Un vaso de colera
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Un vaso de colera

  1. 80 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Un vaso de colera

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Índice
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Información del libro

Los violentos exabruptos –sofocados por intensos momentos de pasión y de rapto amoroso– son detonados por el encontronazo de dos personalidades fuertes y dominantes. Él trata de subyugar a su pareja, someterla a través de una continua violencia verbal que busca enterrar la llaga justo en las hendiduras de las heridas más profundas de su pareja; atraerla a partir de la vulnerabilidad; erigir un templo en el que él se convierta en el centro de adoración. Pero ella es demasiado lista para eso. Fuerte de temperamento, honda de emociones, tiene siempre la frase precisa para detener las estocadas de su amante.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2020
ISBN
9788417517977
Categoría
Literatura
LA BRONCA
El sol ya andaba queriendo hacer cosas con la niebla y era fácil darse cuenta, bastaba con mirar la carne porosa y fría de la masa que cubría la granja para darse cuenta de que un brillo pulverizado intentaba entrar en ella, y me acordé de que doña Mariana, con los ojos bajos pero contenta, con su manera de hablar, había dicho minutos antes que «el calor de ayer fue sólo un aperitivo», y yo sentado ahí en la terraza veía bien lo que estaba pasando y recorría con la mirada los árboles y los arbustos del terreno sin olvidarme de las cosas menores de mi jardín, y me abandonaba a esa tranquila ocupación y sentía que los pulmones agradecían a los dedos cada vez que el cigarro subía a la boca, y yo sabía que desde su lugar ella me miraba y que fumaba como yo, aunque poniendo en ello una pizca de ansiedad, y seguramente me cuestionaba con la arista de una mueca, pero yo no hacía caso de eso, lo que quería era silencio, pues me estaba gustando demorar la mirada en las moreras de hojas nuevas que se destacaban del paisaje por la impertinencia de su verde (¡muy bonito!), pero de repente mi mirada se desvió y, cuando suceden estas cosas, nunca sabemos bien por qué demonios, y a pesar de la neblina he aquí lo que vi: un agujero en mi seto, ay de mí; aplasté y quemé mi dedo en el cenicero; ella, desconcertada, me preguntó: «¿Qué pasa?», pero yo, sin responder, me lancé a tropezones escalera abajo (Bingo, ya en el patio, me esperaba electrizado), y ella detrás de mí casi gritando: «Pero ¿qué pasa?», y doña Mariana, expulsada de la cocina por el estruendo, ajustándose los lentes gruesos, trabada en lo alto de la escalera, trapo y cacerola en mano, pero yo no veía nada, las dejé atrás a las dos y me escabullí enloquecido y, en cuanto me acerqué, no me aguanté: «Malditas hormigas hijas de puta», y, con más fuerza, volví a gritar: «Hijas de puta, hijas de puta», viendo unos buenos palmos de cerca drásticamente rapiñados, viendo unos buenos palmos de suelo forrados de hojas pequeñas, hay que tener sangre de ranchero para entenderlo, me puse como una vara viendo el estrago, estaba encabronado con aquel agujero, y pensaba además en que el aligustre no debía de ser ningún manjar de otro mundo, tanto trabajo para que las hormigas dieran con todo al traste, y en un arrebato me lancé armado al terreno de al lado, buscando de inmediato la pista que me condujera al hormiguero, siguiendo el sendero camuflado al lado del capín alto, a aquella hora habría de sorprenderlas en la caverna, tan activas toda la noche con el corte y la recolección, y temblando e hirviendo, no me cuesta descubrirlo y ya con el balde en la mano derramo una dosis doble de veneno en cada agujero, con unas ganas que sólo yo sé cómo son porque sólo yo sé lo que siento, encabronado con esas hormigas tan ordenadas, encabronado con su ejemplar eficiencia, encabronado con su organización de mierda que ignora la hierba mala y consume el aligustre de mi seto vivo, por eso les propiné la más grande borrachera, encharcando sus cacerolas subterráneas con caldo espeso de insecticida, preocupándome en no dejar resto de vida, tapando con cerradura, con la prensa del talón, la boca de cada agujero; y ya volvía de ese terreno baldío, lanzando aún vigorosas chispas por el camino, cuando noté que ella y doña Mariana estaban de cháchara en el patio que queda entre la casa y el jardín, sus nalguitas recostadas en el guardabarros del coche, la claridad del día le devolvía con rapidez la desenvoltura de mujercita emancipada, el vestido de una simplicidad distinguida, el bolso colgado al hombro cayendo hasta las piernas, un cigarro entre los dedos y parloteando tan democráticamente con la gente del pueblo, que era, por cierto, uno de sus adornos predilectos, justamente ella que nunca dejaba ver sus gracias en las áreas de servicio de la casa, haciéndose atender por mí si era en la cama o por la criada en la terraza, dejando a mi cargo el desayuno cuando doña Mariana no estaba, sólo yo sé que con cara de perro, y, sin mirar hacia donde ellas estaban, entré agachado por la puerta del cuartito de herramientas que hay debajo de la escalera, dejé allí el armamento que me había llevado para acabar con las podadoras, pero, previsor, aproveché las provisiones de los estantes para abastecerme de otros venenos, además de mí mismo, en la rusticidad de aquel camerino, entre pinceles, carbón y restos de pintura, para embriagarme a escondidas con un galón de ácido, preocupado como estaba en maquillar por dentro mis vísceras, sabiendo de antemano que no había en ello nada superfluo, yo sólo sé que cuando salí de nuevo al patio las dos habían dejado ya de conversar, una y otra, aunque una al lado de la otra, se encontraban hábilmente separadas, y ella no sólo había convertido a la casera en su público sino que también me esperaba con un airecito sensacional que era como para abofetearla sin más, y, como si eso no bastara, todavía vino a decirme: «No es para tanto, chiquillo inteligente», y yo confieso que ésa me dio de lleno en la espinilla, ese «chiquillo» me caló, sobre todo por la manera en que fue dicho, y además el comentario tenía la misma compuesta displicencia que ella ponía en todo, algo que, en este caso, rozaba el distanciamiento, como si eso debiera necesariamente fundamentar la sensatez de la observación, y eso sólo sirvió para encabronarme más, «listo», me dije a mí mismo como si me dijera: «Es ahora», yo, que quedándome en la traba del «chiquillo», podía perfectamente decirle: «El tiempo me forjó así» (aunque ella no iba a entender qué ventaja sacaba yo de ello), lavándole la lengua por el uso, cansado ya, en el fondo, de la ironía traviesa, no porque yo cultivara un placer rabioso por el verbo encabronado, inclinado a lo trágico, no era eso ni lo contrario, sino que a ella, que veía en aquella práctica un alto ejercicio de la inteligencia, le hubiera venido bien que yo, entonces serio, le hubiese recordado que la mezcla entre la ironía y la solemnidad no funciona, y muchas otras cosas que podría contraponer a su glosa, ya que era fácil de ver, entre evidente y encubierta, la reprimenda múltiple que traía consigo, ya fuera por mi extremada dedicación a animales y plantas, y la reprimenda, acaso más quejumbrosa, por no actuar en la cama con idéntica temperatura (quiero decir, con el mismo ardor que había empleado en el exterminio de las hormigas), sin contar con que ella, vigilando la sangre en el termómetro, se pusiera a regular también el mercurio de la racionalidad, sin sospechar que en aquel momento mi razón trabajaba a todo vapor, sospechando aún menos que la razón jamás es fría y sin pasión, y sólo piensa lo contrario quien al reflexionar no alcanza el meollo propulsor; para darse cuenta de ello se necesita ser realmente penetrante, y no es que ella no fuera inteligente, sin duda lo era, pero no lo bastante, sólo lo suficiente, y yo, atrevido, podría haber soltado las riendas del raciocinio, exprimiendo hasta el bagazo el grano de su sarcasmo, pero no dije nada, no dije ni pío, me guardé mis palabras, ella no había tenido bastante, sólo lo suficiente, pensaba yo, por eso ya estaba lubricando la lengua viperina, entorpecida la noche entera al abrigo de mis pies y etcétera, yo sólo sé que continué con la cabeza gacha pero avanzando, las cosas triturándose dentro de mí, y yo tenía, y eso era fácil de ver, a doña Mariana primero, pero era obvio que no era a doña Mariana, ni a ella, no era a nadie en particular, para ser todavía más claro, pero aun así pregunté: «¿Dónde está el señor Antônio?», y le pregunté eso a la casera con los modos más o menos equilibrados de quien casi, pero sólo casi, acierta a controlarse, pero carecía de la menor importancia si no lo lograba del todo: mi estómago era una olla y las hormigas me subían por la garganta, sin contar con que yo ya empujaba al escenario a quien estuviera a mi alcance, pues no sería al gusto de ella, si no, sui generis, que yo daría un espectáculo sin público, por eso me quejé duramente a doña Mariana, a quien, de nuevo enmudecida, le volví a preguntar: «¿Dónde está el señor Antônio?», forjando esta vez la misma aspereza que marcaba mi máscara, combinando estrechamente esas dos herramientas, el alicate y el pie de cabra, para arrancarle una palabra, y no es que fuera a exigirle a su marido el rescate de aquel rombo, no es que él fuera quien pudiera responder por la saña de las hormigas, pero –preso de la cólera– yo era un caballo que sólo necesitaba el golpe que me avisase de que era el momento de iniciar la cabal...

Índice

  1. Créditos
  2. LA LLEGADA
  3. EN LA CAMA
  4. EL LEVANTARSE
  5. EL BAÑO
  6. EL DESAYUNO
  7. LA BRONCA
  8. LA LLEGADA
  9. Nota del autor