EL ARTE DE ENVEJECER 1
Dedicatoria a mi amigo Ático: «Tito, si consigo serte de ayuda, si logro aligerar las preocupaciones que gravan y minan tu pecho, ¿cuál será mi recompensa?».
Te hablo, Ático, con los mismos versos que «aquel hombre pobre en riquezas y rico en lealtades» dirigió a Flaminino, por mucho que tú, a diferencia de Flaminino, no «vives día y noche agobiado por las preocupaciones».
Bien sé que eres persona dotada de moderación y templanza y que en Atenas has adquirido un espíritu cultivado y prudente, no solo un simple sobrenombre. Sin embargo, mucho me temo que la actual situación política te atormente tanto como a mí. Desafortunadamente, es imposible hallarle solución, de modo que mejor será dejar el tema para otro momento.
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Por eso, y para aligerarnos los hombros a ambos, voy a escribirte un tratado sobre la vejez, pues nos aflige ya por igual, o al menos se nos echa encima igual de rápida e inexorable. Ya sé que tú te enfrentas a ella, y lo seguirás haciendo en el futuro, con la serenidad y la sabiduría con que afrontas las tribulaciones. A pesar de todo, mientras escribía el texto, sabía que eres la persona idónea a quien dedicárselo; ojalá nos beneficie a los dos. De hecho, he disfrutado tanto con él, que no solo se me han disipado de la mente las desventajas de la vejez, sino que he llegado a creerla una etapa agradable y gozosa.
Doy gracias a la providencia por la filosofía, pues su práctica y estudio nos permiten disfrutar de las distintas etapas de la vida.
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Tú y yo siempre hemos hablado largo y tendido sobre los temas más variados, pero, como te decía, este libro que ahora te envío trata sobre el arte de envejecer. Aristón de Ceos puso a Titono de protagonista en su obra sobre la vejez, pero en mi opinión es un error conferir tanta autoridad a un personaje ficticio. Por eso, y para que sus palabras calen más profundo en los lectores, el mío será Marco Catón el Viejo. Imaginemos que Lelio y Escipión han venido a visitarle a su casa. Los dos jóvenes le comentan cuánto admiran lo bien que lleva la edad. Si te parece que las palabras de Catón son más elevadas que las de sus escritos, atribúyelo a la literatura griega que con tanta aplicación estudió durante sus últimos años.
Basta de preámbulos. Veamos qué tal desarrolla Catón mis pensamientos sobre el arte de envejecer.
LA CONVERSACIÓN CON CATÓN
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ESCIPIÓN: Cayo Lelio y yo siempre te hemos alabado por tus amplios y profundos conocimientos, Catón, pero lo que realmente nos admira de ti es que la vejez no te afecta, a diferencia de tantos ancianos que parece que llevan el mismísimo Etna sobre las espaldas.
CATÓN: Creo, jóvenes amigos, que vuestra admiración es infundada. La edad siempre pesa a quienes carecen de recursos para vivir plena y felizmente; por el contrario, la ley de la naturaleza no hace sufrir a quienes los buscan en su interior. La vejez es un claro ejemplo. Todo el mundo quiere llegar a viejo, pero en cuanto lo logran, todo son quejas. Así de necios e incoherentes somos los seres humanos.
Protestamos porque la vejez se nos echa encima mucho antes de lo que esperábamos. Sin embargo, en primer lugar, ¿de quién es la culpa de semejante error de cálculo? ¿Acaso la vejez conquista a la juventud más deprisa que esta a la niñez? Y además, ¿sería menos molesta si en vez de ochenta años viviéramos ochocientos? La edad no importa: al necio nada lo consuela de la fugacidad de los años.
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Por tanto, si me admiráis por mi sabiduría, y ojalá fuera yo digno tanto de vuestra admiración como de mi sobrenombre, os diré que mi único mérito es seguir al pie de la letra los dictados de la naturaleza y obedecerla como a una diosa. Dudo mucho que tan eficaz dramaturga descuide el último acto del drama de la vida después de haber planeado tan minuciosamente los anteriores. Además, el sabio, cuando se ve caduco y marchito como el fruto que ha perdido la sazón, debe darse cuenta de que el fin es necesario y aceptarlo con serenidad. Enfrentarse a la naturaleza es tan inútil como la guerra de los gigantes contra los dioses.
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LELIO: Es cierto lo que dices, Catón. Pero como también nosotros deseamos llegar a viejos, te agradeceríamos, y aquí hablo también por Escipión, que nos enseñaras a usar la razón para soportar el peso de los años.
CATÓN: Será un placer, Lelio, si así lo deseáis.
LELIO: Lo deseamos, no te quepa duda. Explícanos, si no te importa, cómo es el lugar al que has llegado tú, que has recorrido buena parte del camino que a nosotros nos queda por recorrer.
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CATÓN: Veamos qué se puede hacer. A menudo escucho a gente de mi edad —pues como dice el refrán «Dios los cría y ellos se juntan»—, por ejemplo, a Cayo Salinator y a Espurio Albino, casi contemporáneos míos y antiguos cónsules, lamentarse de que la vejez les ha arrebatado los placeres sensuales, sin los que la vida, al menos su vida, no tiene sentido. También protestan porque los menosprecian quienes antes los adulaban. A mi modo de ver, se quejan sin motivo. Si la vejez fuera el verdadero problema, a todos los ancianos nos ocurriría lo mismo. Yo conozco, en cambio, a muchas personas de edad que ni se quejan, ni echan de menos la esclavitud de las pasiones sensuales, ni han sido olvidados por sus amistades. Como decía antes, la culpa de esos males no está en los años sino en la falta de carácter. Para soportar la edad dignamente, hace falta serenidad, moderación y sensatez. Los intemperantes y los mezquinos son infelices toda la vida.
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LELIO: Eso es verdad, Catón. ¿Y qué respondes a quienes dicen que tu situación económica y tu estatus social, privilegios que no están al alcance de cualquiera, es lo que te ha permitido envejecer tan cómodamente?
CATÓN: Efectivamente, eso influye, Lelio, pero no lo es todo. Recuerda la respuesta de Temístocles a aquel hombre de Serifos que le reprochaba haber alcanzado la fama gracias a la gloria de su patria, no por sus propios méritos: «Por Hércules que eso es cierto. Ni yo habría sido famoso jamás si hubiera nacido en Serifos, ni tú si hubieras nacido en Atenas». De la vejez puede decirse algo parecido. Para el pobre, por muy sabio que sea, es una pesada carga, pero al necio no le alegra la vejez ni todo el oro del mundo.
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La mejor estrategia para mantenerla a raya, queridos Escipión y Lelio, es cultivar las artes y practicar la virtud durante toda la vida. Cuando pasan los años y se aproxima el fin, la virtud, la conciencia de una vida honrada y el recuerdo de las buenas obras continúan dándonos frutos maravillosos y numerosas satisfacciones.
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De joven admiré mucho a Quinto Fabio Máximo, el general que recuperó Tarento de los cartagineses. Parecíamos hasta de la misma edad, a pesar de que era mucho mayor que yo. Era un hombre austero pero amable, y los años no le habían hecho mella. Cuando lo conocí, tenía ya una edad. Yo nací un año después de su primer consulado, y durante su cuarta legislatura serví a sus órdenes en el ejército, primero en la campaña de Capua y cinco años después en la de Tarento. Cuando cuatro años más tarde, siendo cónsules Tudetano y Cétego, se me nombró cuestor, Quinto Fabio, ya todo un anciano, pronunció sus discursos a favor de la Ley Cincia sobre regalos y remuneraciones.
A pesar de sus canas, hacía la guerra como un joven y su perseverancia doblegó la belicosidad juvenil de Aníbal. Mi amigo Ennio, que siempre lo tuvo en muy alta estima, dijo de él: «Un hombre salvó al país a base de aplazamientos. Se negó a poner su reputación por encima de la integridad de Roma. Por eso su gloria brilla ahora más que nunca».
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¡Con qué inteligencia y habilidad recuperó Tarento! Recuerdo haber oído al general Salinator, que se había refugiado en la fortaleza tras perder la ciudad, vanagloriarse diciendo «Quinto Fabio, has reconquistado Tarento gracias a mí». Fabio soltó una carcajada y respondió: «Qué razón tienes. Si no la hubieras perdido, no habría tenido yo que venir a reconquistarla».
Fue tan buen soldado como senador. Durante su segundo consulado, y a pesar del silencio de su homólogo Espurio Carvilio, se opuso a los intentos del tribuno Cayo Flaminio de parcelar ilegalmente las tierras de Picena y la Galia. En su época de augur, se atrevió a decir que los auspicios favorecen a lo que beneficie al Estado y se oponen a lo que lo perjudique.
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Os aseguro por experiencia que de entre sus muchas y muy grandes cualidades, la más impresionante era la entereza. Lo demostró con la muerte de su hijo, un distinguido cónsul. Por aquí tengo el elogio fúnebre que le escribió. Leedlo y comprobaréis que es digno del mejor filósofo. Era un modelo a imitar, tanto en el ámbito de lo público como en lo íntimo. Su conversación, su sentido ético, su conocimiento del pasado y su sabiduría en materia de derecho augural eran impresionantes. A pesar de ser romano, era muy culto y su especialidad era la guerra, tanto la interna como la externa. Siempre lo escuché con suma atención, porque sabía que tras su muerte no me quedaría nadie de quien aprender.
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He hablado tanto acerca de Quinto Fabio Máximo para que reparéis en el error de tachar de infeliz una vejez como la suya. Evidentemente, ser un Escipión o un Fabio y hablar de las ciudades que uno ha conquistado, de las batallas que ha librado por tierra y mar, de las campañas en las que ha participado y de los triunfos que ha conseguido no está al alcance de cua...