1
EL NACIMIENTO DE UNA TEORÍA
«Postulado de Kipling»
Toda teoría tiene sus axiomas, postulados, teoremas y principios. No te asustes, no es mi intención ponerme muy teórico. Pero sí me parece interesante, antes de entrar en materia, recordar algunos conceptos básicos, ni que sea para darle solidez al relato.
Tanto los axiomas como los postulados son considerados verdades esenciales, certezas absolutas que no requieren de demostración.
Luego están los teoremas, que sí necesitan de una comprobación.
Finalmente, nacen los principios, que cuando han sido demostrados adquieren carácter de ley.
Siento la necesidad de iniciar esta aventura con un postulado contundente. Con un rayo de luz indubitable. Con algo que impacte. Lo llamaré «Postulado de Kipling». Está inspirado en dos míticos versos del poema «If», de Rudyard Kipling. Me los recitó mi padre hace mucho tiempo —tendría yo once o doce años— y quedaron grabados en mi memoria.
«(...) Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso, y tratar a esos dos impostores de igual manera (...)»
Creí haberlos comprendido muchas veces. Pero hoy puedo decir que me ha llevado más de treinta años hacerlo en profundidad, con sus extensas raíces y múltiples derivadas.
Así pues, con toda la solemnidad que el momento merece, mientras bebo un vaso de leche de arroz, en Barcelona, en una noche de marzo del año 2019, me dispongo a convertirlos en el primer e indiscutible postulado de esta recién estrenada teoría:
Postulado de Kipling
Los triunfos son mentira. Los fracasos son mentira. No existen. Son una trampa. Los triunfos y los fracasos son ficción.
Respiro con alivio: tenemos el primer postulado. El primer paso, el más difícil, ya está dado.
Solo queda el resto del viaje. Solo queda la segunda mitad.
2
DÍSELO CANTANDO. O NO
«Teorema del Dolor y de la Ilusión»
Año 2014. Barcelona. Son las dos y veinte de la madrugada de un día entre semana. Apuro las últimas caladas del cigarrillo mientras miro obsesivamente por la ventana. La calle Roger de Flor me devuelve una imagen casi parisina, con lluvia en los cristales, charcos en el suelo y un efecto espejo en las aceras que bien podría inspirar un cuadro impresionista. Muy bucólico, salvo por el hecho de que estoy al borde de una crisis de ansiedad.
Todo empezó con muchísima ilusión, con un sueño fantástico. Decidí crear un producto llamado Timeless Box, ideado para mandar regalos y emociones al futuro. Una idea que sedujo a cientos de clientes alrededor del mundo en una campaña de preventa que se hizo larga y áspera como subir el Everest sin bombonas de oxígeno.
La misma idea que, paradójicamente, más de un año después de invertir en ella ingentes cantidades de sudor y dinero, me ha traído hasta aquí: un fracaso cercano, las manos temblorosas y altísimas dosis de insomnio.
Leo y releo un comunicado que voy a mandar a más de doscientas personas distribuidas por todo el mundo. En él les cuento —de hecho, les canto, porque he decidido mandarles mi mensaje en forma de canción— que no hay cajas, que se hundió el proyecto y que no van a recibir el producto que llevan meses esperando. Les explico que mi intención es seguir luchando, pero que no hay garantía alguna de que consiga llegar a buen puerto. Para concluir, pongo en sus manos el destino último de los pocos fondos económicos que me quedan, ofreciéndome a devolver el dinero a quienes así lo deseen.
Paseo nerviosamente por el piso.
Observo una vez más el botón de «Enviar».
Intento esbozar nuevamente un plan alternativo, una salida —¿heroica?— que me permita fabricar el producto a tiempo.
Vuelvo a recordar las respuestas negativas de fabricantes y proveedores. Los presupuestos imposibles. Las visitas a fábricas. Los «sí, sí, es viable fabricarla» que con el tiempo viraron a «no, no es viable, lo sentimos».
Nunca me había sentido tan impotente, tan incapaz. He dado lo mejor de mí mismo para salir adelante. Me he consumido buscando soluciones. Pero todas las tentativas han acabado despeñadas.
Dan las tres. Sigue lloviendo. Me siento de nuevo delante del ordenador. Dos botones me interrogan desde la pantalla, ajenos a mis tribulaciones:
«Enviar» o «Cancelar».
Pulsar el primer botón implica rendirme, confesar el fracaso y aguantar el previsible chaparrón de quejas. Además, las reacciones que pueda generar la canción son difíciles de prever. ¿Sentará bien la ironía? ¿Suavizará el mensaje? ¿O hundirá aún más mi ya comprometida credibilidad?
Pulsar el segundo botón implica seguir peleando, con los costes personales y económicos que conlleva. Costes que, a estas alturas, dudo seriamente que pueda asumir.
Elijo.
Pulso uno de los botones, apago el ordenador y me voy a dormir.
Desde mi cama escucho el canturrear de la lluvia acariciando los ventanales de la habitación. Recuerdo el estribillo de la canción que he compuesto.
«The Timeless Box has turned to be,
more timeless than we thought...
We’re gonna keep fighting for it,
but nothing’s guaranteed.
Now you can stay, or you can leave,
whatever will be fine.
This timeless thank-you song is for you.
Sincerely, Honest and Smile!»
Todo sigue siendo muy poético.
Quizá esta noche logre, al fin, dormir.
Teorema del Dolor y de la Ilusión
El Dolor de un fracaso es proporcional a la Ilusión invertida en el proyecto que fracasa.
Podría establecer como prueba irrefutable de este teorema mi experiencia personal con la Timeless Box, aunque he podido validarlo en otras tantas ocasiones, muchas más de las que me hubiese gustado.
Es un hecho comprobado: cuando se nos hunde un proyecto, el dolor que experimentamos está íntimamente vinculado a la ilusión que habíamos invertido en él.
Si nos ponemos muy rigurosos, cabría la posibilidad de expresar el teorema con una ecuación matemática. Lo siento, soy físico. Me encantan las ecuaciones. Pero no te asustes, prometo mantenerlo todo muy sencillo.
Ilusión = Dolor
¿Qué te parece? ¿Te satisface mi propuesta?
A simple vista, parece correcta. Pero no lo es. La ecuación afirma que la cantidad de dolor equivale a la cantidad de ilusión. Sin embargo, el teorema dice que son proporcionales, no equivalentes.
Proporcionales. De esta sutil palabra nacerá algo luminoso.
Dos cosas son proporcionales cuando, al aumentar la primera, aumenta automáticamente la segunda. Por ejemplo, si una moto pasa por delante de tu casa, el ruido que emite su motor en la calle es proporcional al ruido que tú oyes dentro. Sin embargo, y afortunadamente, estos dos ruidos no son equivalentes. Si lo fueran, mañana mismo se hundirían todas las empresas que venden sistemas de doble cristal aislante.
Entre el ruido de la calle y el ruido que oímos dentro de casa hay un maravilloso invento llamado ventana, que filtra las vibraciones y nos protege no solo del frío y de la lluvia, sino también de los ruidos.
¿Y si, de manera similar, lográsemos colocar una «ventana emocional» entre el dolor y la ilusión, para amortiguar la tristeza que eventualmente nos produce el final frustrado de un proyecto?
La mala noticia es que es imposible ilusionarse con algo y no experimentar dolor si ese algo fracasa. La buena es que todos tenemos la capacidad de crear múltiples «ventanas emocionales» en nuestro interior, que nos pueden ayudar a filtrar y reducir el dolor.
¿Qué tipo de «ventanas emocionales» puedes elaborar? No puedo darte una respuesta personalizada. Dependerá de ti y de las causas profundas que te hacen sufrir ante eventuales tropiezos. No te enfades. Este es un libro de #NoAutoayuda. No tengo «café para todos» ni consejos genéricos.
Sí puedo compartir contigo algunas «ventanas emocionales» que a mí me han ayudado a filtrar el sufrimiento.
Por ejemplo: A menudo utilizo «el filtro del columpio». Cuando inicio un nuevo proyecto, procuro revisar honestamente qué se esconde detrás de las expectativas que me autoconstruyo, intentando gestionarlas con calma. Lo hago porque sé que mi ego, a veces, tiende a ilusionarse demasiado. O, mejor dicho, de mane...