Las calicatas por la Santa Librada
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Las calicatas por la Santa Librada

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Las calicatas por la Santa Librada

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Un hecho real —la desaparición de una locomotoraen la inmediata postguerra española y su búsquedapor parte de un teniente y un par de soldados, durantedos años— es el origen de Las calicatas por laSanta Librada; un retrato, por momentos sarcásticoy, por momentos, conmovedor, de tan aciago periodode la reciente historia de España.Las calicatas por la Santa Librada desborda las convencionesde la novela al uso, por la variedad de materiales(documentos administrativos, sentenciasjudiciales, artículos de prensa, cartas…) que la constituyen, y por el puñado de relatos que la van trenzandohasta plasmar una vívida estampa de laépoca, concebida siempre desde el humorismo, aveces, descarnado y, otras, de una emocionante ternura.Drácena publica por fin este prodigioso y desmesuradorelato que resultó finalista absoluto del XXIIIPremio Azorín de novela.

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Información

Editorial
Dracena
Año
2020
ISBN
9788412155501
Categoría
Literatura

Primera calicata:

Cuando en una ciudad, postrada como Troya,

se echó en falta una locomotora llamada

Santa Librada.

Y qué decir de nuestra madre España,
este país de todos los demonios
en donde el mal gobierno, la pobreza
no son, sin más, pobreza y mal gobierno
sino estado místico del hombre.
JAIME GIL DE BIEDMA

Capítulo primero

...con vistas a confeccionar el Inven-tario General del Parque de Locomotoras y Máquinas de Tracción Ferroviaria aptas para el servicio, y no constando en los archivos de la Dirección General de la Compañía MZA, propietaria de la máquina, ningún traslado de destino, ni cualquier otra novedad, sobre la locomotora de la clase 12 Wheel, modelo 1400, construida por La Maquinista Terrestre y Marítima, con número de serie 2461 de MZA y llamada Santa Librada, soli-cito de V.E. nos comunique el estado y disponibilidad de la misma, para su empleo en cuantos servicios se la considere necesaria.
En el caso de encontrarse afectada por alguna avería transitoria, disponga la ur-gente reparación, informando a esta Inspec-ción General del tiempo exacto que hemos de considerarla como rebajada de servicio.
No necesito recordarle la importancia que, en el día de hoy, tiene para la Patria, debido a las excepcionales circuns-tancias en que se halla sumida, contar con todos cuantos medios ferroviarios estén a su alcance; pues constituyen el eje de toda la logística nacional. Máxime cuando la máquina llamada Santa Librada (nº 2461 MZA), por pertenecer a la serie de locomotoras más potentes de que dispone el Parque Nacional, se convierte en una urgente necesidad para el mismo y, sobre todo, para el abastecimiento de su provincia.
Sin embargo, sabedor de su inquebrantable patriotismo y su elevado sentido de la dis-ciplina, que cuantas veces fuera puesto a prueba salió fortalecido, siendo vivo ejem-plo para jefes, oficiales y tropa, estoy seguro de que empeñará todas sus energías y desvelos en la solución de mi solicitud.
Por lo tanto, esperando a la mayor bre-vedad recibir su diligente respuesta, se despide de V.E., a quien Dios guarde muchos años, su camarada de armas.
Fdo.: Aquilino Juan Nepomuceno Lapiedra y Constante. Coronel de Caballería. Ilmo. Inspector General del Parque Nacional de Locomotoras y Vehículos de Tracción Ferroviaria de España.
¡Viva el Generalísimo Franco! ¡Arriba España!
El coronel levantó la vista de la carta y solo acertó a pensar: «¡Me cagüen en Lapiedra! ¡Pues no le dije que esa locomotora no estaba aquí, ni la había visto nadie! ¡Demontre de hombre...!». Incapaz de mitigar el berrinche con el tableteo de sus dedos sobre la mesa, dio un brinco y se puso a deambular por el despacho farfullando: «Este tío se ha empeñado en que la tengo yo. ¡Sí, hombre, aquí, bajo la mesa...! Y como no aparezca la puñetera máquina, me cae un borrón en el expediente. Y ya me estoy despidiendo del generalato para los restos... Bien, si ruedan cabezas, no va a ser la mía la única. ¡Pues solo faltaría eso!». Se abrochó todos los botones de la guerrera, compuso el ceño y apretó un botón. Sonaron dos golpes en la puerta y apareció, dando un taconazo, un alférez:
—¿Da su permiso, mi coronel? ¡A las órdenes de usía!
—¡Descanse, Celadas, descanse! Tome nota: que se presenten el teniente Polo...
El alférez extrajo de su guerrera una libretita con tapas de hule y anotó.
—...el capitán, don Jerónimo Galeotes, y el jefe provincial, don Teófilo Bocanegra. ¡Inmediatamente; no admito excusas!
—¿Ordena, usía, alguna otra cosa?
—¡Rapidez, Celadas, rapidez!
—¡A las órdenes de usía, mi coronel!
La puerta se cerró violenta.
Dictada la orden, el coronel pareció sosegarse; se desabotonó el cuello de la guerrera y abrió la ventana. A su frente, la plaza se extendía aplastada de solana. Enceguecido por el fulgor, entornó los párpados. Entonces, a su mente, acudieron las cachazudas palabras del general Céspedes durante el banquete de celebración por la Asunción de Nuestra Señora:
—No se obceque contra Lapiedra, amigo Mochín, que no le conviene nada.
Don Baldomero Céspedes había pasado ayer por la ciudad camino de Cartagena donde tenía un hijo capitán, destinado en la batería de costa, y qué menos que una parada para visitar a su antiguo subordinado don Agapito Mochín, gobernador militar y civil —este cargo con carácter provisional—, justo a la hora del aperitivo y con las miras puestas en la comida. El general don Baldomero Céspedes, monarquicote de la quinta de don Severiano Martínez Anido, estaba retirado desde la reforma Azaña, gastaba panza, gota y se dedicaba a zascandilear de gorra donde podía y con quien podía. Don Baldomero estuvo de suerte porque las autoridades locales habían aprovechado la magna y tradicional celebración religiosa para descubrir, en la puerta de la catedral, la lápida a los caídos por Dios y por España y, naturalmente, don Agapito, ateniéndose al escalafón, cedió al general la presidencia de los actos: «¡por favor, caballeros, por favor, tanto honor no me corresponde a mí; ni pensarlo! ¡En mi condición de mero transeúnte, me resulta inaceptable!» —se recataba Céspedes entre melindres pastosísimos, pero sin soltar ni la cinta de descorrer la cortinilla ni el bastón de mando; y de ahí, todo seguido, a la cabecera del convite—. «¡Ahora vuelve a dar gusto, leche!» —rumió Céspedes engordando dos tallas la vitola.
A don Agapito, la visita del general Céspedes le vino que ni pintada, porque don Baldomero tenía fama de ser la gaceta ilustrada de Burgos —si dentro del laconismo verbal que caracterizaba al Invicto Caudillo cabía alguna revista por más ilustrada que fuese— y, durante el agasajo, aprovechó un aparte para sonsacarle qué opinaba el nuevo Gobierno* sobre Lapiedra; más que nada, por si se barajaba la posibilidad de que lo promoviesen de destino. Lógicamente fue poniendo en antecedentes al general: hacía quince días, la locomotora le fue reclamada por la compañía MZA, y tras las pesquisas de rutina —bueno, don Agapito omitió la palabra rutina— el gobernador reportó que tal máquina no se hallaba en su jurisdicción y dio por cerrado el asunto... Hasta el jueves pasado, cuando recibió una llamada de Lapiedra preguntándole sobre la máquina. Entonces, se temió lo peor: si andaba por medio Lapiedra, la dichosa máquina le acarrearía algún disgusto de pronóstico, porque cuando a Lapiedra se le metía algo entre ceja y ceja, hasta que no lo resolvía a su entera satisfacción, era capaz de mantener a toda una división, incluidos el general y el Estado Mayor, acuartelados durante varias semanas.
—Acuérdese, mi general, la que armó en Valencia, en el veintinueve creo que fue, por la desaparición de diez fusiles; ¡ni más ni menos que precintó tres cuarteles con la tropa dentro durante diez días!
—Ahora que lo dice, amigo Mochín, claro que lo recuerdo: fue muy sonado aquello; ¡hay que ver cómo se las gasta Lapiedra! —y sin mayores consideraciones don Baldomero se zampó un chorizo— ¡Están buenos los jodíos!
—Sí, muy buenos, mi general; ya lo creo.
—Mire, amigo Mochín —tras chupetearse los dedos, prosiguió confianzudo—, Lapiedra está muy considerado por el nuevo Gobierno; Varela, sin ir más lejos, habla maravillas de él. ¡Y no le digo nada el Cuñadísimo! Como quien dice, come en su mano; y convendrá conmigo que son personalidades muy distintas, por no decir distantes.*
—Cierto, cierto —admitió preocupado el gobernador.
—¿Quiere un consejo? Haga todo lo posible por dar con el paradero de esa máquina como sea, que a Lapiedra no hay quien lo mueva... Su puesto precisa de alguien minucioso y exacto, ¡y vive Dios que Lapiedra lo es…! Y en caso de que no aparezca la condenada máquina, vea de entenderse con él; seguro que entre los dos hallan una solución... ¡Oiga, qué buenos están estos choricillos!
—Es que no son de berenjena, son de mula...
—Ya me parecía a mí.
«¡Joder, entenderse! ¡Cómo se nota que no lo conoce!» —rumió el gobernador. Don Agapito sí presumía de conocerlo, y mejor que bien; como que eran de la misma promoción.— «¡Menudo era ya en Valladolid!». Por supuesto, don Agapito adoleció el resto de la tarde de ardores, sin discernir bien si eran a cuenta de Lapiedra o de los chorizos.
Hoy se había levantado con un humor de perros que le empeoró con la primera providencia del día: un vaso de agua con bicarbonato en lugar de los amorosos picatostes. Pero la guinda vendría cuando entró en su despacho y Celadas le entregó la carta de Lapiedra; ¡don Agapito casi se sube por las paredes!
Desde su ventana, el gobernador vio descender de su larguísimo Lincoln y entrar presuroso en el edificio del gobierno al capitán Galeotes. No acababa de suceder la escena, cuando el teniente Polo cruzaba la plaza hasta la puerta del caserón y, tras sus pasos, torneaba el óvalo de la explanada, engalanado con dos banderas rojinegras sobre los guardabarros, el Hispano-Suiza del capitoste falangista. Ya los tenía allí; retornó a su escritorio y avisó a Celadas:
—¡Que esperen hasta que los llame!
—¡A las órdenes de usía, mi coronel!
Enfurruñado se dijo: «¡A mí no me amargan, o sale la máquina o arde Troya!». El coronel pulió el discurso que les pensaba endilgar; luego, lo garabateó en una chuletita, la bisbiseó hasta memorizarla y la ocultó discretamente bajo la carta de Lapiedra, para tenerla a la vista con un mínimo movimiento del pulgar. Con el ataque ya preparado, pulsó el timbre.
Tras su regia mesa, con las tres banderas a su vera y coronado por el retrato encapotado del Invicto Caudillo, aguardaba don Agapito, más gobernador militar y civil de la provincia que nunca. Los convocados entraron, y por el énfasis atronador de sus saludos fue imposible distinguir a quién iban dirigidos, si al retrato o al coronel.
—¡Tomen asiento, señores!
A sus espaldas, el alférez les acercó con solicitud los acomodos.
—Puede retirarse, Celadas.
—¿Ordena, usía, alguna otra cosa?
—¡Nada, gracias, Celadas!
Taconazo y portazo.
—¿Gustan? —les acercó un envoltorio de papel donde sobresalían los pitillos de labor nacional.
Se sirvieron precedidos de corteses agradecimientos.
—¡Bueeeno! —tras este casi suspiro, don Agapito descansó su espalda sobre la charpela del sillón; su bigotito se frunció y estiró rítmicamente en tanto escrutaba uno a uno a los convocados y, en cuanto tuvo el proemio bien hilvanado, se lanzó por la perorata sin perder de vista la chuletita:
—Como comprenderán, el motivo por el que he requerido su presencia, interrumpiendo su atareada jornada, no es en modo alguno un asunto baladí. Se trata, señores, de una cuestión de máxima importancia, que debido a los momentos delicados que vive la Patria —y en tono enardecido—, por supuesto, pasajeros ante el futuro imperial, que nos aguarda bajo la dirección firme, pero serena, de nuestro Caudillo —fervoroso asentimiento general—...
Y su lengua chasqueó y el dedo índice se quedó suspendido como si señalara muy oportunamente el retrato del Invicto Caudillo, bisojeó y se hizo un silencio. El auditorio se quedó confuso y se temió lo peor. Pero no, no había síncope por medio. A don Agapito le había pasado lo que sucede tantas veces cuando se desboca la oratoria ante una concurrencia rendida y arrobadora: que se enardece la palabra, se viriliza el ademán y, ¡zas!, la chuleta a freír monas. Y claro, la memoria, esa sufrida nodriza, afanadísima en proseguir por donde sea con tal de no defraudar a la afición, abrió la espita equivocada y le brotó a chorros la arenga de la misa de campaña del domingo pasado y... «¡Coño, a ver por dónde salgo ahora! Ah, ya...» —pensó azorado.
—Pero vayamos al grano —se sosegó al hallar este socorrido atajo que cercenaba de raíz la heroica alocución y prosiguió—: ¿se acuerdan de la máquina de tren desaparecida que se pregonó en el bando de la semana pasada? —asentimiento general—. Esa que se llamaba Santa, Santa...
—Con su permiso, mi coronel: Santa Librada —le interrumpió el teniente Polo cuando don Agapito ya se cercioraba ojeando el oficio de Lapiedra.
—¡Eso, la Santa Librada! Como ustedes sa...

Índice

  1. Portada
  2. Jaculatoria
  3. Primera calicata:
  4. Segunda calicata:
  5. Tercera y última calicata: