El hijo perdido
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El hijo perdido

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Hilary Wainwright, un soldado inglés, regresa a una Francia devastada y empobrecida durante la Segunda Guerra Mundial para localizar a un niño perdido cinco años antes. Pero ¿este pequeño y tranquilo niño, ahora un sombrío huérfano, es realmente su hijo? ¿Y si no lo es?En esta novela exquisitamente elaborada, seguimos la lucha de Hilary por amar en medio de una guerra devastadora. El hijo perdido es también una novela atemporal sobre la emoción, sobre el amor, que describe la búsqueda de un hombre para encontrarse a sí mismo, para asumir su propio sentido de la pérdida y hallar el valor para volver a amar con el pleno conocimiento de que el amor lo expondrá a nuevas formas de dolor.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418067372

TERCERA PARTE
LA ADVERSIDAD

CAPÍTULO 7

Lunes
Entonces miró al niño.
Y se dijo con una especie de horror: «¿Cómo puedo haber siquiera imaginado que este niño era mío?».
***
Y es que, sin saberlo, se había estado formando una imagen de su hijo. Cuando intentaba imaginar a un niño que pudiera ser el suyo, su consciencia no le respondía. Pero la parte más inconsciente de su mente había guardado como imagen de su hijo a aquel niño de la fotografía que se había negado a enviar a Pierre, aquel niño inglés de cinco años con chaqueta y pantalones cortos grises de franela, calcetines cortos grises, pulcros zapatos marrones, anchos ojos risueños bajo una gorra de fieltro gris y una alegre y confiada sonrisa. Sus más profundas expectativas de reconocimiento estaban, pues, basadas en el recuerdo de esa fotografía.
Pero ante él se hallaba un niño pequeño y delgado con una bata negra de satén. Las mangas le quedaban cortas y de ellas colgaban unas manos rojas e hinchadas, demasiado grandes para las frágiles muñecas que las sostenían. Hilary desvió la mirada de aquellas penosas manos hacia las piernas largas, delgadas y mugrientas del niño, hacia los calcetines toscos y gruesos que le caían sobre las botas negras, desgastadas y, seguramente, varios números más grandes del que le correspondía. «Es un niño desconocido», pensó sin emoción alguna, y entonces se permitió mirar el rostro vuelto hacia él, pequeño y blanco, con un bucle de pelo negro cayéndole desde una raya caricaturesca que aparecía sobre unos ojos enormes y oscuros que lo contemplaban suplicantes.
Sabía que debía ir hasta el niño y saludarlo de modo natural y amistoso. Pero solo fue capaz de quedarse allí de pie mirando con horror y repulsión mientras pensaba sin poder controlarse: «¿Por qué me mira de esa forma? No sabe por qué estoy aquí. ¿Por qué me mira de esa forma?».
De repente, mientras seguía allí parado tratando de avanzar desesperadamente hacia alguna parte, recordó a su tía Jessie cuando, de muy pequeño, ella iba a su casa de visita. Él se quedaba de pie al lado de la silla, en la sala de estar, y la contemplaba fijamente con unos ojos enormes que imploraban, y ella lo sabía: «Por favor, llévame contigo de vuelta a la granja; por favor, llévame contigo de vuelta a la granja». «Pero si no sabe quién soy», se repetía para sus adentros una y otra vez, y entonces se abrió la puerta detrás del niño y la madre superiora entró con un pequeño abrigo en las manos.
Deslizó la mirada de uno al otro y al final dijo enérgica:
—Bueno, ¿ya se han presentado? Jean, este es el señor inglés del que te he hablado, monsieur Wainwright. Anda, dale la mano ahora mismo. No sé qué modales son esos.
El niño se acercó despacio con los ojos aún fijos en el rostro de Hilary. Extendió la mano y, cuando Hilary rozó su piel helada, la intensidad contenida hasta ese momento se rompió. El niño bajó la mirada al suelo y Hilary respiró profundamente y se sintió medio muerto de cansancio.
La madre superiora pareció no darse cuenta de nada.
Monsieur va a quedarse aquí unos días —prosiguió con la misma voz animada—, y luego regresará a París para contarle a madame Quillebœuf cómo estás. —Y añadió con un dejo de inquietud—: Jean, te acuerdas de madame Quillebœuf, ¿verdad?
El niño parecía nervioso. «Se ha asustado con tantas preguntas», pensó Hilary, y en un impulso para ahorrar al niño la respuesta dijo rápidamente, con seguridad y sin asomo de interrogación en su voz:
—Pues claro que te acuerdas de grandmaman.
El semblante del niño cambió milagrosamente. Ahora volvía a mirar a Hilary, pero esta vez con una mirada llena de alivio y gratitud, como si ya hubiera recibido lo que estaba pidiendo.
—Tenía un reloj con un pajarito que salía y decía cucú —dijo, y las palabras se le atropellaban llenas de emoción.
Hilary pensó: «Qué raro oírle hablar francés» y, al mismo tiempo: «Ese debe de ser el reloj que la anciana tuvo que vender». La monja estaba diciendo:
—Yo también tenía un reloj así cuando era niña, en Alsacia —Y el niño, al mirarla, cambió de expresión como si fuera otro, un niño alegre, entusiasta, curioso.
»No quiero tenerlos más tiempo aquí encerrados hablando —añadió la madre superiora con mucho tacto—, estoy segura de que tendrán ganas de salir a dar un paseo. Ven aquí, Jean —dijo, y lo ayudó a ponerse el grueso abrigo negro y recto, le abrochó los botones con fuerza y le puso la capucha. Entonces abrió la puerta y esperó a un lado hasta que Hilary y Jean salieron. Cerró la puerta detrás de ellos y los dejó allí, juntos, en el vestíbulo.
Hilary giró el picaporte de la puerta principal, pero esta no se abría. El niño corrió como un rayo hacia ella y exclamó, ansioso:
—Déjeme a mí, yo sé cómo hacerlo —Se puso de puntillas para quitar el cerrojo de arriba, empujó la puerta y, orgulloso, la sostuvo abierta para que Hilary pasara.
***
Después de que Hilary entrara en el orfanato, la tarde se había puesto fresca y oscura. Los colores de los árboles y los muros empezaban a apagarse, y una fina y húmeda neblina se levantaba del suelo. «¿Qué demonios podemos hacer?», se preguntó consternado, y se volvió a esperar a que el niño se pusiera a su lado para decirle—: Tú dirás dónde vamos, porque yo no conozco de nada tu pueblo.
—¿Le gustan los trenes, monsieur? —preguntó Jean sin aliento.
—Me gustan mucho los trenes —replicó Hilary esperanzado.
—Hay un paso a nivel —dijo Jean—. Creo… ¿Cree usted, monsieur, que podríamos ir por allí?
—Estaría muy bien —dijo Hilary—. Vamos, tú me enseñas dónde está —Y bajaron juntos las escaleras.
Al salir de la casa, Jean se detuvo y miró a Hilary vacilante. —Sí —dijo Hilary, como si estuviera calmando a un perro—, de verdad, quiero ver los trenes —De repente, el niño pareció seguro de sí mismo y, por primera vez, esbozó una sonrisa natural de niño feliz—. Robert dijo que era por aquí —señaló, y emprendieron el descenso de la colina.
Al principio, Jean caminaba tranquilamente al lado de Hilary y, de vez en cuando, lo miraba de reojo. Cada vez que lo hacía, Hilary no podía evitar sonreírle para decir, sin palabras, que todo iba e iría bien y, poco a poco, el niño pareció tranquilizarse y empezó a correr de un lado a otro. A veces se situaba un poco por delante, pero siempre volvía a mirar el semblante de Hilary hasta que, por fin, empezó a sonreírle antes de que Hilary le sonriera a él.
—¡Mira! —dijo Hilary cuando ya habían caminado más o menos un kilómetro—. Ahí está tu paso a nivel, justo al pie de la colina. —Y señaló un lado en el que se veían las altas barreras erguidas junto a la carretera.
Jean se quedó quieto e inclinó la cabeza para ...

Índice

  1. Portada
  2. El hijo perdido
  3. Primera parte. La pérdida
  4. Segunda parte. La búsqueda
  5. Tercera parte . La adversidad
  6. Cuarta parte. El juicio
  7. Epílogo, por Anne Seba
  8. Promoción
  9. Sobre este libro
  10. Sobre Marghanita Laski
  11. Créditos
  12. Índice
  13. Contraportada