EL SALTO DESDE EL ROMPEOLAS
Se oyó un portazo que hizo temblar la casa entera y, a continuación, un espantoso jaleo y unos cuantos alaridos.
—¡Puñetas saladas!
Salí aturdido al pasillo del desván, donde ya se había reunido el resto de mi familia: pelos alborotados y expresiones de desconcierto. Minda, mi hermana mayor, había abierto un solo ojo. Y mi padre parecía no saber si era un hombre o un edredón.
—¡Bang! —dijo Caracola bien alto.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó mi hermano mayor, Magnus.
—O ha ocurrido una catástrofe natural —dijo mi madre—, o Lena Lid ha regresado de sus vacaciones.
No había ocurrido una catástrofe natural. Al bajar las escaleras, me topé en la entrada con mi querida amiga y vecina Lena.
—Hola, Theo —dijo con un suspiro.
—Hola. ¿Qué tienes ahí?
—Es tu regalo.
Me froté los ojos.
—Gracias. ¿Qué es?
—Una pila de palitos y cristales rotos, ya lo ves. Pero antes era una botella con un velero dentro.
Lena estaba consternada.
—¿Quizá se pueda arreglar? —dije.
¿Arreglar? Había sido el mejor regalo del mundo. ¡No se podía arreglar!
—No me cabe en la cabeza que lograran meter el barco en la botella, Theo. La vela estaba desplegada y era mucho más ancha que el cuello.
Mi madre nos ayudó a recoger los restos del naufragio. Ella quería tirarlos, pero yo reuní todos los cristales y los palitos en una en una caja de helado de plástico que guardé en mi cuarto. Al fin y al cabo, era un regalo.
Cuando Lena se instaló ante la mesa de la cocina, tuve que mirarla detenidamente varias veces. Se había cortado el pelo y llevaba una especie de trenzas de colores. Además, estaba bronceada. Por mi parte, me vi demasiado como siempre, con los mismitos pantalones cortos que llevaba cuando Lena se marchó. Nosotros no solemos irnos de vacaciones, y menos al extranjero. Tenemos la granja y todo ese lío. Pero la potruda de Lena se había pasado dos largas semanas en Creta con Isak y su madre.
Me hizo saber que, mientras yo seguía con mis rebanadas de pan con fuagrás, ella había estado bebiendo batidos con sombrillas, durmiendo bajo una fina sábana y bañándose en un mar de agua templada. Además, en Creta había centenares de tiendas con millones de cosas chulas al alcance de su bolsillo, por ejemplo, la botella. Todos los días había cenado patatas fritas, y a mediodía hacía tanto calor que era casi como estar pegado a una hoguera de San Juan todo el rato.
—¡Puñetas, Theo! ¡Lo habrías flipado!
—Ya —respondí y seguí masticando.
Era irritante no haber estado nunca en el sur, pero yo también tenía algo que contar. Esperaba con ansiedad que Lena me preguntara si había pasado algo nuevo en Terruño Mathilde, pero no. En Creta había conducido ella misma una lancha rápida hasta una isla y su madre había intentado seguirla por el aire en un globo o algo así.
—¿Te he dicho ya que hacía mucho calor? —me preguntó.
Asentí con la cabeza y ella siguió hablándome de un perro que se llamaba Porto y que quizá tuviera la rabia, de unas chicas con las que había jugado que no se atrevían a hacer nada que implicara perder el equilibrio y de las crepes que tomaba para desayunar.
Al final no pude esperar más.
—Pues yo he saltado desde lo más alto del rompeolas.
Por fin Lena dejó de hablar y entornó los ojos con desconfianza.
—Estás de guasa.
Sacudí la cabeza. Mi vecina se puso en pie. Esto tenía que verlo para creerlo. ¡Y lo iba a ver!
—Gracias por la comida —murmuré con la boca llena y agarré la toalla de baño que colgaba sobre el pasamanos de la escalera.
El rompeolas de Terruño Mathilde forma un rincón en el que hay una playa. En invierno, las tormentas traen arena fina y hacemos allí castillos y palacios. Pero cuando Lena se marchó de vacaciones ese verano, Minda, Magnus y sus amigos me dejaron salir con ellos a la parte de afuera del rompeolas, donde todo es alto, frío y profundo. Fue casi como empezar una nueva vida.
A la hora de saltar desde las alturas, Lena es la maestra de Terruño Mathilde. Nadie tiene menos vértigo en la barriga que ella, o menos seso en la mollera, como dice Magnus. Pero Lena nunca se ha tirado desde el rompeolas. Flota fatal.
—Echar a Lena al agua es como echar un ancla —dice el abuelo.
Era inaudito que hubiera algo desde lo que yo pudiera saltar y ella no. Tenía la sensación de que aquello no le gustaba ni un pelo.
Me subí a la piedra más alta del rompeolas. Era tempranísimo por la mañana y no hacía más de dieciséis grados.
—¿Estás seguro de que tienes psique para esto? —me preguntó Lena muy seria.
Y se asomó por encima de otra de las piedras, con su chaqueta y su fular de Creta. Asentí. Me había tirado muchas veces mientras ella estaba fuera, aunque siempre con marea alta. Ahora estaba baja y el salto era mayor. Se veía el fondo y el viento me inflaba el bañador. Por un instante pensé que no valía la pena, pero cuando vi a la Lena de Creta inclinada sobre la piedra con cara de no creerme, cer...