Siete tipos de ateísmo
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Siete tipos de ateísmo

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Siete tipos de ateísmo

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«Cuando revisamos otros ateísmos más antiguos, nos damos cuenta de que algunas de nuestras más firmes convicciones –laicas o religiosas– son harto cuestionables. Si esa posibilidad nos molesta, puede que lo que andemos buscando no sea libertad de pensamiento, sino libertad para no pensar». Un sugerente ensayo que se acerca a una heterogénea galería de pensadores y escritores –desde el marqués de Sade y su furibundo «odio a Dios» hasta Schopenhauer y su ateísmo místico, sin olvidar a Bertrand Russell, un escéptico a su pesar, a Dostoievski, Nietzsche, Conrad, Santayana…– que, en diferentes momentos y lugares, se esforzaron por comprender mejor las peliagudas cuestiones de la salvación, la razón, el progreso y el mal y, en último término, el sentido mismo de lo que es ser humanos.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2019
ISBN
9788417517243
Categoría
Literatura
1. EL NUEVO ATEÍSMO. UNA ORTODOXIA DEL SIGLO XIX
Los nuevos ateos han centrado su ofensiva en un aspecto muy limitado de la religión que, pese a su reducido alcance, ni siquiera han logrado entender. Concibiendo la religión como un sistema de creencias, la han atacado como si no fuera más que una teoría científica obsoleta. De ahí el «debate sobre Dios», una tediosa repetición de la antigua querella victoriana entre ciencia y religión. Pero la idea de que la religión no consiste más que en un puñado de teorías desacreditadas es en sí una teoría desacreditada: una reliquia de esa filosofía decimonónica que fue el positivismo.
EL SUMO PONTÍFICE DE LA HUMANIDAD
La idea de que la religión es una forma primitiva de ciencia fue popularizada por el antropólogo J. G. Frazer en La rama dorada. Magia y religión, libro publicado originalmente en 1890. Siguiendo la senda señalada en su día por el sociólogo y filósofo francés Auguste Comte, Frazer creía que el pensamiento humano se desarrolló en tres fases: la teológica (o religiosa), la metafísico-filosófica (o abstracta) y la científica (o positivista). La magia, la metafísica y la teología eran fenómenos propios de la infancia de la especie. Cuanto más adulta se hiciera la humanidad, más se iría despojando de ellas y más aceptaría la ciencia como autoridad única en materia de conocimiento y de ética.
Este modo de pensamiento, que Comte llamó «la filosofía positiva», desarrollaba ciertas ideas de Henri de Saint-Simon (1760-1825), de quien Comte fue ayudante en su juventud. Saint-Simon tuvo una vida turbulenta. Miembro de una familia aristocrática venida a menos, fue encarcelado durante el Terror revolucionario, se enriqueció con la especulación inmobiliaria de tierras nacionalizadas, disipó su riqueza entregándose a descabelladas extravagancias y vivió buena parte de sus últimos años sumido en la pobreza. Como su discípulo Comte, era proclive a la depresión y, en una ocasión, trató de suicidarse de un tiro, pero sólo consiguió quedarse ciego de un ojo.
A pesar de tantas excentricidades, Saint-Simon logró ser una figura muy admirada. Marx lo reconoció como uno de los teóricos fundadores del socialismo, pues fue de los primeros en entender que la industrialización provocaría cambios radicales en la sociedad. Fue también el primero en exponer –en su libro Nuevo cristianismo (1825)– los postulados de la religión de la humanidad que luego promocionaría Comte.
Ese nuevo credo no era una invención original de Saint-Simon. Como veremos en los capítulos segundo y tercero, surgió a finales del siglo XVIII en las obras de los philosophes franceses y adquirió tintes manifiestamente religiosos en ese culto a la razón que se intentó imponer durante la Revolución Francesa. Pero fue Saint-Simon quien primero presentó un tratado sistemático de la religión de la humanidad: en el futuro, los sacerdotes serían sustituidos por los científicos como líderes espirituales de la sociedad; el gobierno se limitaría simplemente a «la administración de las cosas»; y la religión pasaría a ser el culto que la humanidad se profesaría a sí misma.
Aunque Saint-Simon fue quien primero formuló esa filosofía, sería Comte quien la divulgaría con mayor éxito. El culto que él fundó está ya prácticamente olvidado. Pero constituyó el patrón conforme al que se confeccionaría el humanismo secular que todos los ateos proselitistas promueven hoy en día.
En ciertos sentidos, Comte fue más inteligente que los pensadores laicos que lo siguieron. Pero la verdad es que también estaba medio trastornado. Como sabía que la necesidad de religión no desaparecería sin más cuando la sociedad estuviera gobernada por la ciencia, fundó una iglesia que cubriera tal necesidad. La nueva fe tenía su propia jerarquía eclesiástica, un calendario organizado en torno a figuras como Arquímedes y Descartes, un régimen de ritos diarios (entre ellos, uno que consistía en golpetearse ciertas partes del cráneo siguiendo postulados de la entonces popular ciencia de la frenología) y una Virgen Madre inspirada por una mujer casada de quien Comte se había enamorado y de cuyo extemporáneo fallecimiento jamás lograría recuperarse del todo.
Comte expuso los dogmas del nuevo credo en el libro Catecismo positivista (1852). Diseñó unos atuendos especiales, con botones en la espalda para que nadie pudiera ponérselos sin la ayuda de otras personas, pues así se promovería el altruismo (palabra que Comte inventó). Y previó la figura de un Sumo Pontífice de la Humanidad, que instalaría su sede en París. No cabe duda de que Comte ideó ese cargo para ocuparlo él mismo. Él se tenía por una persona de cierta importancia, desde luego. En la ceremonia en la que se casó con su esposa, firmó con el nombre de «Brutus Napoleón Comte». Pero nunca llegó a alcanzar en vida (nació en 1798 y falleció de cáncer en 1857) la eminencia con la que soñó. Aun así, su iglesia se difundió de Francia a Gran Bretaña y a otros países europeos, y pasó luego a América Latina (hoy perdura todavía en Brasil), mientras que su filosofía impactó hondamente en destacados pensadores del siglo XIX. Aún hoy continúa ejerciendo una extendida, aunque apenas reconocida, influencia.
Los nuevos ateos son discípulos de la filosofía positivista de Comte sin saberlo. Para ellos, es evidente que la religión es una forma primitiva de ciencia. Pero ésa es en sí una idea primitiva. Un comentario que Wittgenstein dedicó en su día a Frazer es igual de válido actualmente para Richard Dawkins y sus seguidores: «Frazer es mucho más salvaje que la mayoría de sus salvajes. […] Sus explicaciones [las de Frazer] de las costumbres primitivas son mucho más toscas que el sentido de tales costumbres».1
El primitivismo del nuevo ateísmo se evidencia en su premisa de que las religiones son hipótesis erróneas. El relato del Génesis no es una antigua teoría del origen de las especies. En el siglo IV d. C., san Agustín (de Hipona), teólogo fundador del cristianismo occidental, dedicó quince años a redactar un tratado sobre la Interpretación literal del Génesis, que jamás terminó, en el que ya sostenía que no había que entender el texto bíblico literalmente cuando se contradice con la verdad que conocemos a partir de otras fuentes. Más radical aún había sido en el siglo I el filósofo judío de habla griega Filón de Alejandría, para quien el Génesis era una alegoría o un mito: una serie de imágenes simbólicas entrelazadas con hechos imaginados que contenía un corpus de significado que habría sido imposible de expresar con esa misma facilidad por otros medios.
La historia de Adán y Eva comiendo del Árbol de la Ciencia es una imagen mítica del efecto ambiguo del conocimiento en la libertad humana. Lejos de ser intrínsecamente liberador, el saber puede ser usado para esclavizarnos. Eso es lo que se quería decir con aquello de que, tras haber comido la manzana prohibida a instancias de la serpiente –que les prometió que, si lo hacían, serían como Dios–, Adán y Eva fueron expulsados del Jardín del Edén y condenados a una vida de trabajo constante. Los mitos, a diferencia de las teorías científicas, no pueden ser verdaderos ni falsos. Pero sí pueden ser más o menos fieles a la realidad de la experiencia humana. El mito del Génesis es una interpretación más veraz de ciertos conflictos humanos ancestrales que cualquiera de las que hallamos en la filosofía griega, que está fundada sobre el mito de que el saber y la bondad están inseparablemente interconectados.
Parte de la culpa de esa confusión de los mitos con las teorías proviene de los teístas que han tratado de divulgar el argumento de que el mundo es como es porque obedece al resultado de un presunto «diseño inteligente». Desde el teólogo inglés del siglo XVIII William Paley (famoso por su comparación de Dios con un relojero) hasta los exponentes del creacionismo en pleno siglo XXI, diversos apologistas del teísmo han intentado elaborar teorías que expliquen los orígenes del universo y la humanidad mejor que las tesis científicas vigentes. Con ello, no hacen más que otorgar a la ciencia una injustificada autoridad sobre otros modos de pensar. La religión no tiene más de ciencia primitiva que el arte o la poesía. La indagación científica responde a una necesidad de explicación. La práctica de la religión expresa una necesidad de sentido que quedaría insatisfecha aun si supiéramos explicarlo todo.
POR QUÉ LA CIENCIA NO PUEDE REFUTAR LA RELIGIÓN
La ciencia no puede sustituir a una visión religiosa del mundo, pues no existe ninguna «visión científica del mundo». Por ser un método de investigación, más que un corpus establecido de teorías, la ciencia va produciendo diferentes visiones del mundo a medida que el conocimiento avanza. Hasta que Darwin mostró que las especies cambian con el tiempo, la ciencia dibujó un mundo de especies fijas. A la física clásica le ha seguido la mecánica cuántica. Suele asumirse que la ciencia llegará algún día a producir una única e inamovible visión de las cosas. Y no cabe duda de que hay visiones del mundo que se van eliminando a medida que avanza el saber científico. Pero no existe motivo alguno para suponer que el progreso de la ciencia alcanzará un punto a partir del cual sólo una visión del mundo se mantendrá en pie.
Hay quien afirma que decir esto es relativismo (los relativistas argumentan que las visiones del mundo no son más que construcciones culturales y que ninguna de ellas, pues, es verdadera ni falsa). Frente a esa filosofía, se defiende que la ciencia es el ejercicio del descubrimiento de unas leyes universales de la naturaleza. Pero, a menos que creamos que la mente humana es el reflejo de un cosmos racional –la creencia de Platón y de los estoicos que contribuyó a dar forma al cristianismo–, la ciencia sólo puede ser una herramienta que el animal humano ha inventado para abordar un mundo que no puede comprender del todo. Nuestro conocimiento ha aumentado, sin duda, y continuará aumentando. Pero el orden que parece imperar en este rinconcito nuestro del universo puede ser perfectamente local y efímero: algo que surge al azar para desvanecerse después. La idea misma de que vivimos en un cosmos regido por leyes podría no ser más que un cada vez más desleído legado de la antigua fe en un «legislador» divino.
Pero, sobre todo, la ciencia no puede refutar la religión mostrándonosla como una falsa ilusión. La filosofía racionalista según la cual la religión es un error intelectual se contradice en lo fundamental con la investigación científica sobre la religión como actividad humana natural. La religión puede implicar la creación de ilusiones. Pero nada hay en la ciencia que diga que las ilusiones no pueden ser útiles –o incluso indispensables– para la vida. La mente humana está programada para la supervivencia, no para la verdad. En vez de producir mentes que ven el mundo con creciente claridad, la evolución podría haber tenido el efecto de erradicar de nuestra mente toda visión clara de las cosas. La propia indagación científica podría llevarnos a concluir que la necesidad de ilusiones es inherente al hecho de ser humanos. En realidad, la reiterada aparición de religiones de la ciencia sería un buen indicador de ello.
Los ateos que conciben las religiones como teorías erróneas confunden la fe –la confianza en la existencia de un poder desconocido– con la creencia. Pero si la creencia es un problema, no es un problema que podamos atribuir en exclusiva a la religión. Mucho de lo que hoy se considera conocimiento científico es tan susceptible de duda como los milagrosos acontecimientos que se recogen en los credos tradicionales. Dense una vuelta por las estanterías de la sección de ciencias sociales de una biblioteca universitaria y verán lo que es pasearse por un mausoleo de teorías muertas. Tales teorías no cayeron en el inframundo intelectual porque alguien las falsara. La mayoría ni siquiera son falsas; simplemente son demasiado nebulosas para ser susceptibles de contrastación empírica. Sistemas de ideas como el positivismo o el marxismo, que predijeron la decadencia de la religión, se han confundido una y otra vez. Aun así, esas especulaciones pseudocientíficas viven hoy todavía una brumosa existencia de ultratumba en la mente de muchos que jamás han oído hablar de las ideas de las que aquéllas surgieron.
Si el culto decimonónico de Comte a la ciencia produjo un sucedáneo de religión con incrustaciones de pseudociencia frenológica, Dawkins y sus discípulos han embellecido el darwinismo con ese simulacro de ciencia que es la teoría de los memes, esas unidades de información que compiten por sobrevivir en un proceso de selección natural como el que rige para los genes. Pero los memes no son entes físicos como los genes. Tampoco se ha concretado en lugar alguno el mecanismo por el que los memes son presuntamente capaces de reproducirse y transmitirse a través de una cultura o de varias. A falta de una unidad o de un mecanismo de selección, difícilmente la teoría de los memes puede considerarse una teoría en absoluto
La idea de los memes se corresponde, en realidad, con una filosofía del lenguaje ya obsoleta. El primer Wittgenstein suponía que el lenguaje podía descomponerse en «átomos lógicos», proposiciones elementales que aludían a realidades mundanas irreductiblemente simples. Pero jamás pudo proporcionar ejemplo alguno de semejante átomo, lo que finalmente lo llevó a proponer una filosofía posterior, en la que el lenguaje se entiende ya como un conjunto de prácticas interconectadas. Pues, bien, los memes son como aquellos átomos lógicos de Wittgenstein, construcciones teóricas de las que es imposible hallar ejemplos convincentes. ¿El Romanticismo es un meme? ¿O la Edad Media? Los genes pueden identificarse mediante procedimientos científicos sólidos. Los memes no. Tan insustanciales como el flogisto, los memes no son más que una elucubración formulada con la intención de reforzar la creencia de que la evolución puede explicarlo todo.
En la Edad Contemporánea, el ateísmo organizado se ha aliado siempre con la pseudociencia. Los memes de Dawkins pertenecen a la misma categoría que las protuberancias craneales que los discípulos de Comte se golpeteaban, aleccionados por su maestro, en uno más de los rituales cotidianos de la religión de la humanidad.
LA VERDADERA AMENAZA PARA EL MONOTEÍSMO
Mejor será, pues, que nos olvidemos de la querella victoriana entre ciencia y religión. Mucho más serio es el desafío que para el cristianismo plantea la historia misma. Si Jesús no pereció en la cruz y no regresó de entre los muertos, la religión cristiana quedaría gravemente en entredicho. Lo mismo sucedería si lo que Jesús predicó en realidad fuera distinto de lo que los cristianos posteriormente han creído que fueron sus enseñanzas.
El verdadero conflicto no es entre religión y ciencia, sino entre cristianismo e historia. La religión cristiana descansa sobre la creencia de que la salvación humana está ligada a unos hechos históricos concretos: la vida, la muerte y la resurrección de Jesús. Religiones como el hinduismo, el budismo, el taoísmo y los innumerables politeísmos contienen todas ellas relatos de sucesos que hoy consideraríamos milagros. Pero esas religiones no dependen de que tales relatos sean aceptados como literalmente verídicos, mientras que el cristianismo sí que es susceptible de falsación por cotejamiento de la realidad histórica.
Se trata de una dificultad que no puede salvarse situando el relato de la vida de Jesús en la misma categoría que el mito del Génesis. La expulsión de Adán y Eva del paraíso seguirá siendo uno de los más instructivos mitos de la humanidad por mucho que avancen los conocimientos científicos sobre los orígenes humanos. Sin embargo, los cimientos del cristianismo quedarían muy seriamente tocados si la historia de Jesús que cuentan los Evangelios se demostrara falsa. Muchos eruditos judíos y cristianos han reconocido a lo largo de los milenios que el relato del Génesis no es una historia literal. Sin embargo, el relato de la vida de Jesús que se recoge en el Nuevo Testamento se ha considerado verdad tal cual desde el momento mismo en que se inventó la religión cristiana.
La investigación del Jesús histórico ha pasado por una serie de fases. El pensador ilustrado alemán del siglo XVIII Herm...

Índice

  1. PORTADA
  2. CRÉDITOS
  3. INTRODUCCIÓN. CÓMO SER UN ATEO
  4. 1. EL NUEVO ATEÍSMO. UNA ORTODOXIA DEL SIGLO XIX
  5. 2. EL HUMANISMO SECULAR, UNA RELIQUIA SAGRADA
  6. 3. UNA EXTRAÑA FE EN LA CIENCIA
  7. 4. ATEÍSMO, GNOSTICISMO Y RELIGIÓN POLÍTICA MODERNA
  8. 5. ODIADORES DE DIOS
  9. 6. ATEÍSMO SIN PROGRESO
  10. 7. EL ATEÍSMO DEL SILENCIO
  11. CONCLUSIÓN. VIVIR SIN FE NI DESCREIMIENTO
  12. AGRADECIMIENTOS
  13. NOTAS