El arte de dar y recibir
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El arte de dar y recibir

Un manual de sabiduría clásica sobre los beneficios de la generosidad y la gratitud

  1. 144 páginas
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El arte de dar y recibir

Un manual de sabiduría clásica sobre los beneficios de la generosidad y la gratitud

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Un manual de sabiduría clásica sobre la generosidad y la gratitud escrito por Séneca, uno de los máximos representantes del estoicismo.

¿Cuándo fue la última vez que hiciste un regalo? Quizá en una de esas ocasiones en que son prácticamente obligatorios —un cumpleaños, una boda— o tal vez fue algo más espontáneo, como llevar una botella de vino a una cena. Seguramente no te paraste a considerar que la capacidad de dar, como sostiene el gran pensador estoico Séneca, es parte esencial de lo que nos hace humanos.

Séneca afirma que el impulso de dar a los demás constituye el fundamento mismo de la sociedad. Sin la capacidad de ayudarnos unos a otros, de compartir recursos, somos criaturas indefensas con pocas posibilidades de sobrevivir. Pero no se trata de dar de cualquier manera. Cuando hay segundas intenciones, el dar se degrada y se convierte en otra cosa. La belleza del mundo nos recuerda que la creación es el regalo supremo que la divinidad nos otorga sin esperar nada a cambio. Para Séneca, estamos llamados a dar a la manera de los dioses.

El arte de dar y recibir presenta una magnífica selección de pasajes del tratado más extenso y minucioso de Séneca, Sobre los beneficios. Presentada con una introducción esclarecedora, esta obra transmite la esencia del pensamiento del autor sobre un tema de interés perenne: el significado profundo de la generosidad y la gratitud.

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Información

Editorial
K?an Libros
Año
2021
ISBN
9788418223259

EL ARTE DE DAR Y RECIBIR

Como es habitual, Séneca dedica su De beneficiis a un amigo o pariente, en este caso un tal Aebutius Liberalis, del que casi nada se sabe. Quizá su nombre, que significa «generoso», explique al menos en parte por qué el autor le dirige el tratado. En todo caso, la idea de un interlocutor único es en gran medida recurso retórico ficticio, pues el autor desea llegar al público general.
Séneca comienza su disertación sobre el arte de dar y recibir con una serie de consideraciones generales que aluden a los temas centrales de la obra: dar no es semejante a prestar, ya que al dar no se debe esperar ni exigir nada a cambio; la gratitud es tan importante como saber perdonar la ingratitud; la intención y la actitud son aspectos fundamentales de la generosidad; debemos emular a los dioses en su generosidad. Tras esta panorámica, el autor se centra, a partir del libro 5 (p. 81), en una serie de enseñanzas más rigurosas.
(1.1)1 Entre los muchos y muy variados defectos de las personas descuidadas y negligentes, mi querido Liberal, pocos son peores que el no saber dar ni recibir. La consecuencia de este defecto es que los regalos y favores mal hechos se tornan en pérdidas. Cuando alguien comienza a quejarse de la falta de gratitud de otro, es demasiado tarde. Sus favores y regalos eran ya pérdidas en el mismo momento en que se hacían. No debemos sorprendernos de que entre nuestros mayores y más numerosos defectos los más comunes sean los procedentes de un corazón ingrato.2 Desde mi punto de vista, hay múltiples motivos para ello.
El primero es dar sin elegir al receptor adecuado. En cambio, cuando prestamos,3 bien que estudiamos el patrimonio y el estilo de vida del prestatario. En la siembra, no lanzamos semillas en suelo estéril, y sin embargo, en lo tocante a regalos y favores, lo más común es desperdiciar sin criterio alguno en lugar de simplemente dar.
Me resulta sumamente difícil discernir qué es peor, rechazar lo recibido o exigir compensación por lo dado. La naturaleza de este tipo de transacción consiste en aceptar tan solo aquello que se ofrece libremente. La ruina es vergonzante cuando el moroso trata de saldar su deuda con dinero y no con gratitud. Solo quienes se sienten en deuda pagan sus deudas.
Somos tan culpables cuando nos negamos a sentir agradecimiento como cuando nos empeñamos en encontrar y fabricar gente ingrata constantemente. Unas veces nos comportamos como cobradores exigentes y rigurosos, otras somos inconstantes y nos arrepentimos de la buena obra en cuanto la realizamos, y otras discutimos y peleamos por nimiedades. Así, solo conseguimos echar a perder la gratitud y la buena voluntad tanto por la buena obra realizada como por la que estamos realizando.
¿Quién responde a una petición formulada con poca educación o solo una vez? ¿Quién, pensando que le van a pedir algo, no alza la ceja, vuelve el rostro, finge estar ocupado y, con largos e infinitos argumentos, niega al necesitado la posibilidad de realizar su petición, y se desentiende de sus problemas con arteras excusas? ¿Quién, ya puesto en el compromiso, no retrasa el cumplimiento del favor (lo cual no es más que una forma cobarde de negación) o promete cumplirlo en el futuro, pero de mala gana, con ceño fruncido y palabras agrias pronunciadas entre dientes? De todo esto se concluye que nadie devuelve de buen grado lo que no se le da con buena voluntad.
¿Quién puede sentir gratitud por un favor realizado con arrogancia, por un regalo concedido con ira, de mala gana o solo para quitarse a la persona que pide de encima? Es un error pensar que aquellos a quienes exasperamos con la demora y torturamos con la esperanza nos vayan a estar agradecidos. Los regalos y las buenas obras se devuelven con la misma voluntad con que se conceden. No han de concederse a la ligera. Pues los que obtienen algo concedido de manera irreflexiva creen estar en deuda solo consigo mismos. Los regalos y favores deben otorgarse sin tardanza: en cualquier servicio, favor o regalo, se valora sobre todo la voluntad del que concede y el que se demora siempre parece reticente.
Es primordial no avergonzar jamás al receptor. Pues es connatural a la naturaleza humana que las ofensas echen raíces más hondas que los favores, que a menudo desaparecen volando de la memoria, mientras que, por el contrario, aquellas permanecen. ¿Qué puede esperar quien por hacer una buena obra incurre en una ofensa? Si nos llegan a perdonar semejante «favor», ya podemos darnos por agradecidos.
(1.1.9) Ahora bien, la proliferación de los ingratos no debe impedirnos el ejercicio de la generosidad. En primer lugar, como dije antes, somos nosotros quienes los fabricamos y aumentamos en número. En segundo lugar, ni siquiera los dioses inmortales cesan en su abundante e infinita bondad a causa de las personas ingratas e impías que los desatienden. Simplemente siguen su naturaleza y las ayudan a todas por igual, incluso a los que no saben comprender sus favores. Sigamos su ejemplo, en la medida en que nuestra torpeza humana nos lo permita. Demos en lugar de prestar a crédito. Los que hacen favores con la mente puesta en lo que recibirán a cambio merecen ser engañados.
«Pero supongamos que nos salen mal los favores»,4 objetas. Piensa, por ejemplo, en nuestras esposas e hijos, que a menudo nos han decepcionado. Aun así, seguimos casándonos y procreando. Es más, somos tan tenaces, tan perseverantes, que somos capaces de volver a la guerra tras una derrota y a la mar tras un naufragio. ¿No te parece correcto aplicar esa misma perseverancia al arte de dar?
Si alguien se niega a hacer un favor por el simple hecho de que quizá no se lo devuelvan, es porque da solo con la intención de recibir. Y así, carga de razones a los ingratos, cuyo defecto es no devolver lo recibido siempre que pueden. ¿Cuántas personas no merecedoras de la luz del sol caminan por la tierra, y sin embargo amanece todos los días? ¿Cuántas personas lamentan haber nacido, y sin embargo la Naturaleza sigue trayendo al mundo generación tras generación y concediendo la existencia incluso a quienes preferirían no tenerla?
Aprende a reconocer los indicios: un corazón grande y bueno es el que practica la generosidad sin esperar nada a cambio y se afana en seguir hallando buenas personas, incluso habiendo conocido a las peores. ¿Dónde está la magnificencia de la persona que hace el bien a muchos sin que jamás alguien se aproveche de ella?
(1.2.3) La contabilidad de la buena obra es muy simple. Alguien concede algo a alguien. Si algo le viene de vuelta, lo considera una ganancia. Pero si no, no lo juzga como pérdida. Doy por el hecho mismo de dar. Las buenas obras no se inscriben en un libro de cuentas ni se registran con fecha y firma como haría un acreedor avaricioso. La buena persona no vuelve a pensar en la buena obra hasta que el deudor se la recuerda al devolvérsela. Lo contrario recibe el nombre de préstamo o incluso de crédito. Tratar un regalo o favor como una especie de factura es una bajeza propia de usureros. Independientemente de lo que haya pasado con previos regalos y favores, continúa siendo generoso, y en mayor medida, puede que así tu generosidad se grabe en la memoria del ingrato. Tal vez un día cambie de actitud por vergüenza, por suerte o por imitación de quienes son mejores que él.
No te rindas, persevera, cumple las obligaciones que impone la bondad. Ayuda a uno con dinero, a otro con un préstamo, a un tercero con tus influencias, a aquel con tu consejo, y al de más allá con una buena enseñanza. Hasta las bestias salvajes perciben la bondad de sus cuidadores. No existe animal que el buen cuidado no domestique o el amor no aplaque. Los domadores les abren las fauces a sus leones sin peligro. El alimento vuelve manso y obediente al elefante salvaje. El cuidado y la dedicación conquistan incluso a las criaturas que no saben entender ni apreciar lo que se hace por ellas. ¿Aquel ha respondido con ingratitud a tus favores? Mañana será otro día. ¿Aquel otro se ha olvidado de dos buenas obras? Una tercera le refrescará la memoria.
Las personas que llegan demasiado deprisa a la conclusión de que andan desperdiciando su buena voluntad acabarán de hecho desperdiciándola. Pero los que insisten y añaden bien al bien acabarán obteniendo la gratitud hasta del corazón más duro y desmemoriado. Los favorecidos se verán obligados a tragarse el orgullo ante tantas buenas obras. Hagan lo que hagan para no escuchar los dictados de su consciencia, tú mantente imperturbable y continúa rodeándolos de favores.
(1.5) Paso ahora a explicarte lo primero que tenemos que aprender: qué le debemos al que nos da. Hay quien piensa que la deuda es la cantidad de dinero prestada, el cargo político o sacerdotal que le han concedido o el gobierno de la provincia que le han asignado. Sin embargo, todo eso es la señal de la dádiva, no la dádiva en sí misma. Los regalos y favores no se pueden tocar con la mano. Se perciben con el corazón. Hay un abismo entre la dádiva y el acto de dar. El regalo no es el oro, la plata, ni ninguno de los objetos —materiales unos e inmateriales otros—, que tanto nos importan; la dádiva es la intención de quien da.
Solo el ignorante tiene en cuenta lo material, lo que puede poseerse y entregarse, y por eso presta poca o ninguna atención a lo que es en realidad valioso y no tiene precio. Todo lo que tocamos con los dedos y vemos con los ojos, todos los objetos a los que el deseo nos amarra son perecederos. La Fortuna y la maldad humana pueden arrebatárnoslos en cualquier momento. Pero un regalo, un favor o una buena obra perduran incluso después de desaparecido el objeto mismo, el vehículo que lo trajo a nosotros.5 Se trata de un acto de virtud. Nada en el mundo puede arrebatarle el valor.
(1.6) ¿Qué son, pues, los regalos y buenas obras? Son actos de generosidad que se llevan a cabo de manera voluntaria y con buena disposición, y que al mismo tiempo generan y cosechan alegría por medio del acto de dar. No importa qué se dé ni qué se reciba, lo importante es la actitud, ya que el regalo no es el objeto sino lo que yace en el ánimo de quien da. El siguiente ejemplo te aclarará las diferencias: un regalo o un favor son ciertamente buenos, en cambio la cosa dada o hecha no es ni buena ni mala. Es el corazón quien eleva lo pequeño, ilumina lo deslucido o condena al deshonor lo que en determinado momento pareció digno y valioso. Los objetos que codicias son en sí mismos neutros, ni buenos ni malos en esencia. Lo que cuenta es hacia dónde los dirige el Principio Rector, aquel del que las cosas toman su forma. Ni el regalo es la cosa tangible que se entrega, ni el sacrificio es el número de animales que se ofrecen a los dioses, por muy lustrosos que estén y muy dorados que tengan los cuernos, sino la sinceridad y devoción de la fe de los oferentes. A la persona buena le basta con un cuenco de cereal o de harina para cumplir con sus obligaciones religiosas; la mala persona, en cambio, no puede huir de la impiedad, por muchos cubos de sangre que derrame en los altares de sacrificio.
Si los regalos y favores fueran cosas en lugar de intención, su valor sería proporcional al tamaño del objeto recibido. Y sin embargo, no es así, como lo demuestra el hecho de que con frecuencia debemos más a quien nos ha dado poco pero con gran generosidad, a quien «iguala en corazón la riqueza de los reyes»,6 a quien nos ha prestado apenas unas monedas pero con ánimo alegre, a quien ha olvidado su pobreza por preocuparse de la nuestra, a quien no solo ha tenido la voluntad sino el deseo de prestarnos su ayuda, a quien ha sentido que recibía un regalo al hacérnoslo, a quien nos ha dado sin pensar si le devolveríamos, a quien, cuando hemos saldado la deuda, no recordaba habernos prestado, a quien ha buscado y aprovechado la ocasión de ayudarnos. Por el contrario, todos esos «regalos», esos «favores», esas «buenas obras», son mezquinas si se consiguen a la fuerza o se conceden de mala gana, por muy magníficas que parezcan en forma y sustancia. Bienvenido lo que procede no de la riqueza sino de la buena voluntad. «Una persona me ha dado poco, pero no podía darme más. Otra persona me ha dado mucho, pero ha tardado, me ha hecho esperar y me lo ha entregado con resoplidos y altanería; y encima después ha pregonado el favor por toda la ciudad: desde luego, su intención no era acudir en mi auxilio. El verdadero receptor de sus favores no he sido yo, sino su propia ostentación.»
(1.11) Pensemos ahora qué regalos deben hacerse y cómo. En primer lugar, los regalos deben ser necesarios; luego, útiles; y por último, deben producir placer y ser duraderos. Analicemos en primer lugar lo necesario, ya que existen diversas opiniones acerca de lo que engendra la vida, la embellece o la conserva. Hay cosas de las que podemos prescindir sin esfuerzo. Es fácil sopesarlas con ojo crítico y decir: «Quédatelo, no lo necesito. Me basta y sobra con lo que tengo». Y es que a veces es más placentero no recibir que devolver.
Existen tres tipos de cosas necesarias: aquellas sin las que no podemos vivir; aquellas sin las que no debemos vivir, y aquellas sin las que no queremos vivir. Entre las primeras se cuentan el ser rescatado de las manos del enemigo, de la ira del tirano, de la proscripción7 y de otros varios peligros que acechan al ser humano. (1.11.4) Entre las segundas incluimos la libertad, la virtud y la cordura, sin las que podemos sobrevivir, pero de tal modo que es preferible la muerte. Por último, está lo que amamos por cercanía, parentesco, familiaridad o costumbre, como los hijos, cónyuges, dioses familiares y cosas similares a las que el ánimo se apega tanto que consideramos más grave prescindir de ellas que seguir viviendo.
Las cosas útiles son muchas y variadas. Aqu...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Introducción
  4. El arte de dar y recibir
  5. Epístola moral 81
  6. Notas
  7. Sobre este libro
  8. Sobre James S. Romm
  9. Créditos
  10. Otros títulos de la editorial