PARTE NOVENA
SHIBUYA
1
Es marzo. Florecen las sakuras. El sol empieza a calentar. En la librería de Shibuya abren las ventanas. Estoy junto al estante de mystery, hojeando el último libro de Keigo Higashino. Suena una música en volumen alto y las voces de las vendedoras se tapan las unas a las otras cuando saludan a los clientes recién llegados. «Mamá, papá, me voy a casar», canta con la voz emocionada una chica desde el altavoz. Meto a Higashino de nuevo en el estante. Con este jaleo, no hay manera de concentrarse.
Paso por un pasillo de la sección de manga. A diferencia de la sección de literatura, aquí hay mucha gente. Sin contar que desde el altavoz no dejan de extenderse las peticiones de los trabajadores para que la gente limite la lectura en los pasillos, porque con eso reducen su transitabilidad. Justo en el borde hay una chica con el uniforme del colegio. Debe de tener mi edad. Está mirando los mangas para niñas, donde un chico rubio declara su amor a una colegiala sonrojada. La página está ribeteada por capullos de rosa.
Al lado de la chica, un tipo con traje hojea un cómic histórico de la era Edo. Repasa la cabeza cortada de un samurái, dibujada con detalle. Paso junto a cientos de portadas y lomos de cómics en los estantes. Hay gente que está años paseando entre pasillos como estos. Miran las páginas en blanco y negro y se pierden en mundos diferentes al que viven. Yo también hago algo parecido. Si no, ya hace mucho que me habría vuelto loca, aquí sola.
Al final de un pasillo hay un chico con traje gris. Tiene el pelo largo y lleva gafas. Cuando paso por su lado, levanta la cabeza y me mira, totalmente como si me viera. Es extranjero, pero sostiene en la mano un manga de Osamu Tezuka, así que debe de saber japonés. Paso a su lado y rápidamente giro en la esquina. Cuando me doy la vuelta, el chico asoma la cabeza desde detrás de la estantería. Me acompaña con la mirada, evidentemente no cree que no haya sido un sueño. Parece que, de los thrillers de misterio que leo últimamente, se me empieza a ir la cabeza. Necesito salir al aire fresco.
Fuera, me da la bienvenida una Shibuya alborozada. En la esquina, junto a la tienda de cigarrillos, cojo un periódico y busco en la sección de cultura. Cerca de aquí, en un par de días, abrirán una exposición sobre Takashi Murakami, no puedo perdérmela. He visitado todas las exposiciones permanentes de Shibuya, así que, después de mucho tiempo, me alegro de ver algo nuevo.
Me dispongo a cruzar la calle, pero me bloquea el camino un grupo de chicas perfectamente elegantes. «¿En seeerio? —pregunta una a otra—. ¿Y cuánto te costaron?». Hablan de zapatos. Cogen un taxi justo delante de mí. El conductor lleva guantes blancos y los asientos del vehículo están cubiertos por tapetes de ganchillo. Las chicas entran en el coche riéndose. Deben de tener un buen dineral, si pueden permitirse ir por Shibuya en taxi. Intento atrapar adónde van, cuando, en el reflejo de la ventana del taxi, me doy cuenta de que hay alguien de pie detrás de mí. Al darme la vuelta, mi mirada topa con la del mismo tipo que se me ha quedado mirando hace unos momentos en la librería. Durante unos momentos, parece que realmente me ve, pero entonces desvía la mirada hacia el edificio a nuestro lado. ¿Le habrá llamado la atención la oferta de reparto de comidas a seniors? Su cartera, a simple vista, debe de pesar al menos diez kilos.
El taxi, con chicas incluidas, se aleja y en el semáforo para peatones salta el verde. Suena un pitido ruidoso, que señala que puedo continuar hasta el otro lado. Avanzo por el paso de peatones. El tipo va detrás de mí. Paso junto a un tenderete de souvenirs. Paso por delante de un McDonald’s y varias máquinas expendedoras. El tipo me sigue persiguiendo. Incluso acelera cuando lo hago yo. Realmente, no me resulta agradable. ¿De qué va este tío? ¿Debería pararme y hablar con él? Tonterías. Si no me ve. En todo el tiempo que llevo aquí, me ha visto una única chica, además en circunstancias bastante específicas. Pensar que ahora, después de siete años aquí, alguien me haya registrado es una locura. Lo mejor de todo será perder a este tipo de vista. Me pone nerviosa que nos dirijamos en la misma dirección. En la esquina, junto a una casa de juego pachinko, hago un regateo y, por varias tiendas, salgo al otro lado de la calle.
Cuando el tipo desaparece de mi horizonte, me siento aliviada. Pero al mismo tiempo me anega el vacío. Sería genial tener aquí al menos a un amigo. Encontrar a otra idea perdida. Aunque, con mi suerte, seguro que sería una idea horriblemente depresiva de suicidio o, Dios no lo quiera, de un ataque terrorista, por ejemplo.
2
Ya hace tres días que me deshice de mi extraño perseguidor, pero no he podido dejar de pensar en él. Después de muchísimo tiempo tuve la sensación de no estar sola en este mundo. Por supuesto, solo era una sensación, pero me apenó tanto que, si pudiera dormir, esto segura de que me quitaría el sueño.
Estoy sentada en la barandilla de una estación, tomando el sol. Por supuesto, no me bronceo ni un miserable tono. En general, esta actividad pierde su sentido también porque no hay nadie que vaya a apreciar un eventual moreno. Y, no menos importante, tampoco siento los rayos del sol en mi cara. Así que no hay el menor motivo para realizar esta actividad. Pero al menos, cuando lo hago me puedo sentir un poco viva. Y no como una sombra que se arrastra.
Justo delante de mí, un autobús da un ruidoso bocinazo. Abro l...