El otro proceso
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Las cartas de Kafka a Felice

  1. 180 páginas
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Las cartas de Kafka a Felice

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«Estas cartas contienen una inconcebible dosis de intimidad; son más íntimas aún de lo que sería la exposición detallada de una felicidad. No existe indecisión cuya descripción puede comparársele, ni personalidad que se haya desnudado tan fielmente. Este intercambio epistolar resulta casi insoportable para una persona primitiva, a tal punto se tiene la impresión de estar ante el exhibicionismo de una impotencia espiritual; pues uno se encuentra constantemente con todo lo que lo caracteriza: indecisión, temerosidad, frialdad de sentimientos, minuciosidad en la descripción de una ausencia de amor, un desvalimiento de tales proporciones que solo resulta creíble por la hiperexactitud con que se lo narra».

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Información

Año
2019
ISBN
9788417651923
Categoría
Literatura

I

Así que ahora están publicadas, esas cartas que narran cinco años de tortura, en un volumen de setecientas cincuenta páginas, y el nombre de su prometida, discretamente indicado durante muchos años con una F y un punto, como K., de modo que durante mucho tiempo ni siquiera se sabía cuál era ese nombre —a menudo se cavilaba acerca de él, y entre todos los nombres que se sopesaban jamás se daba con el correcto, habría sido imposible dar con él—, figura en grandes caracteres en la cubierta del libro. La mujer a la que iban dirigidas esas cartas lleva ocho años muerta. Cinco años antes de morir las vendió al editor de Kafka y, se piense lo que se piense, la que Kafka llamaba su «más querida mujer de negocios» demostró al final su capacidad, que significaba mucho para él, e incluso lo movía a la ternura.
Es cierto que él llevaba ya muerto cuarenta y tres años cuando esas cartas aparecieron, y sin embargo la primera reacción que se hizo notar —se le debía respeto, a él y a su desgracia— fue de embarazo y de vergüenza. Conozco personas cuya vergüenza aumentó al leer las cartas, personas que no se libraban de la sensación de que no debían entrar precisamente allí.
Las respeto mucho por eso, pero no me encuentro entre ellas. He leído esas cartas con una emoción que no experimentaba desde hacía muchos años con ninguna obra literaria. Ahora esas cartas se han sumado a la serie de esas memorias, autobiografías, correspondencias inigualables de las que el propio Kafka se alimentaba. Él, cuya suprema cualidad era el respeto, no temió leer una y otra vez las cartas de Kleist, de Flaubert, de Hebbel. En uno de los momentos más angustiosos de su vida, se agarró al hecho de que Grillparzer ya no sentía nada al tener en su regazo a Kathi Fröhlich. Solo hay un consuelo para el horror de la vida, del que por suerte la mayoría solo son conscientes a veces, pero del que algunos, erigidos por potencias interiores en testigos, lo son constantemente, y es sumarse al horror de los testigos anteriores. Así que realmente hay que estar agradecido a Felice Bauer por haber conservado y salvado las cartas de Kafka, aunque se haya atrevido a venderlas.
Hablar aquí de un documento sería demasiado poco, a no ser que se usara la misma palabra para los testimonios de la existencia de Pascal, Kierkegaard y Dostoievski. Por mi parte solo puedo decir que esas cartas han penetrado en mí como una verdadera vida, y ahora me resultan tan enigmáticas y tan familiares como si me pertenecieran desde siempre, desde que llevo intentando absorber en mi ser a las personas y entenderlas de nuevo, una y otra vez…
Kafka conoció a Felice Bauer en el domicilio de la familia Brod, entrada la tarde del 13 de agosto de 1912. Hay, de esa época, varias manifestaciones suyas acerca de ese encuentro. La primera mención se encuentra en una carta a Max Brod del 14 de agosto. Se habla en ella del manuscrito de Contemplación, que había llevado a Brod la noche antes para ordenarlo definitivamente junto con él.
«Ayer, ordenando las piececitas, estaba bajo el influjo de la señorita y es muy posible que se haya producido, por tanto, alguna estupidez, alguna secuencia que resulte misteriosamente extraña».[1] Ruega a Brod que eche un vistazo y le da las gracias. Al día siguiente, el 15 de agosto, se encuentra en el diario la siguiente frase: «He pensado mucho en —qué apuro me da escribir nombres— F. B.».
Luego, el 20 de agosto, una semana después del encuentro, trata de conseguir una descripción objetiva de la primera impresión. Describe su apariencia y siente que se le hace un poco extraña al «invadir así su intimidad» precisamente con esa descripción. Le ha parecido natural que ella, una desconocida, se siente en ese círculo. Enseguida se ha conformado con ella. «Mientras me sentaba la miré por vez primera con más detenimiento; cuando estuve sentado ya tenía un juicio inquebrantable». La anotación se interrumpe en medio de la siguiente frase. Todo lo más importante estaba por venir, y más tarde se verá cuánto habría venido.
Le escribe por vez primera el 20 de septiembre, y se presenta —al fin y al cabo, han pasado cinco semanas desde su encuentro— como la persona que en casa de Brod le pasó una fotografía tras otra por encima de la mesa y que «con la mano que ahora pulsa las teclas, estrechó al final la suya, con la cual corroboró usted la promesa de estar dispuesta a emprender con quien esto escribe un viaje a Palestina el año que viene».
La rapidez de esa promesa, la seguridad con la que ella se la hizo, es lo que le produce la mayor impresión al principio. Siente ese apretón de manos como un voto, tras del que se oculta la palabra compromiso, y a él, que toma decisiones tan despacio, que en lugar de acercarse se aleja a través de mil dudas de cualquier objetivo hacia el que quiere ir, esa rapidez tiene que fascinarle. Pero el objetivo de la promesa es Palestina, y en ese momento de su vida difícilmente puede haber una palabra más esperanzadora para él, es la tierra prometida.
La situación aún se llena más de contenido si se piensa qué clase de fotos son las que él le tiende por encima de la mesa. Son las fotografías de un «Viaje a Talía». Durante los primeros días de julio, hace cinco, seis semanas, ha estado con Brod en Weimar, donde, en la casa de Goethe, han tenido lugar acontecimientos muy notables para él. La hija del administrador, una hermosa muchacha, ha llamado su atención, en la propia casa. Ha conseguido aproximarse a ella; ha conocido a su familia, la ha fotografiado en el jardín y delante de la casa, se le ha permitido regresar, y así ha podido entrar y salir de la casa de Goethe, fuera de las horas de visita habituales. Por azar, también se la ha encontrado a menudo en los callejones de la pequeña ciudad, la ha visto, preocupado, con hombres jóvenes, ha tenido una cita con ella, a la que no acudió, y pronto ha comprendido que ella se interesaba más por los estudiantes. Todo aquello ha ocurrido en pocos días, el movimiento del viaje, en el que todo ocurre más deprisa, favoreció el encuentro. Justo después, sin Brod, Kafka pasó unas semanas en el sanatorio naturista de Jungborn, en el Harz. Hay un número maravillosamente abundante de apuntes suyos de esas semanas, libres del interés por «Talía» y de la devoción por las casas de los grandes creadores. Pero también recibió amables respuestas a las postales que enviaba a la hermosa muchacha de Weimar. Una la copió por entero en una carta a Brod, y enlaza con ella la siguiente observación, esperanzada para su carácter: «Por mucho que no le resulte desagradable, le soy tan indiferente como una cacerola. ¿Por qué escribe entonces tal y como yo lo deseo? ¡Si fuese cierto que se pudiera atar a las muchachas mediante la escritura!».
Así que ese encuentro en la casa de Goethe le insufló valor. Las imágenes del viaje son las que aquella primera tarde le tiende a Felice por encima de la mesa. El recuerdo de aquel intento de entablar una relación, de su actividad de entonces, que al fin y al cabo había conducido a las fotos que ahora podía enseñar, se traslada a la chica que ahora se sienta frente a él, a Felice.
Hay que decir también que en ese viaje, que empezó en Leipzig, Kafka había trabado conocimiento con Rowohlt, que había decidido editar su primer libro. La reunión de fragmentos de sus diarios para Contemplación dio mucho que hacer a Kafka. Titubeaba, los fragmentos no le parecían lo bastante buenos. Brod insistió, y no cejó hasta que por fin, la noche del 13 de agosto, Kafka hizo la selección definitiva y, como ya se ha comentado, quiso tratar con Brod acerca de su disposición.
Así que aquella noche llevaba consigo todo lo que podía insuflarle valor: el manuscrito de su primer libro, las imágenes del viaje a «Talía», entre las que se encontraban las fotos de aquella chica que le había contestado cortésmente, y un número de la revista Palestina.
El encuentro tuvo lugar en casa de una familia con la que se sentía bien. Según cuenta, trataba de prolongar las veladas en casa de los Brod, que se veían obligados a echarlo amablemente para poder acostarse. Era la familia la que le atraía. Allí la literatura no estaba mal vista. Estaban orgullosos del joven poeta de la casa, Max, que ya se había hecho un nombre, y tomaban en serio a sus amigos.
Para Kafka, es una época de muchas y precisas anotaciones. Los diarios de Jungborn, los más hermosos de sus diarios de viaje —son también los más directamente relacionados con su obra propiamente dicha, en este caso con América—, dan testimonio de ello.
La asombrosa sexta carta a Felice de 27 de octubre, en la que describe el encuentro con ella del modo más preciso, demuestra lo rico en detalles concretos que era su recuerdo. Habían pasado setenta y cinco días desde aquella tarde del 13 de agosto. De los detalles de aquella velada que guarda en su memoria, no todos tienen el mismo peso. Apunta algunos, se podría decir que de forma arbitraria, para demostrarle que se ha fijado en todo lo de ella, que no se le ha escapado nada. Con esto demuestra ser un escritor en el sentido flaubertiano, alguien para el que nada es trivial con tal de que sea cierto. Con un leve toque de orgullo, lo expone todo, un doble homenaje a ella, porque merecía ser recogida en el acto en todos sus detalles, pero un poco también a sí mismo, por su ojo que todo lo ve.
En cambio, apunta otras cosas porque significan algo para él, porque responden a inclinaciones importantes de su propia naturaleza, o porque suscitan su asombro y, con ayuda de la admiración, le acercan físicamente a ella. Aquí solo vamos a hablar de esos rasgos, porque son los que determinan su imagen de ella durante siete meses, el tiempo que pasa hasta que vuelve a verla, y en esos siete meses tiene lugar casi la mitad de la muy extensa correspondencia entre ambos.
Ella se tomó muy en serio la contemplación de las fotografías, aquellas fotografías de «Talía», y solo levantaba la vista cuando él hacía una aclaración o le pasaba una nueva foto; dejó de comer por las fotos y, cuando Max hizo alguna observación acerca de la comida, ella dijo que no había nada más repugnante que la gente que no para de comer. (Hablaremos más acerca de la contención de Kafka en lo relativo a la comida). Contó que, al ser hermana y prima pequeña de varios varones, le habían pegado mucho y había estado muy indefensa. Se pasó la mano por el brazo izquierdo, que en aquel tiempo había estado lleno de cardenales. Pero no parecía en absoluto quejumbrosa, y él no alcanzaba a imaginar cómo alguien se había atrevido a pegarle, aunque entonces solo fuera una niña pequeña… Piensa en sus propias debilidades infantiles, pero ella no había sido quejumbrosa como él. Le mira el brazo y admira su fuerza, ahora que ya no queda en él nada de la antigua debilidad infantil.
Ella observó de pasada, mientras miraba o leía algo, que había estudiado hebreo. A él le sorprendió, pero no le acabó de gustar que lo mencionara tan exageradamente de pasada, y se alegró en secreto cuando, más adelante, no supo traducir Tel Aviv. Pero resultaba que era sionista, y eso le gustó mucho.
Ella dijo que le gustaba copiar manuscritos, y pidió a Max que le enviara los suyos. Aquello sorprendió tanto a Kafka que dio una palmada en la mesa.
Iba de camino a una boda en Budapest, la señora Brod mencionó un hermoso vestido de batista que había visto en su habitación de hotel. Luego, el grupo se trasladó del comedor a la sala del piano. «Cuando usted se levantó, se vio que llevaba puestas las pantuflas de la señora Brod, pues había puesto sus botas a secar. Había hecho un día espantoso. Las pantuflas la importunaban un poco, y después de pasar por la oscura habitación central me dijo que estaba acostumbrada a las pantuflas con tacones. Estas eran una novedad para mí». Las pantuflas de la mujer mayor la incomodaban; su explicación sobre la condición de las suyas, al final del camino por la oscura habitación central, los acercó físicamente más de lo que antes lo había hecho la contemplación de su brazo, que ahora ya no tenía moratones.
Más tarde, en el momento de la partida general, se añadió otra cosa: «La celeridad con que salió de la habitación al final y volvió con las botas puestas no me permitió serenarme». Es la rapidez de su transformación la que le impresiona. Su forma de transformarse tiene un carácter opuesto. En él, casi siempre se trata de un proceso especialmente lento, del que tiene que hacerse consciente paso a paso antes de creérselo. Construye sus transformaciones de manera completa y precisa, como una casa. Ella en cambio estaba de pronto delante de él, calzada con unas botas, cuando había salido de la habitación con unas pantuflas.
Antes ha mencionado, aunque brevemente, que llevaba casualmente consigo un número de Palestina. El viaje a Palestina quedó acordado, y ella le tendió la mano «o, mejor dicho, yo propicié que me la ofreciera, en virtud de una inspiración». Luego, él y el padre de Brod la acompañaron hasta su hotel. En la calle, él cayó en uno de sus «estados crepusculares» y se comportó de manera torpe. Todavía alcanzó a enterarse de que ella se había olvidado el paraguas en el tren, un detalle que enriqueció su imagen de ella. Se marchaba al día siguiente, temprano. «Me inquietó la circunstancia de que no hubiera hecho usted la maleta todavía y, para colmo, aún quisiera leer en la cama. La noche anterior había leído hasta las cuatro de la madrugada». A pesar de su preocupación por su temprana partida, aquel rasgo no pudo por menos de volverla más familiar para él, escribió esa noche.
En conjunto, se obtiene de Felice la imagen de una persona decidida, que se enfrenta rápida y abiertamente a las más variadas personas y se manifiesta sin reparos acerca de toda clase de temas.
La correspondencia entre ambos, que en el caso de él, y pronto también en el de ella, iba a convertirse en diaria —hay que decir que solo se conservan las cartas de él—, se distinguió por rasgos absolutamente sorprendentes. Lo más llamativo para un lector de Kafka no informado son sus quejas acerca de su estado físico. Empiezan ya en la segunda carta, todavía un tanto veladas: «¡Qué veleidades me dominan, señorita! Una lluvia de nerviosismo cae sobre mí sin parar. Lo que quiero ahora no lo quiero en el instante siguiente. Cuando llego a lo alto de la escalera, no sé aún en qué estado entraré en la casa. Tengo que acumular inseguridades dentro de mí antes de convertirlas en una pequeña certeza o en una carta […]. Mi memoria es muy mala […]. Mi indolencia […] una vez incluso me levanté de la cama para apuntar lo que había pensado escribirle a usted. Pero enseguida volví a meterme en la cama, puesto que me reproché —est...

Índice

  1. Portada
  2. El otro proceso
  3. Capítulo I
  4. Capítulo II
  5. Promoción
  6. Sobre este libro
  7. Sobre Elias Canetti
  8. Créditos
  9. Índice