Final en Berlín
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Final en Berlín

  1. 808 páginas
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Final en Berlín

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Información del libro

En Final en Berlín, Heinz Rein conduce al lector a las entrañas de la ciudad de Berlín, en abril de 1945, bombardeada y sumida en el caos total, ante el inminente colapso de Hitler y los suyos. De manera desesperada, el régimen nazi procura aferrarse al poder, e incluso en lo que serían sus días finales, las fuerzas de seguridad y la Gestapo continúan sembrando el terror, buscando judíos, disidentes y desertores. Creando con maestría una atmósfera de paranoia y sospecha absolutas, Rein relata la situación de una pequeña célula de resistencia, trasladando a los lectores a las entrañas mismas del hundimiento del nazismo, en una magistral novela cuyo principal protagonista es la ciudad de Berlín, en uno de los períodos más trágicos y virulentos de su larga historia.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2018
ISBN
9788416358694
Categoría
Literature

SEGUNDA PARTE. HASTA LAS DOCE Y CINCO

Si perdemos la guerra, el pueblo alemán estará perdido. No es necesario tener en consideración las condiciones que requiere un pueblo para sobrevivir de forma primitiva. Al contrario, es mejor destruir uno mismo las cosas, pues el pueblo alemán ha demostrado ser el más débil y el futuro le pertenece en exclusiva al pueblo más fuerte del Este. Los que queden tras la batalla serán sin duda los inferiores, pues los buenos habrán caído.
ADOLF HITLER
Führer y Canciller del Gran Reich de Alemania [Declaración del ministro del Reich Speer durante los Juicios de Núremberg en contra de los principales criminales de guerra].

I

Orden del día del Führer, 17 de abril
A los soldados del frente del Este:
El último ataque desde Asia será aniquilado.
Cuartel general del Führer, 16 de abril
El Führer ha emitido la siguiente orden del día para los soldados del frente del Este:
¡Soldados del frente del Este alemán!
Por última vez el enemigo mortal judeo-bolchevique procede a un ataque con ayuda de sus masas humanas. Trata de reducir Alemania a un montón de ruinas y exterminar a nuestro pueblo. Soldados del Este: la mayoría de vosotros conoce la suerte que amenaza sobre todo a las mujeres, a las muchachas y a los niños alemanes. Mientras que los ancianos y los niños son asesinados, nuestras mujeres son vilipendiadas por la soldadesca. Los demás son deportados a Siberia.
Hemos previsto este ataque y desde el mes de enero pasado hemos hecho todo lo humanamente posible para erigir un frente sólido. Una artillería potente recibe al enemigo. Las bajas que sufre nuestra infantería son cubiertas por innumerables unidades de reciente creación: unidades de emergencia, nuevos reemplazos y el Volkssturm refuerzan nuestro frente.
El bolchevique sufrirá en esta ocasión el viejo destino de Asia, es decir, se desangrará ante la capital del Reich.
Quien en este momento no cumpla con su deber, traiciona a nuestro pueblo. El regimiento o la división que abandone sus posiciones sentirá la vergüenza y el menosprecio de las mujeres y los niños alemanes, que se mantienen firmes a pesar del terror de los bombardeos de nuestras ciudades.
Poneos en guardia contra los escasos oficiales y soldados traidores, que para asegurar su vida miserable luchan contra nosotros pagados por Rusia e incluso con uniformes alemanes. Quien os ordene retroceder sin que vosotros lo conozcáis exactamente debe ser inmediatamente detenido y, si es preciso, eliminado, tenga el rango que tenga.
Si en los próximos días y semanas cada soldado del frente del Este cumple con su deber, el último asalto de Asia fracasará, al igual que finalmente nuestro adversario fracasará rotundamente en su avance en Occidente.
Berlín seguirá siendo alemán, Viena será nuevamente alemana y Europa no será nunca rusa.
¡Es preciso que luchéis unidos para defender no el concepto vacío de una patria, sino para defender vuestra tierra natal, a vuestras mujeres, a vuestros hijos y, por lo tanto, vuestro porvenir!
En estos momentos el pueblo alemán concentra sus miradas en vosotros, mis combatientes del Este, y espera que con vuestro fanatismo y perseverancia, vuestras armas y vuestro mando, el asalto bolchevique quede ahogado en sangre.
En el momento en el que se haya borrado de la faz de la tierra al mayor criminal de guerra de todos los tiempos se decidirá el giro de la guerra.
Firmado: ADOLF H ITLER
Lassehn termina de leer el 12-Uhr-Blatt. Finalmente ha llegado el momento, se inicia la batalla final, ahora debe decidirse. Entre el Óder y Berlín ya no hay nada más, ningún curso de río importante, ninguna montaña, ninguna pared oriental, sólo la llanura arenosa de Brandeburgo con unos cuantos lagos y unas cuantas colinas bajas, bosques de pinos y landas, pequeñas ciudades y tranquilos pueblos, los arrabales de Berlín, cuyo cuerpo enorme se adentra lejos en el paisaje de Brandeburgo y se acerca al final de su red de transporte casi hasta el río Óder.
Las imágenes de la guerra ascienden frente a Lassehn como una visión: tanques que aplastan campos de trigo y girasoles, artillería que incendia pueblos, pelotones que proceden a fusilamientos en masa, carreteras por las que transitan personas aturdidas con sus míseras pertenencias y bosques… Más escalofriante que la visión del cuerpo de una persona desfigurado, una casa destrozada o un puente volado por los aires es la de un bosque hecho astillas e incendiado, es un cementerio cuyos cadáveres no están cubiertos por colinas, cuyos tocones desnudos surgen de la tierra en forma de denuncia, un cementerio decorado sin hojas, ni flores, sin ni una sola brizna de hierba, sin el aroma de la resina, del musgo y de las flores, sin el canto de los pájaros ni el ruido de los escarabajos, sin color, únicamente tierra arrasada, carbonizada y muerta.
Un escalofrío hace que todo su cuerpo se estremezca. Se sembraron hierro y sangre en una tierra extraña y ahora la cosecha se realiza aquí; los tanques marchan, los aviones recorren a toda velocidad la tierra natal, la artillería la bombardea, sus pueblos y ciudades se transforman en cenizas, persiguen a las personas por las carreteras como si fueran Erinias.
Lassehn está sentado en el tren de cercanías, de nuevo de camino a Charlottenburg, lleva encima una serie de octavillas, recién impresas; la tinta aún está un poco fresca, despide un olor fuerte. Le da la impresión de que cualquiera podría detectar ese olor, que asciende con tanta insistencia del bolsillo interior de su abrigo. Sin embargo, nadie repara en él. Podría haberse producido un milagro y nadie habría prestado atención, los pensamientos de las personas se han deslizado hoy en día del propio e importante yo y la existencia secundaria del vecino hacia la lejanía, hacia el este, donde discurre una ancha corriente por la marca de Brandeburgo, la última barrera, contra la que debe romperse el ímpetu de un adversario decidido y superior. Como si fuera la pancarta colgada de la fachada de una casa que constantemente renueva el texto de su anuncio, en la conciencia de las personas se aparece una y otra vez el mismo pensamiento: «Los soviets han llegado al Óder para iniciar la ofensiva final».
A este pensamiento va ligada una pregunta indisoluble, cuya respuesta decidirá lo que tenga que pasar, para bien o para mal, sobre la vida y la muerte. «¿Se defenderá Berlín o se declarará ciudad abierta?».
De hecho, la ciudad se encuentra ya en estado de defensa. Las afueras de la ciudad están marcadas con profundas zanjas antitanque, las trincheras atraviesan los huertos y campos, en los terraplenes de las vías férreas, declives y zonas boscosas se han cavado agujeros individuales, todas las calles de acceso permanecen bloqueadas con cañones antitanque y barricadas contra los tanques, la artillería antiaérea apunta ya a ras de tierra. Todo ello es claramente visible y no puede, no debería, pasarse por alto. Desde el mismo principio se asistió a la ampliación de estas avanzadillas y obstáculos y la gente se burló de ellos, igual que uno se ríe de un juego sin sentido. Sin embargo, pronto los rostros se tornaron serios, igual que el supuesto juego se convirtió en sistema y método, se sucedieron barricada tras barricada, zanja tras zanja, aunque al fin y al cabo todas las medidas que se han tomado hasta la fecha sólo se pueden considerar medidas de precaución que simulan firmeza frente al adversario y, por lo tanto, deben intimidarlo. Son como un arma que uno lleva encima por precaución, aunque no haga uso de ella. Aunque ahora parece que uno está obligado a familiarizarse con este arma, hay que tenerla cargada y dispuesta para disparar, pues podría ser que realmente haya que defender la ciudad.
Todo el mundo sabe lo que supone tener que defender una ciudad como Berlín. En esta ciudad destruida y rota viven casi tres millones de personas, cientos de miles de mujeres, cientos de miles de niños, cientos de miles de ancianos, más de medio millón de trabajadores forzados extranjeros, que están esperando el momento de su liberación y cuyos sentimientos de venganza reprimidos se ven cada vez más avivados por la presencia de los ejércitos aliados a las puertas de la ciudad.
Parece imposible que un Gobierno consciente de su responsabilidad quiera arrastrar a la ciudad a la batalla. ¿No se protegieron Roma, París, Florencia y Bruselas para –tal como se anunció con gestos pretenciosos y vanidosos– conservar para el mundo la cultura insustituible de estas ciudades? ¿No cabe la posibilidad de que se declare Berlín, el corazón del Reich alemán, ciudad abierta con el fin de que no sea víctima de la destrucción total? Aunque en la historia de las campañas militares de esta guerra aún no se ha dado ningún ejemplo en el cual el gobierno nacionalsocialista no haya defendido una ciudad alemana con el fin de preservarla junto a sus habitantes. Se ha defendido con rabioso encarnizamiento Aquisgrán y Colonia, Breslau y Posen, Viena y Königsberg sin haber podido detener firmemente el avance del adversario. Sin embargo, Berlín no se puede comparar con las otras ciudades que en el momento de su asedio disponían del interior de un país para poder evacuar a la población civil. La capital del Reich ya no dispone del interior del país, pues el llamamiento de guerra del adversario se arrima imparable a ella desde el este y el oeste, y su aviación dibuja sobre ésta, ininterrumpidamente, sus círculos mortales.
Tampoco hay ya medios de transporte –en realidad, tampoco hay calles–, pues los tranvías han tenido que interrumpir su servicio por los constantes ataques de los bombarderos y las calles se encuentran bajo la vigilancia de los aviones en vuelo rasante.
La gran ofensiva soviética se cierne sobre el este de la ciudad como una oscura tormenta, una tormenta lejana de la que no se oyen los truenos; un viento agitado anuncia la cercanía del temporal, tras la pared de nubes acechan los relámpagos, aunque sobre la ciudad se cierne una claridad angustiosa y sulfurosa.
En la ciudad se siente el bochorno antes de la tormenta. De las personas se ha apoderado una temblorosa expectativa, se trata de un temblor entre la esperanza de que se produzca un milagro –siempre prometido por el Gobierno y de realización inmediata– y el horror paralizador ante el final terrorífico. En la mirada de la gente, que hasta el día de ayer reflejaba apatía y resignación, ha aparecido de repente una expresión angustiosa y temerosamente inquieta. Las continuas alarmas aéreas se han convertido en una costumbre diaria y se toleran, ya que forman parte de la cotidianidad, como algo naturalmente necesario. Las personas se han vuelto indiferentes, el letargo ha apelmazado demasiado las circunvoluciones de sus cerebros para que se puedan desesperar, pues la desesperación requiere siempre de la reflexión, comprensión de los hechos y valoración de la situación. Lo que ahora se prepara sin embargo en el este, a sólo ochenta kilómetros del centro de la ciudad, es algo completamente diferente, algo nuevo, se desata como un huracán, alza de golpe al más perezoso. No hay hombre ni mujer en esta ciudad que no sepa lo que supone defender una ciudad, los enfrentamientos en las calles, el fuego de artillería, los bombardeos de los aviones en vuelo rasante. Unos lo sabían por haber experimentado dos guerras mundiales, cuando ciudades francesas y rusas se redujeron a cenizas en la batalla de casa por casa, calle por calle y la tierra fue removida como si de una excavadora gigante se tratara. Las mujeres y los otros lo sabían por los noticiarios, donde la lucha y sus destrozos se mostraban con evidente satisfacción, ya que se trataba de ciudades enemigas.
El peligro, que sólo a intervalos asalta a las personas y entre éstos les deja tiempo para coger aire, reparar los daños provisionalmente y llevar un resto minúsculo de vida burguesa, se ha convertido ahora en una amenaza continua, pues se ha iniciado la marea desde el este. Creen ver las muchas miles de bocas negras de los cañones que apuntan amenazadores, que ahora braman vehementes y lanzan sus disparos contra las posiciones...

Índice

  1. PORTADA
  2. SEMIFINAL
  3. BERLÍN, ABRIL DE 1945
  4. PRIMERA PARTE. CALMA ANTES DE LA TORMENTA
  5. SEGUNDA PARTE. HASTA LAS DOCE Y CINCO
  6. EL FINAL
  7. ¿EL NUEVO INICIO?
  8. NOTAS