La historia universal
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Información del libro

La historia universal reúne doce historias que recorren un año completo. Ali Smith es una de las mejores escritoras del Reino Unido. Este libro, en el que nos encontramos con algunos de sus mejores textos, contiene doce cuentos en los que el amor, la tristeza y, muy especialmente, los libros y los libreros son los protagonistas. Doce cuentos que recorren un año completo, comenzando en febrero, el mes en que transcurre el primero, «La historia universal», y terminando en enero, con el relato «El principio de las cosas». En algunos cuentos se menciona el mes específicamente, en otros solo se hace una referencia a la estación. Las estaciones son una imagen recurrente en los cuentos, como también lo son los libros y las plantas, sobre todo, los árboles. Historias únicas que se entrelazan en un laberinto de coincidencias, oportunidades, conexiones perdidas y reencontradas.

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Información

Año
2019
ISBN
9788417651930
Categoría
Literatura

PARAÍSO

La buena gente del pueblo duerme en sus camas. La mala gente del pueblo duerme en sus camas. Los turistas duermen en los bed and breakfast de las casas más grandes del pueblo situadas en las calles más refinadas, perfumadas por setos aromáticos, precio medio por persona y noche entre veinte y treinta libras, más caro con baño en suite, más caro en un hostal, mucho más caro en un hotel. Fuera, al final del desierto camino al lago, donde el monstruo duerme en las profundidades del agua, las colinas y el cielo empiezan a reaparecer invertidos en su superficie. Son las dos y media de la madrugada y hay luz.
No es que la luz se haya ido; entre las once de anoche y las dos de esta mañana la fina línea de azul, que a mediados de verano significa oscuridad, no se ha asentado en ninguno de los horizontes que rodean el pueblo, un paraíso turístico pese a la fiebre aftosa, el lugar que más tarde, este mismo año, los periódicos describirán como la mayor atracción turística de Reino Unido por su espléndido paisaje, su amable población local, su aire puro y su luz de medianoche, habitual e insólita a un tiempo, que impregna el entorno como solo sabe hacer la luz, una garra gigantesca que se cierne imparable sobre los campos, las carreteras de un solo carril y los bosques desinfectados y acordonados; imparable encima y alrededor del árbol de las afueras que solo escasos turistas conocen o encuentran, ese que está junto al pozo cercano a la carretera comarcal, de cuyas ramas, tronco y raíces cuelgan (y también de las ramas de todos los árboles del bosque que linda con la carretera) trozos de camisas, abrigos, ropa interior, faldas, cortinas y cualquier material que pueda rasgarse, así como calcetines, sombreros, pañuelos, bufandas, cosas que han dejado quienes creen que tienen más probabilidades de que se cumplan sus deseos si despedazan algo, algo cercano a ellos, algo que visten o que viste un ser querido, y lo llevan hasta allí y lo cuelgan de un árbol.
El bosque está desierto. No hay nadie en la carretera. Los pedazos de tela se mecen suavemente, cual hojas aterradoras.
A lo largo de las tierras de labranza, en el estuario y más abajo, en el pueblo, solo se oye el canto de los pájaros que acaban de despertar. Cantan los pájaros en lo alto de High Street, donde dentro del cubículo de hormigón que ha instalado la policía y que, cuando se cierra por dentro, es imposible abrir desde el exterior, un joven yace acurrucado en el suelo después de que tres desconocidos lo persiguieran por la calle cuando cerró la discoteca, todos tras él a altas horas de la noche por las aceras, los aparcamientos y las tiendas de persianas bajadas, gritándole por la zona peatonal que iban a darle una paliza de muerte, rodeando el cubículo de seguridad, pateando y golpeando la puerta, rompiendo contra sus muros lo que sonaban como botellas, hasta que luego todo ha quedado en silencio y han empezado a cantar los pájaros, el joven ha dejado de temblar y por fin se ha dormido. El interior del cubículo siempre está iluminado con una luz a prueba de vándalos. En la pared hay una pantalla y un botón para establecer comunicación audiovisual con la sala de control de la policía y el joven, que tiene clarísimo que nunca va a pulsar ese botón, duerme debajo de la pantalla, encorvado contra la pared del cubículo con un brazo sobre los ojos.
En la acera, junto a la puerta del cubículo, resplandecen los cristales rotos. Los vientres blancos de las madrugadoras gaviotas centellean en lo alto del cielo, y también centellean los tejados de las casas, las agujas de las iglesias y el río negro, allá abajo: no han dado las tres de la mañana y una luz como la del día ya ilumina el pueblo flanqueado por sus nuevos supermercados, el pueblo arrebujado en una curva entre, de sur a norte, su puente, su hospital y su cementerio donde, según se cuenta, hace años dos hombres se emborrachaban un sábado por la noche entre las tumbas cuando, muy oportunamente, justo al quedarse sin bebida, se abrió una puerta en la ladera de la colina y entraron en una sala de altas paredes, excavada en la tierra e iluminada con antorchas de ardiente turba, que tenía enormes cubas de whisky y cerveza, todo gratis, y se lo pasaron en grande divirtiéndose y brindando con unos jóvenes desconocidos, alegres y bien vestidos. Estaban muy satisfechos de haber encontrado un nuevo pub y de haber conocido a tan elegantes amigos cuando, de pronto, sin previo aviso, la gran puerta de tierra volvió a abrirse y la colina los expulsó, sobrios, a la luz matinal, y como era domingo se encaminaron al pueblo para ir a misa. Pero el pueblo había cambiado, era nuevo, todo era irreconocible, y cuando entraron en la iglesia, mientras avanzaban por el pasillo entre unos bancos ocupados por desconocidos —las buenas gentes que habían pasado la noche durmiendo en sus camas—, los dos hombres se desmigajaron de la cabeza a los pies hasta que lo único que quedó de ellos fueron dos humeantes montones de ceniza en el suelo de piedra de la iglesia, y eso les enseñará a no emborracharse la noche del sábado tan cerca del domingo, sobre todo en un cementerio.
Ahora, en el siglo XXI, bajo las vacilantes hojas estivales de los árboles perennes, los ángeles victorianos y eduardianos del cementerio de este pueblo presbiteriano están llenos de perdigonazos. Algunos tienen las alas partidas por la mitad o totalmente rotas; la hierba está sembrada de fragmentos de alas de piedra. Hay casquillos junto a los decorosos pies descalzos de un ángel y más casquillos en la hierba, junto al pedestal donde otro descansa con un cáliz en las manos y la nariz arrancada de un disparo. A algún que otro ángel los perdigones le han alcanzado justo en el ojo o en el centro de la frente.
La empresa tuvo suerte de que Kimberley McKinlay fuera la encargada la noche en que los tipos con gorros de agujeros recortados en los ojos entraron en la hamburguesería. Todo quedó grabado en el circuito cerrado: el de delante lleva la tijera de podar, el segundo la sierra y el último una especie de soplador de hojas con su cable y enchufe, que arrastra por el suelo, y que se ve más claramente después, cuando lo agita en el aire para amenazar a Rod, el guardia de seguridad, con la parte del tubo, aunque a saber qué creía que iba a hacer con eso, un soplador de hojas, por el amor de Dios. Pero es una conducta claramente amenazadora, sobre todo por parte del que lleva las tijeras de podar: saltó al otro lado del mostrador y amenazó a Michael Cardie, que atendía al público, y lo inmovilizó contra la pared con la tijera abierta al cuello.
¿Unas patatas fritas para acompañar?, fue lo que le dijo Michael Cardie, probablemente debido a los nervios, cuando el de las tijeras de podar lo inmovilizó contra la pared. Después Michael estaba pálido y tembloroso; Kimberley, que lo mandó a casa temprano, cree que después de lo de esta noche irá al hospital y tendrán que tratarlo del shock durante semanas. A la propia Kimberley quizá le den una medalla. La Orden del Imperio Británico. O al menos una suscripción a la BBC digital. Pero no, porque un día, cuando salga, por sus servicios prestados a la humanidad, en las listas que se hacen a fin de año, quizá cuando tenga sesenta años y su foto aparezca en el Highlands News, todos lo sabrán, porque el periódico contará que muchos años atrás, antes de que se convirtiera en la persona que acabaría siendo y trabajaba como encargada nocturna de la hamburguesería de un centro comercial, nadie escupía en las parrillas durante su turno, nadie se pajeaba en el cubo de la mayonesa, y si esta noche el encargado hubiese sido el inútil de Kenny Paton todo habría sido muy distinto; aunque aparte de eso, aparte de esta noche en concreto, lo cierto es que no os recomendaría que comierais allí cuando él es el encargado y todos los chavales que trabajan en el turno de noche están aburridísimos, aburridos del copón, porque Kenny Paton se cree con derecho a vivir del cuento y nunca consigue que nadie haga las cosas bien.
De hecho, Kimberley McKinlay tira el viejo cubo de mayonesa por norma, independientemente de quién haya sido el encargado del turno anterior al suyo, sea Kenny Paton o no. No es mayonesa de verdad. Comparte algunos de los ingredientes de la mayonesa, además de conservantes y un edulcorante. Se sirve en tubos y es más fácil de untar que la mayonesa de verdad. No se queda pegada a los cubiertos. Es más fácil de limpiar. Kimberley McKinlay empieza igual todos sus turnos, es un ritual: tira el viejo cubo de mayonesa con las cubas de grasa del día y destapa uno nuevo recién sacado del almacén. Así está absolutamente segura. Ya se ha planteado denunciar a Kenny Paton, pero no es una soplona, por lo que no será ella quien se chive. Un encargado de mierda. No, no será ella. Las noches que él trabaja, si alguien tiene un antojo a la una y media de la madrugada debería dejar el coche en el garaje, quedarse en casa y, si tiene hambre, comerse unas tostadas; tendría que haber un número de teléfono al que poder llamar para saber si es el turno de Kenny, para no molestarse en salir a la maldita carretera y conducir hasta el centro comercial solo para comer lefa sin saberlo, eso es lo que piensa Kimberley mientras conduce de vuelta a casa a las siete y media de la mañana, parpadeando por la deslumbrante luz del día después de haber pasado toda la noche trabajando a la luz de los fluorescentes. Nunca se sabe qué pasa fuera porque no hay ventanas. Podría estar lloviendo o nevando, o podrían caer ranas del cielo, que no lo sabría hasta que saliera del trabajo y se encontrara el coche cubierto de animales, y hoy es una bonita mañana de verano, el coche arranca a la primera y más tarde hará calor, será un día precioso que ella pasará durmiendo, pero bueno, así es la vida y es lo que tiene el trabajo.
La paga de los encargados es de cuatrocientas veinte libras semanales, impuestos aparte, con incrementos. No es un trabajo difícil. No hay mucha gente que quiera comida rápida a altas horas de la noche, aunque Kimberley se imagina que será diferente en el sur, donde la gente es más estúpida a la hora de decidir qué hace con su tiempo, su dinero y su sistema digestivo. Ella sabe que no le apetecería. A veces entra el loco de turno, pero no hay muchos locos que tengan coche, gracias a Dios, o que se molesten en andar tan lejos, hasta el centro comercial. Sus clientes suelen ser personas tristes y personas solitarias. Hay que saber tratarlas. En invierno hay que mantener a los drogatas lejos de los aseos, pero en verano vienen menos. También llegan borrachos, ruidosos chavales de catorce años que deberían estar en la cama, parejas que se magrean o se pelean y las prostitutas que se citan con los clientes que llevan al aparcamiento del centro comercial. Hay homosexuales que no tienen otro sitio adonde ir. Kimberley se pasa la noche echándolos de allí. Hay taxistas aburridos. Quizá un día se acabe casando con un taxista; tendría muchos momentos para ella sola con un hombre que tuviese un trabajo así. Hay clientes del supermercado las tres noches que permanece abierto. Muy de vez en cuando entra una familia con hijos que quiere desayunar a las cuatro de la mañana, pero lo habitual es que la hamburguesería esté desierta. Hay un pico de actividad que coincide con el final de la última sesión de los multicines, otro de personas que no deberían conducir que coincide con el cierre de los pubs y luego un largo ...

Índice

  1. Portada
  2. La historia universal
  3. La historia universal
  4. Gótico
  5. Rápido
  6. Mayo
  7. Paraíso
  8. Erosión
  9. El club de lectura
  10. Créeme
  11. Canciones de amor escocesas
  12. Una frase inacabada
  13. Al calor de la historia
  14. El principio de las cosas
  15. Agradecimientos
  16. Promoción
  17. Sobre este libro
  18. Sobre Ali Smith
  19. Créditos
  20. Índice
  21. Contraportada