Segunda parte
El síndrome del campo de batalla
Relegado a este confín
Dios me condenó a callar
miré a los ojos a Caín
mas no lo pude matar
V. P. Tarnovski
(citado por Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag)
Y ahora una burla, una paradoja de la historia. El descubridor de Kolimá, de sus extraordinarios valores geológicos y de sus inimaginables e inagotables riquezas, es un polaco. Jan Czerski, luchador por la libertad, desterrado a Siberia por participar en la Sublevación de Enero de 1863. Fue el primer europeo en recorrer este desierto infinito. En 1924, así que ya con la Unión Soviética, los rusos lo honraron con el monumento más imponente e impresionante del mundo, uno que no tiene e incluso nunca tuvo el mismísimo Vladímir Lenin. El monumento cuenta con mil quinientos kilómetros de largo, doscientos de ancho, más de tres mil metros de alto y el pico más elevado, de pérfido nombre Pobeda, ‘victoria’. El explorador polaco recibió además otra cordillera, un poco más pequeña, en Zabaikalie, la cumbre más alta de los montes Baikal, el imponente pico Cherski, en los Sayanes orientales, un lago, un valle, una catarata, una roca en el nacimiento del Angará, una calle en Moscú, un crustáceo endémico del Baikal del género de los anfípodos y una ciudad a orillas del bajo Kolimá, donde en 1892 exhalaría su último suspiro abrazado a su mujer rusa y a su hijo. Y allí fue enterrado.
Precisamente en las faldas de los montes Cherski, cuarenta años más tarde, se crean los campos y las minas de oro que terminarán siendo la tumba de millones, «que bajo el nombre de Kolymá», como escribe Ryszard Kapuściński en El Imperio, «junto con los de Auschwitz, Treblinka, Hiroshima y Vorkutá, pasará a la historia como una de las mayores pesadillas del siglo xx».
La aorta, el nervio principal kolimiano, fue y sigue siendo la Autopista de Kolimá, o sea, la Ruta. Y yo, como muchos otros kolimianos mayores, escribiré con mayúscula las palabras Autopista y Ruta. Porque ese camino de más de dos mil kilómetros está empedrado de vidas humanas. Construido sobre los huesos. Y no es ninguna metáfora. Porque si no, ¿cómo es posible que a lo largo de toda la Ruta no haya ni un solo viejo cementerio?
Es posible, porque los muertos yacen a un centenar escaso de centímetros de la superficie del camino. Miles de personas. Junto al de la extracción de oro, la construcción de la Autopista era el peor trabajo en Kolimá. A los que reventaban, les quitaban los trapos gulaguianos (se volverían a usar), los colocaban boca arriba y los tapaban con la tierra kolimiana de la que está hecha la Autopista.
¿En qué pienso con más intensidad durante los primeros días del viaje? En cómo mear. Me bajo del coche y me taladra el cráneo la idea de que pueda estar orinándole la cabeza a algún desgraciado.
¿Y si es un soldadito nuestro de diecinueve años de la Campaña de Septiembre de 1939, un pobre diablo, varsoviano como yo, que estuvo bajo las órdenes de mi abuelo, un muchacho que no había tenido novia y que cuando se estaba muriendo de hambre susurró…? Pues eso, ¿qué pudo haber dicho? Y a un viejo cínico como yo ahora le da vergüenza estar escribiendo memeces dignas de un culebrón televisivo. Pero cuando estás solo en un hotel de mala muerte perdido en el fin del mundo y te da un ataque de SR y te entran ganas de aullar, para tener las manos y la cabeza ocupadas, escribes un diario, y es entonces cuando te acaban saliendo florituras como esta (SR no es la sepsis respiratoria sino la soledad del reportero).
La construcción de la Autopista comienza en 1932, cuando se funda el trust Dalstrói. A finales de aquella década llega hasta Ust-Nera, en el kilómetro 1007. En los años cuarenta la prolongan hasta Jándiga, a orillas del río Aldán, kilómetro 1605. Es el límite occidental del trust. El último tramo hasta Yakutsk, kilómetro 2025, se termina a principios de los años cincuenta, pero se trata del llamado zimovik, una carretera solo apta para el uso en invierno, cuando se congela el lodo. La totalidad de la Autopista de Kolimá es transitable en verano solo a partir de los años noventa.
La recorro siguiendo los pasos de Varlam Tíjonovich Shalámov, con su enorme volumen de recopilación de Relatos de Kolimá de mil páginas. Es la gran literatura rusa, el más extraordinario y desgarrador cuadro de la civilización carcelaria que Shalámov supo comprimir, resumir, en tres mandamientos: no creerás, no tendrás miedo, jamás pedirás nada. Y una más de las virtudes necesarias en el campo sin la cual es imposible sobrevivir: saber robar, empezando por el pan de tus compañeros de presidio. En el gulag, la persona solo puede volverse peor. Allí todo, desde el primero hasta el último minuto, es malo. Shalámov descubre que en el campo también muere Dios. Para Aleksandr Solzhenitsyn, sin embargo, el gulag constituye una prueba de carácter, de la cual el preso puede salir victorioso.
Shalámov permanece en los campos dieciocho años, y luego dos más como «libre», pero sin derecho a «circular libremente» (del total, diecisiete años los pasa en Kolimá). Lo liberan en 1953, después de la muerte de Stalin. Hasta el final de su vida permanece obsesivamente fiel a la temática gulaguiana.
Así que es mi primer e inseparable popútchik. Popútchik es una de mis palabras favoritas en ruso. Significa ‘compañero de viaje, persona con la que te encuentras por el camino’ (po putí en ruso). Tanto literal como metafóricamente. Es aquel con quien recorres un mismo trayecto, que está en tu mismo compartimento de tren, y también aquel con quien coincides en cuestiones políticas o en el objetivo al que aspiras. Este libro trata en realidad sobre ellos. No solo con los que he viajado, sino también los que he conocido en la Autopista.
En esta parte habrá muchos conductores. A los de los camiones, los suelen llamar en Rusia dalnobóischik, hombres de rutas largas; nosotros los llamamos los del TIR (transporte internacional). A veces los llaman también kamazist, incluso si sus camiones no son de la marca Kamaz, o úgolschik, si lo que llevan es carbón, porque úgol en ruso significa ‘carbón’. Pero en Kolimá ya en los años del gulag inventaron su propia palabra: a los conductores del lugar los llaman «ruteros».
La Ruta es un camino muy peligroso. Está hecha del amarillento suelo kolimiano en el que hay más piedras que tierra. La carretera no tiene una superficie firme, así que cualquier chaparrón se la lleva por delante. La rompe y desmigaja el permafrost. En invierno la abundantísima nieve es un fastidio, y cuando hay demasiado poca se forma un asfalto blanco muy resbaladizo. En verano, lo que incordia es un persistente polvo amarillo suspendido en el aire en el que los vehículos chocan como si fuera niebla. Junto al camino hay muchas pseudotumbas. En lugar de una cruz, sobre el palo suele haber colgado un volante roto, y en lugar de lápida, una composición de neumáticos o un radiador agujerado.
En muchos sitios a los lados se ven restos de vallas colocadas para evitar la excesiva acumulación de nieve. Las trenzaban los prisioneros con ramas de alerce. La taiga kolimiana está cubierta de alerces.
Es peligroso recorrer la Autopista, pero vivir en ella no. El bandidaje común no abunda. Aquí incluso en los terribles años noventa, no se dio el réket que asolaba toda Rusia, o sea, los salteadores en los caminos, las extorsiones a cambio de dejar pasar.
En cuanto a la delincuencia, la peor época en Kolimá llega después de 1953, cuando tras la muerte de Stalin se vacían los campos y quedan en libertad miles de personas, entre ellas un montón de criminales, a los que, sin embargo, durante varios años no se les permitió volver al continente. En las ciudades, para mayor seguridad, la gente se traslada en grupos, los hombres acompañan a sus esposas al trabajo, porque muchos de los blatnoys ahora liberados llevan años sin ver a una mujer.
Precisamente entonces se encamina hacia la Ruta el ex zek político apellidado Riabokón, soldado del Ejército Insurreccional de Ucrania, del atamán Néstor Ivánovich Majnó. Shalámov le dedica un relato a Riabokón.
El veterano anarquista forma una banda de cuatro hombres con la que durante más de un año atraca y asesina sin que le tiemble el pulso a todo aquel que se cruza en su camino. Sin embargo, él y sus compinches se pelean a la hora de dividir el botín y acaban delatándose unos a otros. Terminan todos condenados a veinticinco años.
Aquella época hace tiempo que pasó a la historia. Todo encuentro con una persona en la Ruta es un auténtico placer, y los bares de la carretera, sencillamente me encantan. No creo que entre Magadán y Yakutsk haya más de una veintena. Puedo permanecer horas en ellos, contemplando esos rostros sencillos, auténticos, sinceros, hombres de la taiga con chaquetas de camuflaje, conductores con las manos manchadas de aceite (la suciedad técnica no es suciedad, dicen), buscadores de oro desfigurados por el reumatismo… Me siento aliviado por no tener que mirar a oligarcas con las caras rojas de tanto comer y a oficiales de Seguridad con los ojos hinchados de tanto beber. Por fin oigo «gracias», «por favor», y la mujer que pasa un trapo sucio por el suelo del bar de Lariukóvaya, en el kilómetro 386, incluso me pide «perdón». Palabras muy infrecuentes entre los...