El panteón del dios rumano
Nicolae Ceauşescu lleva mucho tiempo sintiendo una fuerte necesidad de hacerle a su amado pueblo un gran favor, de obsequiarlo con algo que haga que la gente no pueda conciliar el sueño contemplando el genio de su Líder. Ya en los años setenta se le ocurre la idea: construir un palacio. Grande. El más grande de Europa. Será un regalo del amado Líder a su pueblo.
Y helo aquí. Un edificio con los atributos de un agujero negro, erigido para llevarle la contraria a las necesidades y a la escala humanas. El Palacio del Parlamento o, si se prefiere, la Casa del Pueblo. Solo de pensar que debo visitarlo me flaquean las piernas. Cuando bordeo la valla que conduce a la única entrada, la monotonía del espacio a mi alrededor me hace sentir como si caminara por una cadena de montaje sin moverme del sitio.
La guía de la Casa del Pueblo expresa su satisfacción con el edificio. Sugiere al grupo del que formo parte anónima que se sorprenda y admire; con una sonrisa de gato saciado, pesca las miradas llenas de incredulidad, cuenta con cuántas láminas de oro puro se revistieron las paredes, qué congregación de monjas bordó las florituras en cuántos kilómetros de cortinas. Lo que cuenta es el grosor, la anchura, el peso y la grandeza: la grandeza de la nación rumana.
Hoy la Casa del Pueblo, esa pirámide de la avidez de Ceauşescu, ese pajar de mármol en honor a su soberbia y a su locura que debía ser un palacio de oro puro y acabó resultando su panteón de lujo, es la mayor atracción turística de Bucarest. Multitudes procedentes del mundo entero se asombran al ver lo sencillo que resulta derruir miles de casas, una docena de iglesias ortodoxas, varias escuelas y otros tantos hospitales para levantar un palacio inspirado en la arquitectura de la Luna.
No sabremos por la guía que se produjeron esos daños que, más bien, podríamos calificar de estragos. Este tipo de detalles se los guarda para ella. El relato oficial sobre la Casa del Pueblo, vendido junto con la entrada, es una epopeya de cifras, materiales, kilómetros cuadrados de espejos y de tormentos a la hora de limpiar las alfombras palaciegas. Para que la visita guiada del edificio resulte satisfactoria hay que asumir que no existió ningún Ceauşescu, tampoco el comunismo, que no se derruyó barrio alguno, que en Rumanía siempre ha habido democracia y que esta Casa del Pueblo fue erigida por el emperador romano Trajano en el siglo ii de nuestra era como su residencia de verano. ¿Alguna pregunta?
Me gustaría saber cuántas personas murieron durante la construcción de la Casa del Pueblo. La guía se ofende un poco, pero enseguida se le pasa y contesta que diez mil.
Me parece que el número es más que exagerado y manifiesto mis dudas.
Pero la guía sigue sosteniendo que el número es exacto.
Yo sigo asombrada.
A lo que dice que puesto que en la construcción trabajaron cien mil, es lógico que murieran diez mil. Para convencerme añade que muchos obreros quedaron sepultados por el hormigón en los cimientos, pues el ritmo de trabajo era tan tremendo que nadie tenía tiempo de retirar los cadáveres. Y es que desde el primer golpe de pala en la tierra, los obreros trabajaron en tres turnos, veinticuatro horas al día.
–En ese caso la Casa del Pueblo es un gran cementerio –afirmo.
–¿Por qué lo cree así, señora? –se sorprende amablemente la guía–. Al fin y al cabo, en la construcción de la pirámide de Keops también murió gente, ¿y qué? Qué hermosas pirámides tienen ahora los egipcios. Eso ya no se lo quitará nadie.
Contesto que aquello fue hace cuatro mil quinientos años.
–Cierto –asiente la guía–. ¡Ya ve usted hace cuánto! ¿Y quién se acuerda ahora de aquellos muertos? ¿Alguien los tiene presentes? Nadie. La gente olvida. De que haya habido algunos muertos durante la construcción de la Casa del Pueblo también acabará olvidándose todo el mundo. Nada impedirá que los rumanos disfruten de tamaño milagro de la arquitectura.
No hay más preguntas, afirma la guía, y sigue la visita.
Pero hay alguien que querría saber qué pasa con los sótanos de la Casa del Pueblo. Al parecer, debajo se erigen una segunda ciudad, un búnker atómico y una carretera que conduce a las afueras de Bucarest.
–No me consta –contesta la guía meneando la cabeza–. Es decir, corre un rumor en este sentido, pero ¿para qué vamos a hablar de rumores? Cómprense una visita adicional por los sótanos, mis colegas se lo contarán todo.
A continuación adopta la posición de firmes, dándonos a entender que se acabó lo que se daba.
–Me es grato comunicarles –comunica– que durante la visita de hoy han visto ustedes apenas el cinco por ciento del edificio.
Cuando la guía mueve la cabeza por última vez en señal de adiós, se le acerca una de las turistas y le dice en rumano:
–¡Es un escándalo!
La guía le contesta algo que no comprendo, baja corriendo la escalera, se planta junto a uno de seguridad e inmediatamente entabla con él una amistosa charla. Aún intento preguntarle cómo se siente al trabajar en la Casa del Pueblo, hasta que me mira con recelo:
–¿Está escribiendo un artículo?
Asiento con la cabeza.
–Pues no dé mi nombre ni mi apellido.
En la construcción del Palacio de la Cultura de Varsovia murieron dieciséis obreros. La Casa del Pueblo es una empresa tan absurda en su envergadura que cualquiera que hable de ella puede elegir un número de víctimas al azar y jurar que es verdadero.
Diez mil víctimas, apuesta la guía.
El historiador Alexandru-Murad Mironov habla de mil.
Valentin Mandache, un guía de Bucarest, da el número de cien personas muertas.
Por su parte, Andrei Pandele, fotógrafo y arquitecto que trabajó en la obra, habla de unas decenas de víctimas.
A todas las estimaciones les responde el vacío de los archivos. No existen documentos que puedan contestar a esta pregunta. Se dice que desaparecieron durante la revolución. Alguien me habla de camiones cargados de carpetas. Otro alguien, de Mercedes con los maleteros llenos de papeles. Un tercer alguien vio en las afueras de Bucarest hogueras en las que ardía el viejo régimen. En la nueva Rumanía la verdad es un producto deficitario que se vende clandestinamente. Tampoco hay mucha demanda.
La construcción de la Casa del Pueblo es solo uno de los elementos del plan para la transformación de toda la ciudad. Bucarest se le antoja al Líder demasiado baja y demasiado burguesa. Con sus antiguas iglesias ortodoxas, que no sirven para nadie ni para nada, con sus espaciosos monasterios, también innecesarios, con una maraña de callejones estrechos y oscuros, en absoluto funcionales. Las viejas villas cubiertas de parras también sacan a Ceauşescu de sus casillas. La razón de ser de una capital es albergar bloques de pisos.
Además, al Líder ya le ha dado tiempo a ver un buen pedazo del mundo y le han gustado sobremanera China y Corea del Norte: mucho espacio, mucho aire, vastas extensiones hormigonadas, la ciudad en toda su potencia y un pequeño hombrecillo en medio. El individuo vale tanto como una hormiga. A Ceauşescu le impresiona la forma en que sus aliados asiáticos barren de la faz de la tierra barrios enteros para levantar construcciones verdaderamente bellas. En una película de 1971 que relata la visita del dirigente rumano a Pyongyang, una ingente masa de color pastel ondea y emite destellos multicolores dirigidos por la mano invisible de Kim Il Sung. El vacío de la ciudad se llena de himenópteros saltarines que desde la perspectiva del balcón parecen abigarradas motas de polvo. Desde entonces, Ceauşescu anhela tener sus propias hormigas, sus propios hormigueros y su propio prado hormigonado donde las hormigas bailen en su honor.
–Esos idiotas dicen que un hombre como tú nace una vez cada quinientos años –se irrita Elena Ceauşescu, Madre de la Nación y Esposa de la Aurora–. No saben nada, un hombre como tú nace una sola vez en la historia de la humanidad.
Nicolae le da la razón a su cónyuge. Son una pareja excepcionalmente bien avenida.
Queda la pregunta de cómo construir una nueva Bucarest cuando la vieja sigue en su sitio y no tiene intención de desaparecer. Y en 1977, seis años después de la primera visita a Corea del Norte, se produce un gran terremoto que le viene de perlas a Ceauşescu.
En medio de una tarde de marzo, un temblor de magnitud 7,2 en la escala de Richter sacude Bucarest y se traga cientos de edificios. Las paredes de las casas caen como si alguien jugase a un gigantesco dominó, y entre los montones de escombros y arena, solo en la capital, mueren más de mil cuatrocientas personas.
Nicolae Ceauşescu, el Sol de la Esperanza, brilla en ese momento ...