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Stefan Zweig, la tinta violeta
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«Escribía con una letra pulcra, redonda y firme. Una caligrafía cuidada, tinta violeta, en folios y cuartillas de papel grueso que tenían en el encabezado un monograma con sus iniciales, S, Z, convertidas en sello, en divisa.Era educado, cortés, mirada inquieta, y en su rostro, tez clara y gesto relamido, destacaba un flequillo lacio sobre la frente y el bigote poblado, grave, de una formalidad administrativa».
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LiteraturaCategoría
Biografías literariasTIEMPO DE OSCURIDAD
En enero de 1933, Adolf Hitler fue nombrado canciller del Reich y aquella Europa mullida, acomodada, ñoña, sucumbió ante el aterrador bosque de uniformes, calaveras y botas claveteadas que resonaban, sordas, sobre los adoquines de las calles tomadas por los camisas pardas y sus trajes y gorras de opereta. De un día para otro su mundo se derrumbó como un viejo edificio apuntalado y se sumió en una niebla espesa, gris, amenazante.
A finales de ese año, en noviembre, la Cámara de los Libreros Alemanes publicaba una lista de libros prohibidos: había quince de Zweig.
En febrero de 1934, la policía entró en su casa esgrimiendo una orden de registro en busca de armas; amenazaron con detenerle. Su fama ya no le protegía, su matrimonio fracasaba y decidió marcharse. Quemó papeles, regaló libros, donó o vendió parte de su colección y arrancó páginas con dedicatorias antes de que un librero de viejo le comprase los libros que quedaban a un chelín cada uno.
Dejó su casa en Austria como si fuera un criminal, viajó a Londres primero y a Bath, en Inglaterra, donde escuchó en la radio la noticia de que Hitler había invadido Polonia: comenzaba el largo invierno de la guerra.
Su vida se convirtió en un inventario de fotografías, de frente y de perfil, de huellas y visados que en su pasaporte llegaron a ocupar diecinueve páginas, el mapa de aquel viaje que emprendió a ninguna parte: París, Nueva York, Buenos Aires, huyendo. Le acompañaba Lotte Altmann, una joven de treinta años, de adorable fragilidad, vulnerable, enfermiza, que había sido su secretaria y que sería su segunda esposa.
Sus libros ahora ardían en los mismos lugares donde antes cientos de lectores esperaban pacientes a que se los firmara. Su amigo Joseph Roth había muerto en París, Freud en Londres, donde lo había visitado con frecuencia, una vez, recordaba, con Salvador Dalí.
En Viena, la imperial, la arrogante, una ordenanza prohibía a los judíos utilizar los bancos de la calle; su madre ya no podía sentarse al sol unos minutos a descansar mientras que los soldados alemanes desfilaban con sus cascos bruñidos, pífanos y cornetas, al paso de la oca por los Campos Elíseos; la esvástica se extendía por el mundo, imparable como un negro presagio.
En 1940, justo antes de navegar hacia Nueva York por última vez, vio cómo el funcionario que cumplimentaba los formularios de inmigración escribía en la casilla correspondiente: «Pelo: gris». Había envejecido. Su mirada había perdido brillo y apenas quedaba rastro de su porte, de la arrogancia del cosmopolitismo. Arrastraba con él la pesada certeza de que el mal prevalecería, y que ya nunca podría regresar a casa.
En agosto del año siguiente, Lotte y él llegaron a Brasil con dos maletas: ropa, unos pocos libros, efectos personales, manuscritos… Alquilaron una casa en el número 34 de la rua Gonçalvez Dias, en Petrópolis. Allí, durante meses, dejaron pasar los días con...
Índice
- Portada
- Stefan Zweig, la tinta violeta
- Policialmente inencontrable
- Tiempo de oscuridad
- Promoción
- Sobre este libro
- Sobre Jesús Marchamalo
- Sobre Antonio Santos
- Créditos
- Índice
- Contraportada