La leyenda del santo bebedor
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La leyenda del santo bebedor es la última novela de Joseph Roth, escrita poco antes de morir. Joseph Roth fue el escritor de los exiliados, como pone de manifiesto el inolvidable protagonista de esta pequeña joya, Andreas Kartak, un clochard que vive bajo los puentes del Sena. Recibe doscientos francos, con la obligación de restituirlos, cuando pueda, a la santa Teresita de Lisieux de la iglesia de Sainte Marie des Batignolles. Va describiendo los diferentes intentos de Andreas por cumplir esa promesa. Este relato tuvo una la versión filmada por el director Ermanno Olmi: La Leggenda del santo bevitore, de 1988, con Rutger Hauer de protagonista.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418067730
Categoría
Literatura
Joseph Roth
La leyenda
del santo bebedor
Traducción de
Juan Andrés García Román
019
1
Una tarde de primavera del año 1934, un señor de edad avanzada descendía los peldaños de piedra que conectan uno de los puentes del Sena con la orilla. Ese es el lugar —todo el mundo lo sabe, pero nunca está de más recordarlo— donde los indigentes de París acostumbran a dormir o, mejor dicho, a tirarse en el suelo.
Uno de aquellos indigentes salió por casualidad al paso de un señor de edad avanzada, que iba por cierto muy bien vestido y daba la impresión de ser uno de esos viajeros que pretenden pasar revista a las curiosidades de las ciudades que visitan. En realidad, tenía el mismo aspecto de descuido y abandono que los demás que convivían con él; en cambio, en el señor trajeado y de avanzada edad despertó, ignoramos por qué, una especial curiosidad.
Era ya por la tarde, como se ha dicho, y bajo los puentes, a la orilla del río, había más oscuridad que a cielo abierto o en el muelle. El indigente con aspecto descuidado titubeó un poco, sin advertir la presencia del señor con traje. En cambio, este, que no titubeaba y dirigía sus pasos con seguridad y en línea recta, sí había visto desde lejos la figura vacilante del otro. Por fin, el señor de edad avanzada le cortó el paso al otro hombre, al desaliñado, y los dos se quedaron uno frente al otro.
—¿Adónde va, hermano? —preguntó el hombre trajeado y de avanzada edad.
El otro lo miró un instante y dijo:
—No sabía que tuviera un hermano y tampoco sé dónde me llevan mis pasos.
—Pues yo se lo mostraré —dijo el señor—, pero le ruego que no se enfade si le pido un favor inusual.
—Estoy dispuesto para el trabajo que sea —respondió el indigente.
—Ya veo que tiene sus defectos, pero es Dios quien lo ha puesto en mi camino. Seguramente tendrá usted, ¡no me lo tome a mal!, necesidad de dinero. Yo en cambio tengo demasiado. ¿Querría decirme francamente cuánto necesita, al menos para salir del paso?
El otro se quedó pensando unos segundos y luego respondió:
—Veinte francos.
—Pero eso es muy poco —repuso el señor—, seguro que necesita doscientos.
El desaliñado dio un paso atrás y dio la impresión de desmayarse; sin embargo, se mantuvo en pie, aunque titubeante, y dijo:
—Por supuesto que prefiero doscientos francos a veinte, pero soy un hombre honrado. Parece que me subestima. No puedo aceptar el dinero que me ofrece por las siguientes razones: primero, no tengo el placer de conocerle; segundo, no sé ni cuándo ni cómo podría devolvérselo; tercero, usted no podría venir a reclamarlo porque no tengo domicilio. Vivo bajo un puente distinto casi cada día. Y, sin embargo, soy, como ya le he dicho, un hombre de honra, eso sí, sin domicilio.
—Tampoco yo tengo domicilio —respondió el hombre de edad avanzada—, yo también vivo cada día debajo de un puente distinto; no obstante, le ruego tenga la amabilidad de aceptar los doscientos francos, una suma, por otra parte, ridícula para un hombre como usted. En cuanto a la devolución, me llevaría mucho tiempo explicar por qué no puedo indicarle un banco donde devolver el dinero. Solo le diré que me he convertido al cristianismo después de leer la historia de la pequeña santa Teresa de Lisieux. Tengo especial devoción por esa pequeña imagen suya que se encuentra en la capilla de Santa María de Batignolles y que podrá ver usted fácilmente. Si acaso un día llega a disponer de esos miserables doscientos francos y su conciencia le obliga a no adeudar esa ridícula suma, entonces diríjase a Santa María de Batignolles y dele el dinero en mano al párroco que acaba de decir misa. De deberle algo a alguien, es a santa Teresita. No lo olvide: en Santa María de Batignolles.
—Ya veo —dijo el indigente— que se ha hecho usted cargo de mi honradez. Le prometo que mantendré mi promesa. Eso sí, solo puedo ir a la iglesia los domingos.
—Entonces un domingo —dijo el señor de más edad.
A continuación, sacó doscientos francos de la billetera y se los tendió al otro hombre, que titubeaba todo el rato.
—Le quedo agradecido.
—Un placer —respondió el otro mientras se perdía en las sombras, porque entretanto había oscurecido del todo allí abajo, mientras que, en lo alto, en el puente o en el muelle, ya se encendían las farolas plateadas anunciando la noche gozosa de París.
II
El hombre con traje desapareció también en la oscuridad. Realmente había vivido el milagro de la conversión y había decidido guiar las vidas de los más necesitados. Por eso, ahora vivía bajo un puente.
Respecto al otro, era un bebedor o, para ser más exactos, un borracho. Se llamaba Andreas y vivía al compás del azar, como muchos borrachos. Hacía ya mucho que no disponía de doscientos francos y quizás por eso, porque hacía tanto tiempo, se colocó a la mísera luz de una de las raras farolas bajo los puentes, sacó un trocito de papel y un lápiz roto y se puso a escribir la dirección de santa Teresita y la cantidad de doscientos francos que le debía a partir de aquel instante. Más tarde, subió una de las escaleras que conducen desde la orilla del Sena al puerto. Había allí, lo sabía muy bien, un restaurante, así que entró en él, comió y bebió en abundancia, gastó mucho dinero y hasta se llevó una botella para la noche que pensaba pasar, como de costumbre, bajo el puente. Sí, incluso sacó un periódico de una papelera, pero no para leerlo, sino para cubrirse con él. Porque los periódicos protegen bien del frío; todo indigente lo sabe.
III
A la mañana siguiente, Andreas se levantó más temprano que de costumbre porque había dormido extraordinariamente bien. Después de pensar mucho, se acordó de que el día anterior había vivido un milagro, sí, un verdadero milagro. Y como había pasado una larga y cálida noche al abrigo del periódico y había podido descansar como nunca antes, resolvió ir a lavarse, cosa que llevaba sin hacer muchos meses, todos los más fríos del año. Eso sí, antes de quitarse la ropa, se palpó el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta, donde según su recuerdo debía encontrarse aún disponible el resto del milagro. A continuación, buscó un rincón apartado de la orilla del Sena para lavarse al menos la cara y el cuello, pero le pareció que había gente por todas partes, hombres miserables de su misma clase (echados a perder, como los llamó espontáneamente para sus adentros) que podían verlo bañarse, de modo que renunció finalmente a sus intenciones y se contentó con sumergir las manos en el agua. Se puso la chaqueta, volvió a echar mano al billete en el bolsillo interior izquierdo y se sintió ya perfectamente aseado y de veras transformado.
Se adentró así en la nueva jornada, una de aquellas que acostumbraba a malgastar desde tiempo inmemorial. Tenía la intención de ir a la rue des Quatre Vents, donde se encontraba el restaurante ruso-armenio Tari-Bari y donde solía invertir el escaso caudal que la suerte le report...

Índice

  1. Portada
  2. La leyenda del santo bebedor
  3. Promoción
  4. Sobre este libro
  5. Sobre Joseph Roth
  6. Créditos
  7. Índice