Ojos negros
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Ojos negros

  1. 180 páginas
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Ojos negros

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Índice
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Información del libro

Un niño tiene un encuentro que lo marca de por vida. Ya adulto, no recuerda nada, y emprende la narración de su infancia para tratar de contar ese olvido, para tratar de recuperar el instante preciso que lo acompañará y que determinará toda su existencia: unos ojos negros que son, al mismo tiempo, la pérdida de la inocencia y la lucha inquebrantable por volver a ella. Ojos Negros es el relato de todo lo que un hombre ha recibido del amor: el magnetismo de los cuerpos, los rostros, las historias únicas y repetidas y, por fin, la redención. Ojos Negros narra, a través de la vida de un hombre, la existencia de todo el género humano, su caída, su culpa, su angustia pero, ante todo, el esfuerzo por alcanzar la salvación a través del amor y de la reconquista de la infancia.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2019
ISBN
9788417517359
Categoría
Literatura
ESA FRASE. ¿Cuál? Te voy a echar de menos cuando crezcas. ¿Quién la había pronunciado? Durante mucho tiempo no quise saberlo. Ni por qué exactamente. Ni lo que aquella frase podía entonces significar. O no me atreví a profundizar más en ella. Ignoro lo que respondí y si dije algo. Tú y yo, para siempre. ¿Dura mucho ese siempre? A veces, toda una vida. Otras, más allá. Se perpetúa tanto en cada uno de los días felices como en los más tristes. Más tiempo aún que una sola vida. Menos, también. Todo depende. Ah, pero ¿de qué? No, desde luego que no fue un deseo como el que sentiría más adelante. No era igual. ¿Tú crees? Cuando al cabo de los años volvía a pensar en aquello, me decía que era imposible. Era un poco lo mismo que oír el rumor de un agua que fluye en algún lugar. Te imaginas un torrente. Te haces preguntas. Ahondas en ellas. Pero es imposible averiguar de dónde viene ese rumor. Nadie me preguntó nunca qué había pasado, qué habíamos hecho. Nada. Era yo quien, por cierto, hacía las preguntas. Yo tenía esa edad en la que, infatigablemente, hacemos la misma pregunta a todo el mundo. No pensamos más que en eso, en las preguntas. Ninguna respuesta nos satisface del todo. Pero no dejamos de inquirir. ¿Hasta que nos vienen a la memoria las cosas perdidas? No, hasta inventarlas finalmente. Tal vez aquello hubiera sido un malentendido. Ella no te habría arrastrado a eso. No a tu edad. Ella no podía querer eso. Debió de ser una proyección mía. Se sabe de niños que viven inmersos en semejantes proyecciones y que creen en ellas a pies juntillas. Lo malo es que ningún malentendido se reduce jamás a una mera falta de información. Ni de conocimientos que podríamos, un día u otro, enmendar y compensar. Aquello no se asemejaba a nada. ¿Eras feliz? Lo que sentía estaba por debajo o más allá de la dicha. Y mucho me extrañaría si las palabras feliz y dicha estuvieran siempre en armonía entre ellas, o con las cosas que pretenden representar. De niño, muy pronto intuí que las palabras batallaban con la vida, con los usos que hacíamos de esas palabras en la vida. Habrá mil maneras de decir que uno es feliz o infeliz. Ninguna bastará. Pero ¿volviste a verla? No. ¿Qué edad tenías exactamente en aquel entonces? ¿Qué ha sido de ella? Bueno, ya sabes, debió de morir mucho tiempo atrás. Desapareció. ¿Cómo iba a volver a verla? ¿Cómo estar seguro del todo de que ella se me apareció? Únicamente en el cine una desaparición se plasma de una manera visible. Sí, pero así me educaron: no creo en las desapariciones. Cada ausencia exige una interpretación. El sentido no es otra cosa que el fruto de nuestro empleo del duelo. Eso se llama «cultura», «civilización». El siempre no cesará nunca. No, pero no existe un siempre sin cicatrices: microcortes que conforman tanto la memoria como la eternidad.
Se accede allí siguiendo un largo pasillo, angosto, asfixiante. Es una estancia grande de una vieja casa en un jardín que, entre nosotros, llamamos el Château. Está decorada con antiguos grabados que son ilegibles para nosotros. Los altos ventanales dan a los árboles y, en lontananza, detrás de las alamedas, más allá de unos muros que en algunas zonas se desmoronan desde mucho tiempo atrás, al mar: el Mediterráneo. ¡Cómo me gusta ese nombre! Es una habitación singular cuyas proporciones se nos antojan gigantescas, con una doble hilera de camitas todas iguales y con las mismas sábanas blancas bajo una manta oscura, unas camas que forman un bloque en el espacio cual si fueran una hilera de fichas de dominó. Con una chimenea condenada al fondo en la que, otrora, debieron de asarse bueyes enteros. Soy muy pequeño. La que me da las respuestas me estrecha en sus brazos. ¿Quién ha hablado? ¿Quién me ha roto el corazón? Si somos realmente eso que llamamos «seres dotados de habla», entonces a todos nos salva y nos pierde la palabra. ¡Ay!, si nuestros años pasados se pusieran a hablar y nos revelaran los secretos que pensábamos haber abandonado tras nosotros, de un solo golpe los recuerdos, esos prisioneros arrepentidos, tomarían la palabra y lo confesarían todo. Entendedme: LA INFANCIA es el inaprehensible asunto que me gustaría tratar aquí, que se hincha y se aleja como un globo con su estrecha camisita de ayer, esa que hace meses que no nos ponemos. Con sus minúsculos botones de nácar, comprados en la modesta mercería de la esquina de nuestra calle. Un buen día, sin avisar, esa camisa nos parece ridícula. Crecen tan rápido, dicen las madres para tranquilizarse. Ante todo, lo hacen para no tener que pronunciar la palabra mágica y dolorosa: infancia. Nunca es el tiempo lo que se ha perdido, sino la infancia. Todo se pierde, todo lo relativo a la infancia se olvida, y tanto los proyectos que ésta forjó para nosotros como las palabras que decía que nos acompañaban quedan reducidos a minúsculas imágenes indescifrables, unos jeroglíficos dentro de un templo en ruinas. Estamos todos en esa edad en que somos unos pequeños exploradores decepcionados y repetimos en bucle: cuando sea mayor, cuando sea mayor. Pero la mayor soledad es ella: la infancia. Ella es ese tiempo que no se entrega sino a quien durante ésta se ha sentido solo. Ella es, durante toda nuestra vida, mientras va adentrándose en la oscuridad de la edad, ese porvenir que, incansable, nos pisa los talones. La infancia es siempre un descubrimiento. Como si, tras haber vivido realmente, ya no creyéramos en ella. Y nos sorprende cuando la redescubrimos ya entrados en la edad adulta; una vez que hemos empujado la puerta de la casa del recuerdo, que no se abre a nosotros sino a partir del momento en que el detalle de lo que llamamos «los hechos» se ha borrado y en que sentimos que nos abismamos en el pasado igual que si nos sumiéramos en un sueño en el que estamos despiertos para ser confrontados a unas extrañas manchas de tinta muy oscuras. Es un CHOQUE NEGRO (Dunkelschock), por retomar la expresión del famoso test del psicoanalista alienista Hermann Rorschach. Todo comienza cuando una cosa terrible, terriblemente bella, está SUCEDIENDO. Mas ¡no lo sabíamos! Y en ese instante nada nos podía sugerir que un día lo sabríamos. En lo por venir, irremediablemente. Nada nos daba a entender que la infancia nos estaba abandonando. Y que nos decía «adiós muy buenas», dejando ante nosotros un inmenso desorden por interpretar, colocar, clasificar. Si es que tal cosa es posible.
Recuerdo los golpecitos que tenía que dar en una imponente puerta gris. Estaba hecha de una madera pesada, y la pintura, considerablemente desconchada, dejaba ver otras capas más antiguas. La puerta del dormitorio para la siesta de los pequeños. Tres golpes. Silencio. Luego, dos golpes. Era ésta la señal, seguramente confiada en secreto una tarde. Se me cortaba la respiración por la emoción. Toda vez la puerta se abría lentamente y aparecían DOS OJOS NEGROS MAGNÍFICOS. Negros como la noche y almendrados. Dos ojos que me dominaban y hacia los cuales yo alzaba los míos. Verticalidad turbadora. A veces, esos ojos estaban muy brillantes, y otras, muy sombríos o llenos de humor, pero siempre parecían estar posados en mí. Me miraban fijamente durante una eternidad. Silenciosos. No debíamos decir nada al entrar. Ésta era la regla que nos habíamos impuesto. Yo aún no había cumplido seis años. Me colaba en la habitación con el corazón a punto de estallar. Al final, aquellos ojos estaban a menudo tristes. Porque presiento que te voy a echar de menos cuando crezcas, repetía quedamente la voz en cada ocasión. Siento que voy a llorar. Es una tontería. Cuando me eches de menos, ¿me verás con tus ojos tan oscuros? Un corazón que siente nostalgia por otro y piensa en él seguramente volverá a verlo un día. Eso dicen, SEÑOR. ¿Me querrás siempre? Y yo me decía, con toda la seriedad de la que somos capaces en la infancia: sí, pero eso debe de durar mucho, siempre.
En el jardín de infancia no me despego nunca de Ojos Negros. Me aferro a ella. No quiero estar separado de ella. Los niños se burlan un poco de mí. ¡Siempre pegado a sus faldas!, dicen a mis espaldas. Ella es una preciosa joven morena que se ocupa de nosotros cuando las hermanas del Saint-Esprit, nuestras vigilantes y piadosas maestras, son llamadas a otros oscuros menesteres, como rezar o preparar las comidas. No guardo un recuerdo preciso de su rostro. En mi memoria, no veo sino sus ojos negros. Me acuerdo de algunos minutos que pasábamos juntos, arrancados a unas tardes espléndidas. Permanezco, insatisfecho, junto a Ojos Negros, pero desconozco justo aquello que me habría colmado. Aunque no puedo saberlo, busco algo que me supera, un conocimiento cuya comezón, cuya avidez siento a despecho de que su objeto me es desconocido. Sin tener una idea de ese algo. Es una presencia misteriosa y embarazosa, como todos los misterios. Heme aquí, pues, plenamente convencido de una realidad cuya existencia ni siquiera sospechaba. Una cosa invisible y gratuita. Yo aguardaba a que estuviéramos solos. Si bien era un suplicio cada día, no habría querido ceder mi lugar por nada del mundo. En cuanto me era posible, acudía a frotarme con sus preciosas piernas finas y perfumadas. Ojos Negros me dejaba hacerlo, y mis manos menudas acariciaban sus muslos desnudos lo más arriba que podían. Aquel abandonarnos el uno al otro me parecía natural. Me acuerdo sencillamente de la loca dulzura de ese consentimiento. Un SÍ SILENCIOSO, pero encarnado. ¿Estábamos plenamente seguros de lo que queríamos? Lo único que recuerdo es que ese no estaba en absoluto seguro de su derecho, que no se proclamaba públicamente, sino que se afirmaba con delicadeza en el silencio de nuestros gestos y sonrisas, en los rincones sombríos del gran Château. Mas ¿nos convertíamos en ángeles por un inexpresable sí? Ojos Negros reía, y yo admiraba sus dientes, sus labios, su lengua. Me tumbaba en el suelo y me hacía el muerto hasta que ella se inclinaba y yo podía entrever por fin sus dos senos redondos en el resquicio de su blusa. Ella misma, con esa ambivalencia erótica que a la sazón yo no podía percibir con claridad, se brindaba a mis ojos. Me dejaba que la descalzara (unos zapatos de tacón con punta redonda) y ofrecía sus pies desnudos a mis besos de niño, me consentía peinar su larga cabellera con reflejos fuliginosos. Tantas prendas impuestas en un juego que sólo nosotros conocíamos y que consentía su mirada brillante, oscura, pletórica de una fiebre cuya razón yo ignoraba. Ella me enseñaba sus rasguños, sus rojeces, sus granos, sus heriditas, y yo tenía que lamerlos suavemente. No me imaginaba nada acerca de su vida fuera de las horas que pasábamos juntos. Yo vivía para ella. Su existencia misma se limitaba para mí al tiempo que pasábamos juntos. Unos minutos, a veces una hora, robados a la estricta banalidad de los empleos del tiempo. Ése era el privilegio de la infancia. Ojos Negros era sólo mía. Su piel me electrizaba. Y sus caricias no se semejaban a ninguna otra caricia que me hubieran prodigado hasta entonces. Yo, que tenía esas SANTAS VISIONES del amor y las uniones regias que tienen los niños, planeaba casarme con ella en breve, cosa que una tarde estuve a punto de confiarle a sor Ange, pensando que ésta necesariamente conocería el secreto de semejantes tratos. Pero, bendita mala suerte, una tarde ésta se anticipó a mis planes y me preguntó con inquietud tras haberme sorprendido errando solo en los pasillos DE ARRIBA, con la frente roja y los miembros temblorosos. Delante de la puerta gris. ¿Y bien?, ¿y bien?, me preguntó ella. ¿Qué haces aquí a estas horas? Yo no debería andar vagando por ese pasillo. Debería reunirme con los demás, que estaban jugando fuera. Y disfrutar del buen tiempo. De buenas a primeras, lo comprendí: Ojos Negros y yo no tendríamos ningún aliado, ningún confidente. Estábamos solos en el mundo. Puede que el pudor y la sospecha me hicieran contenerme ese día, cierto sentido del peligro y del disimulo. No decir nada. Hacer como si tal cosa. Era asimismo posible que sor Ange, a la que nunca había visto besando a nadie, a ninguno de nosotros, no fuera la persona adecuada. Presentía de veras que me estaba arriesgando a despertar en ella virtudes contradictorias. Ella me había prevenido. Ojos Negros había puesto un dedo en mis labios y, sonriendo con un suspiro, me dijo: chis, chis. Éste es NUESTRO PEQUEÑO SECRETO. Me imaginé esto como el corazón de un animal minúsculo palpitando, pendiendo de mi silencio. Al presente recuerdo que, durante mucho tiempo, estuve soñando con aterradoras confesiones que me arrojaban a una vergüenza indescriptible, insuperable. Desde entonces, sigo teniendo las mismas visiones obsesivas y secretas de una vida común con la primera desconocida con la que me cruzo y con la que no puedo sino imaginarme una complicidad mágica ¡de por vida! CHIS. Ay, todas esas vidas por explorar y que dejamos atrás en el camino. Hasta que llega el día, ese en que el peso de mi pena mermará igual que se apagan los ruidos en la calle cuando nieva. Precisamente, nevaba en Niza ese día. Era excepcional aquella blancura sobre el mar y las playas de guijarros. Nos habíamos quedado los dos solos en los dormitorios. Un viento frío penetraba por la vasta chimenea, a pesar de unas planchas de madera barnizada que obstruían el hogar. La mayoría de los niños habían regresado a sus casas, medio patinando, agarrados, como a unas áncoras movientes y blandas, de las manos de los mayores, insensibles éstos a la embriaguez del momento. Con la aparición de la nieve que sorprendió a todo el mundo, se sucedieron los acontecimientos que ahora ruego a Dios que me ayude a recordar para, por fin, arrojar luz sobre ellos. Dios es inmenso y yo todavía soy tan pequeño, y ya acarreando el fardo de mi debilidad. Jamás sabré qué gesto o palabra míos provocaron ese día en Ojos Negros aquella reacción brutal y violenta, aquella decisión terrible en la nieve. Pero de la noche a la mañana, por una razón que siempre me fue desconocida, puso fin a nuestros juegos y no me dirigió la palabra sino para llamarme al orden o advertirme de todas esas cosas inútiles y humillantes de las que se advierte a los niños. Por más que llamara e hiciera la señal, la puerta del dormitorio ya no se abría. O puede que jamás hubiera habido puerta alguna. O que jamás llamara a la buena. Durante semanas, me convertí en el agrimensor del Château. Tal vez continuaría siéndolo el resto de mi vida. En busca de una puerta que al abrirse de nuevo me concediera la visión de aquellos ojos negros. Mucho me esforcé por recordar todo cuanto habíamos hecho para saber si no había acontecido, en un momento dado, algo que la habría entristecido o enfadado. No di con nada. Me sentí un miserable. Fui el único testigo de aquella derrota. Muy pronto conocí la soledad del desterrado. En un santiamén, volver a convertirme en un niño, un crío abandonado a su vergüenza de niño. Vergüenza de mi carne tan joven. Yo, de pronto un mocoso. Me quedaba allí como un astro sin gravitación. Llegaba a dudar de la realidad de lo que habíamos vivido juntos. Aquel dormitorio del primer piso continuaría estando cerrado. Como un joven mártir, llegaba a rogar locuras: DESCUARTÍZAME, DIOS MÍO, destrípame, expúlsame si esta historia nunca ha existido. Creo, sin embargo, no haber reencontrado nunca en mi vida de adulto la frescura de Ojos Negros. ¿Acaso no sabía ella que tenía que ceñirla con mis brazos cuando atravesáramos el Mediterráneo para alcanzar otras tierras, una isla en la que ella y yo viviríamos? No entendía nada de lo que su cambio de actitud podía significar. Simplemente intuía que, en un cabal instante que había escapado a mi comprensión, yo no debería haber sido yo, tan pequeño, tan estúpido e ignorante. Lo más doloroso fue ese fugaz momento de consolación en que Ojos Negros me cogió las manos y buscó largamente unas palabras que jamás franquearon sus labios rosados y húmedos, ligeramente cortados. Seguramente pensara que no podría hacerme comprender lo que tenía que decirme. Tal vez le pregunté qué pasaba. Me figuro que no me contestó. Y que continuó clavándome sus ojos, con la mirada perdida, sin verme. Hoy me doy cuenta de que tan sólo disponíamos de nuestros dos cuerpos dispares para unirnos. Y de las miradas. El uso de las palabras y del habla era incluso un obstáculo para lo que teníamos. Ojos Negros me abandonó así, sin explicación, sin palabras: me dejó pendiendo de esas palabras imposibles que en vano ella había procurado pronunciar y a solas con esa inmensa pregunta en mi corazón: ¿qué era lo que en realidad podía yo haber malogrado? Una fractura inexplicable. Era terrible no volver a verla. Desde entonces, he guardado en mi memoria el perfume de Ojos Negros; sus amplias faldas acampanadas bajo las que me hacía pasar. Desaparece de aquí, decía ella. Ella no era un sueño, sino con mucho una realidad que daba tormento a mi memoria. No un fantasma, sino un recuerdo sin vestigio, sin prueba alguna de haber sucedido.
Cuando tenía cinco años caí en una de esas desesperaciones sin fondo de la infancia. Seriamente llegué a pensar que moriría a causa de lo que, siendo tan joven, se me reveló como la mediocridad de los sentimientos entre los seres. Con ella había convertido lo que probablemente era un juego en ...

Índice

  1. Portada
  2. Ojos Negros
  3. Notas