica.
Su carácter era como el de un péndulo de compensación mal fabricado: demasiado metal ligero de la madre, muy poco metal pesado del padre. De ahí las discrepancias y su irregular conducta. Unas veces apasionado, otras duro, escéptico. La muerte de la madre le había afectado muy hondo. Lamentaba su pérdida de tal modo que en su recuerdo la endiosaba como consustancial a todo lo bueno, bello y grande. Pasó aquel verano entregado a cavilaciones y a la lectura de novelas. Pero la pérdida y, no menos, el ocio trastocaron todo su sistema nervioso y pusieron en marcha su fantasía; las lágrimas habían sido como esa cálida lluvia de abril que estimula a los árboles frutales a morder el anzuelo y entrar en floración para congelarse poco después, antes de consumar la fecundación, durante las heladas de mayo. Cumplió quince años, esa edad en la que el hombre alcanza la pubertad y la madurez para dar vida a una generación venidera, cosa que le está vedada por falta de sustento para sus crías. Por consiguiente estaba a punto de ingresar en el martirio, al menos de diez años, que el joven tenía que recorrer en lucha contra la omnipresente violencia de la naturaleza antes de ponerse a pensar en adquirir el derecho a cumplir con sus leyes.
——————
Un mediodía caluroso por Pentecostés. Los manzanos están en flor, cubiertos de flores blancas que la naturaleza derrocha con una generosidad despilfarradora. El viento sacude las copas y el polen se arremolina en el aire; algunas semillas alcanzan su destino y cobran vida, otras caen en tierra y sucumben. ¡Qué le importa a la naturaleza inmensamente rica un puñado más o menos de polen! Y la flor, una vez fecundada, derrama sus hojas rosas, que pronto se marchitan en el sendero de tierra hasta que las pudren las primeras lluvias, se extinguen, se sumergen bajo tierra y reaparecen por conducto de la savia para convertirse de nuevo en flor y esa vez acaso en fruto. Pero ahora empieza la batalla: sobreviven las que han tenido la fortuna de caer en la solana; la sustancia frutal se desarrolla y, si una helada no lo impide, pronto serán frutos verdes; pero las que han caído al norte, pobres de ellas, cubiertas por las sombras de otras sin nunca ver el sol, se marchitan y sucumben, el jardinero las junta con un rastrillo y las lleva en carretilla hasta la pocilga. Y ahora está el manzano con las ramas cargadas de fruta a medio madurar, diminutos frutos rollizos de amarillo dorado con mejillas rosadas; ahora se trata de una nueva batalla; si todos los frutos maduran, su peso quiebra las ramas y el árbol perece. ¡Por eso llega la tormenta! Entonces se trata de tener tallos fuertes y poder mantenerse firme; desgraciados los débiles por estar condenados a sucumbir. ¡Luego llega el gorgojo! ¡También tiene vida y una obligación para con su generación venidera! Y las larvas se comen la manzana hasta el tallo y entonces cae al sendero de tierra. Pero la larva tiene gusto y escoge las más fuertes y sanas, porque de otro modo muchas serían las fuertes en vida y la batalla sería entonces demasiado intensa.
Pero al anochecer, cuando llega la oscuridad, entonces empiezan a despertar los deseos oscuros de los animales. La chotacabras se agazapa sobre la hierba recién removida, cálida, del jardín y reclama al esposo. ¿Cuál? ¡Los machos lo deciden!
Y la gata sale de casa con sigilo, de su rincón de la cocina, satisfecha y entonada después de haber bebido su leche recién colada de la noche, y pisa con cuidado entre narcisos y lilas amarillas, temerosa de que el rocío la empape y la destemple antes de que llegue su amante. Y olisquea entre el espliego y luego se pone a seducir. De la valla del vecino salta el gato negro, ancho de espaldas como una marta, y responde al reclamo; pero desde el establo se acerca el gato tricolor del jardinero y entonces se p...

Índice

  1. Portada
  2. El precio de la virtud
  3. Promoción
  4. Sobre este libro
  5. Sobre August Strindberg
  6. Créditos
  7. Índice