Elogio de la ociosidad
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Elogio de la ociosidad

Un ensayo filosófico sobre el valor de no hacer nada

  1. 200 páginas
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Elogio de la ociosidad

Un ensayo filosófico sobre el valor de no hacer nada

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Una visión alternativa y estimulante sobre nuestro pecado mortal favorito: la ociosidad. ¿En qué medida una vida ociosa es una buena vida?

Durante milenios, la ociosidad y la pereza se han considerado vicios. Se espera que todos trabajemos para sobrevivir y salir adelante. Dedicar energía a cualquier cosa que no sea el trabajo y la superación personal puede parecer un fracaso moral o un lujo. Pero ¿y si la ociosidad, en vez de vicio o defecto, fuera una forma eficaz de resistencia? ¿Y si nos permitiera experimentar la libertad en su forma más plena?

Lejos de cuestionar estas ideas convencionales, filósofos modernos como Kant, Hegel, Marx, Schopenhauer y de Beauvoir la continúan y profundizan. Este libro expone los prejuicios tras estos razonamientos, cuestionando la visión oficial de nuestra cultura: que el incesante ajetreo, el hacerse a uno mismo, la utilidad y la productividad son el núcleo mismo de lo que está bien para los seres humanos.

Recogiendo ideas de la Grecia Antigua y sobre la importancia del juego en pensadores como Schiller y Marcuse, el autor presenta una visión empática de la ociosidad, que nos permite mirar bajo una nueva luz nuestro moderno culto al trabajo y al esfuerzo. Una reflexión estimulante.

La crítica ha dicho...

«Una visión alternativa y totalmente estimulante sobre nuestro pecado mortal favorito.» Sarah Murdoch, Toronto Star

«Este valioso libro hace frente a un tema que es al mismo tiempo atemporal y urgente hoy en día: ¿en qué medida una vida ociosa es una buena vida? » Mark Kingwell, Universidad de Toronto

«Convincente y accesible, este libro es especialmente bueno identificando las inconsistencias del mito del mérito promovida por influyentes filósofos occidentales.» Glenn C. Altschuler, Tulsa World

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Información

Editorial
K?an Libros
Año
2021
ISBN
9788418223204

1

NUESTRO MÉRITO PARA LA LIBERTAD

A la mayoría, las circunstancias nos obligan a tomarnos la vida en serio. Tenemos que esforzarnos mucho para obtener lo que creemos que necesitamos y para proteger las cosas que son importantes para nosotros. En el contexto de las necesidades acuciantes, la ociosidad es un lujo fantástico. Nuestro trabajo, no obstante, no se limita a la seguridad básica. La opinión general acerca de lo que se considera una vida como es debido motiva, moldea y justifica muchas de las cosas que hacemos por demás. Es difícil resistirse a la fuerza de esa opinión. Se emprenden todo tipo de labores en aras de ganar lo que solo los demás pueden darnos: posición, quizá incluso prestigio. Cualquier persona que no pueda adquirir esos «bienes» se sitúa en una relativa desventaja respecto a los demás. Estos tipos de esfuerzos que consumen la vida se han estructurado de modo neutral como el intento de adquirir una «identidad» por medio de un «papel social», es decir, de convertirse en una persona con un carácter reconocible y eficaz desde el punto de vista social.
Hoy en día se considera virtuoso que podamos ser «pluralistas» en cuanto a las diversas maneras en que la gente trata de establecer su identidad mientras persigue la versión de la buena vida que más le guste. Cada versión cuenta con su propio abanico de lo que se supone que constituye un logro impresionante. No obstante, desde fuera de sus respectivos contextos, esos mismos logros pueden parecer triviales. La riqueza, los honores, la cultura, el aspecto adecuado pueden serlo todo para aquellos que los persiguen, mientras que para otros son jactanciosos o vacíos. La preocupación de que esos insultos se apliquen con razón a nuestras propias pasiones personales nos asalta solo de vez en cuando. A lo largo y ancho de la literatura occidental se encuentran burlas humorísticas hacia la pretensión y hacia los torpes esfuerzos por ascender en la escala social. Nos reímos con ellas y, sin embargo, como observa incómodamente uno de sus exponentes más perspicaces, «La sátira es una especie de espejo en el cual, quien mira, generalmente descubre el rostro de los demás, pero no el suyo» (Jonathan Swift, La batalla entre los libros antiguos y modernos). Es probable que solo aquellos a quienes no les importa en absoluto lo que son estén a salvo de algún tipo de perspectiva satírica. Si hay absurdidad en la condición humana, puede que no se deba a una especie de desequilibrio entre nuestras esperanzas y un universo indiferente. Es igualmente probable que se trate de la comedia que nuestras vidas ofrecen a los ojos de los demás.
En cualquier caso, de una manera u otra, muy pocas personas albergan dudas sobre los retos que supone gestionar las presiones sociales que se ciernen sobre sus vidas. Ni siquiera la preocupación esporádica acerca de que nuestros objetivos no sean demasiado valiosos contribuye mucho a apartarnos de nuestro rumbo. Aun así, a pesar de todo eso y por muy obvio que resulte, hay filósofos que nos dicen que no nos tomamos lo bastante en serio. Le echan la culpa de distraernos de la tarea de vivir de la manera correcta a todo tipo de perversidades — por lo general, a un cóctel de ociosidad y cobardía— . La manera correcta de vivir implica alguna forma nueva y extrema de tomar posesión de nosotros mismos. Los filósofos que transmiten este mensaje no aceptan que podamos rechazar razonable o inteligiblemente lo que tienen que decirnos.
Tomemos como ejemplo la famosa conferencia que Jean-Paul Sartre impartió en París sobre el tema del «existencialismo como humanismo» apenas seis meses después de que hubiera concluido una horrorosa guerra en Europa. Acusó, en varias ocasiones y con contundencia, no solo a su público, sino al mundo, del delito de infrautilizar y, por lo tanto, de utilizar de modo incorrecto la libertad. La gente estaba permitiendo que los demás — los partidos políticos, las instituciones religiosas, la convención social— determinaran sus valores, de modo que estaban eligiendo permitir que los demás eligieran por ellos. Se habían adentrado de manera libre en esos arreglos, pero no estaban actuando con la libertad suficiente. Los seres humanos tenían que darse cuenta de que lo que eligen, incluso cuando lo eligen de forma indirecta, es siempre una cuestión de la que son responsables. Y decidirse hacia uno u otro lado, no podía ser, por propia naturaleza, sencillo. No hay códigos ni sistemas que existan con independencia de la acción humana. Cada elección crea un principio ético. Por lo tanto, debemos abordar cada situación con angustia, con inseguridad respecto a si lo que preferimos hacer es «lo mejor», es decir, lo que es mejor para la humanidad en conjunto. Las consideraciones sobre «lo mejor» tienen mucho peso, puesto que cada elección afecta a todos los demás, dando existencia a un valor que, en principio, debería contener bien para todos: «eligiéndome, elijo al hombre».1
¿Pretendía Sartre, como suele pensarse, revigorizar la moralidad europea después de que hubiera estado a punto de extinguirse? Tal vez él mismo lo viera así. Pero lo que también es interesante es que el núcleo de su mensaje ya se había enunciado al menos ciento cincuenta años antes, como veremos en este capítulo, bajo circunstancias históricas muy distintas. Es, en esencia, una tesis de la Ilustración que continúa sustentando la notable idea de que debemos construir y perfeccionar el yo como una entidad moral autónoma si queremos convertirnos en humanos como es debido. En el siglo actual, se ha adoptado el mismo mensaje en un círculo filosófico alejado de la guerra y sin esa sensación de estado de peligro para los valores occidentales. Christine Korsgaard — cuyas opiniones se revisitarán en el capítulo final de este libro— cree que esta tarea de convertirnos en personas de provecho solo puede encontrar la oposición de algún tipo de patología: «La timidez, la ociosidad y la depresión ejercerán sus reivindicaciones por turnos» y nos impedirán conseguir lo que se supone que sabemos que debemos hacer.2
La línea de pensamiento que encontramos en Sartre y Korsgaard, entre otros, descansa sobre un mito. Llamémoslo el mito del mérito. Se trata de una historia edificante sobre cómo los seres humanos podemos superar esas tendencias humanas que consideramos basadas en la naturaleza: cuanto mayor es el esfuerzo, más impresionante y meritorio el resultado. Y es este mito, tal vez más que cualquier otro adoptado por los filósofos, el que se ha utilizado para privar de mérito a la ociosidad. ¿Cómo podríamos ser tan irresponsables de apartarnos del doloroso esfuerzo de superarnos a nosotros mismos por preferir estar ociosos?, piensan estos filósofos. Esta pregunta va más allá de la condena de la pereza o la indolencia. Se apoya sobre la idea, relativamente nueva, de la obligación de convertirse en merecedor de la propia humanidad mediante actos de autorrealización elegidos con gran cuidado.
El mito del mérito se origina de esta forma tan exigente en los esfuerzos de Kant por articular las esperanzas de la Ilustración para su época. No se encuentra nada parecido a esto entre las anteriores teorías acerca de cómo deberíamos vivir o, más significativamente para este estudio, en los relatos sobre las implicaciones de negarse a hacerlo que las acompañan. Puede que la novedad de esta idea se aprecie con más facilidad si le echamos un vistazo de contraste a la monumental Anatomía de la melancolía de Robert Burton, una obra de principios del siglo XVII. Es un libro que condena la ociosidad de manera implacable, aunque no sobre la base de que interfiera con la búsqueda del mérito. La preocupación de Burton está relacionada con las consecuencias de la ociosidad, y está motivada por la perspectiva de que los seres humanos tienen una marcada tendencia a degenerarse cuando están ociosos. Una vez que hayamos examinado a Burton podremos, con suerte con una mirada más afilada, ver lo que es distintivo de la crítica de la Ilustración sobre la ociosidad.

LA ANATOMÍA DE LA OCIOSIDAD

Burton concluye su ingente estudio con este consejo para aquellos que desean evitar los tormentos de la melancolía: «No estéis solitarios, no seáis ociosos».3 Ya en una parte anterior de la obra, no obstante, tiene claro que, de los dos estados, «no hay mayor causa de melancolía que la ociosidad».4 A veces Burton trata la ociosidad y la soledad como parte de un único fenómeno: se implican la una a la otra. En otras ocasiones, son causas independientes de la melancolía. De hecho, una parte considerable del libro desentraña la naturaleza exacta de la relación de la ociosidad con la melancolía. No puede decirse que el tratamiento que Burton hace de la ociosidad sea ordenado o sistemático, ni que esté dirigido por una sola línea de pensamiento, pero sin duda constituye un esfuerzo por adoptar un punto de vista global sobre el tema. De entre su amplio abanico de argumentos, hay dos que nos permiten ganar perspectiva sobre el cambio histórico en las opiniones hostiles acerca de la ociosidad. El primero — (1) más abajo— reside en lo que Burton cree que son las consecuencias dañinas de la ociosidad. El segundo — (2) más abajo— se centra en el tipo de ociosidad que el autor considera particular de las clases aristocráticas. El primero de estos argumentos nos proporcionará una atalaya desde la que valorar de forma contrastiva las afirmaciones de la Ilustración acerca del carácter inherentemente inmeritorio de la ociosidad. Y las críticas de Burton respecto a la ociosidad aristocrática nos muestran que existen relatos de lo que significa estar vigorosamente activo y, al mismo tiempo, viciosamente ocioso. El vicio no corresponde a una falta de productividad, sino a la falta de un esfuerzo dirigido. De hecho, Burton tiene mucho que decir a favor de la productividad, pero no piensa en su ausencia como equivalente a la ociosidad.
(1) Burton divide su análisis entre formas físicas y mentales de ociosidad. Aunque, según sostiene, la ociosidad física tiende a causar trastornos digestivos poco envidiables, sus efectos no se limitan al cuerpo. Es, escribe Burton, «la criada de la maldad, la madrastra de la disciplina, el principal autor de todo perjuicio, uno de los siete pecados capitales, y por sí sola la causa de esta y muchas otras enfermedades, el cojín del demonio».5 Burton sigue las enseñanzas morales convencionales al pensar en la ociosidad como un espacio en el que la maldad puede arraigar. Incluso la muy complicada idea de que la ociosidad es en realidad causa de malicia es un lugar común entre los contemporáneos y predecesores de Burton cuyas creencias morales estaban marcadas por la tradición cristiana.6 Esa noción descansa sobre la opinión de que los seres humanos son proclives a la degeneración. No requiere mucho esfuerzo sumirse en ese estado vicioso. Es obvio que la ociosidad no ofrece ninguna resistencia a esa propensión.
Burton, sin embargo, tiene una teoría más ambiciosa que añadir a la sabiduría recibida. A saber: que la ociosidad produce perturbaciones mentales dañinas. La mente ociosa, según el autor:
se atormenta y mortifica con preocupaciones, penas, falsos temores, descontentos, y sospechas, se tortura y se consume en sus propios intestinos, y nunca descansa. Me atrevo a afirmar que el que está ocioso, sea de la condición que sea, nunca será tan rico, tan bien allegado, afortunado, feliz, aunque tenga en abundancia y felicidad todo lo que su corazón pueda querer y desear, toda la satisfacción; mientras que él o ella o ellos estén ociosos, nunca estarán complacidos, nunca estarán bien en el cuerpo o en la mente, sino siempre cansados, siempre enfermizos, siempre molestos, siempre a disgusto, lamentándose, suspirando, afligiéndose, sospechando, irritados contra el mundo, con todo objeto, deseando consumirse o morirse, o si no se dejan llevar por una u otra fantasía insensata.7
La mente, al parecer, tiene la costumbre de atacar la felicidad de quienes tienen tendencia a rumiar y además no se distraen de una negatividad inquietante y que, en última instancia, se autoperpetúa. Esta capacidad latente para la autodestrucción desde dentro también nos permite comprender de qué forma podría contribuir la soledad, tal como han pensado Burton y otros autores, a la melancolía. Aislada de las demás, una persona se siente más inclinada a dejarse absorber por pensamientos solitarios y perturbadores. Sin embargo, cabe destacar, como veremos a través de Kant, que la filosofía de la Ilustración tiene la muy distinta preocupación de que la ociosidad sea un modo de vida demasiado placentero y amenace no tanto nuestra existencia orgánica o nuestra felicidad, sino nuestro ser superior.
(2) Un tema recurrente en el relato de la ociosidad de Burton es que se trata de un lujo reservado a los que se cuentan entre la nobleza. De hecho, ve la ociosidad física como «el distintivo de la nobleza».8 Al mismo tiempo, no piensa en la clase aristocrática como indolente, es decir, como inactiva desde el punto de vista físico. Su ociosidad parece consistir en su libertad para evitar el trabajo de verdad. En cambio, emplean su tiempo en un compromiso concertado para jugar. Su dedicación a «entretenimientos, recreaciones y pasatiempos», por muy exigentes que puedan llegar a ser desde el punto de vista físico, puede contarse como ociosidad. Lo que separa a estos esfuerzos de los más aceptables es que no están estimulados por una «vocación». Dado que no parte de la vocación, el juego es, por alguna razón, inútil, y sobre esa base, ocioso. No puede decirse que la distinción sea indiscutible cuando se aplica a las dos esferas. Burton intenta ayudarnos, estipulando que la actividad vocacional implica «esforzarse» en pos de algún tipo de fin significativo.9 Pero esto no la separa realmente de los tumultuosos pero habilidosos placeres de «la cetrería, la caza, etc., y tales deportes y recreaciones». Burton se queda solo con una exclusión firme y convencional de esos placeres de la categoría de «trabajo honesto».10
Es más significativo, en cualquier caso, que lo que se considera trabajo honesto no equivale a la productividad. Entre las recomendaciones de Burton para «expulsar la ociosidad y la melancolía» está el estudio intensivo. Sin duda, esto refleja la preferencia de un apasionado de los libros como Burton. Cita, con conformidad, una conocida frase de la octogésima segunda epístola de Séneca: «Estar desocupado y sin libros es otro infierno, es estar enterrado en vida».11 No parece seguir la idea que Séneca postula en De otio de que la contemplación estudiosa, y el apartarse de la vida civil para esparcirse, puede llevar a una mejora de la república. En ese ensayo, Séneca plantea la teoría de una república que no es reducible a los acuerdos existentes del Estado. Se está refiriendo a los tipos de actor político ideal en los que a veces podemos llegar a convertirnos solo cuando tenemos la libertad de dedicar nuestro tiempo a la reflexión filosófica. Podemos ser teóricos cuando ya no tenemos que arriesgar nuestros principios para satisfacer las necesidades de la política cotidiana. Séneca escribe que «no solo podemos servir también en el ocio a la mayor de esas repúblicas [res publica], sino que precisamente en el ocio [in otio] nos encontramos en la mejor posición para preguntarnos qué es la virtud...». Por ese motivo rechaza la acusación de que está recomendando la contemplación por la contemplación: «así es un bien débil e imperfecto dedicar la virtud al ocio sin actuar ni dar muestra de lo que se ha aprendido, porque, al cabo, se trata de cosas que deben combinarse entre sí».12 Alejarse de las exigencias de la vida diaria y volverse hacia la contemplación ociosa resulta ser al final beneficioso para el actor político. El hecho de que Séneca clarifique que la contemplación es «sin espíritu» si no informa de la forma en que vivimos supone una afirmación que podría haberle sido útil a Burton. Podría haberle proporcionado una manera decisiva de diferenciar entre el estudio intensivo y el ocio intensivo. La «vocación» del primero en el texto de Séneca es su contribución a un Estado mejor. En cambio, Burton deja a su preferencia por los libros sin un principio seguro con el que distinguirse del ocio concertado.
La recomendación de Burton, en contraste con la de Séneca, parece ser, en esencia, que utilicemos el estudio para ocupar la mente y que la mantengamos disciplinada emprendiendo tareas difíciles. Al parecer es posible que, en efecto, esas tareas nos acerquen a lo divino, pero su principal objetivo es defendernos de la melancolía. Burton nos advierte que el «estudio excesivo» también puede ser destructivo. En exceso, el estudio se convierte en una forma de soledad que, una vez más, provoca melancolía. Las mujeres, opina Burton, deben protegerse de la melancolía por medios distintos: deberían abordar «en lugar de laboriosos estudios [...] entretenidas labores, bordados, hilados, encajes de bolillos y muchos bonitos modelos de su propia manufactura para adornar sus casas; cojines, tapices, sillas, escabeles [...] confecciones, conservas, destilaciones, etc., que muestran a sus visitas...». Un último punto que extraer de la concepción de Burton de las ocupaciones no ociosas es que ni el estudio ni las artes decorativas son productivos en el sentido económico. Lo que se produce a través de ellos está limitado o a la mente del erudito o al hogar: la comunidad en general no obtiene ninguna ganancia, al menos en el relato de Burton. Lo que resulta valioso de estas actividades es sobre todo que exigen dedicación, que, al distraerlos de los pensamientos autodestructivos, ofrecen un reposo interior a quienes las acometen. Se mantienen a raya la ociosidad, la melancolía inducida y la maldad. Burto...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Dedicatoria
  4. Introducción. Filosofía y ociosidad
  5. 1. Nuestro mérito para la libertad
  6. 2. Trabajo, ociosidad y respeto
  7. 3. Los desafíos del aburrimiento
  8. 4. El juego como ociosidad
  9. 5. La ociosidad como libertad
  10. Agradecimientos
  11. Notas
  12. índice analítico
  13. Acerca de "Elogio de la ociosidad"
  14. Sobre el autor
  15. Créditos
  16. Otros títulos de la editorial