Manual de despedidas
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Manual de despedidas

  1. 152 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Manual de despedidas

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Índice
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Información del libro

En una Bratislava en la que aún reverberan los ecos del socialismo, dos parejas de amigos pasan las horas en el Café Viena bebiendo vino y conversando sobre literatura, David Lynch, lo humano y lo divino. Pertrechados de una ironía irreverente, huyen de la seriedad fútil de un empleo estable, del sordo desarraigo que los atraviesa. Manual de despedidas es un caleidoscopio donde el humor, la confesión, el recuerdo y la digresión dan lugar a una narración alucinada en la que no caben certezas. Como si asistiéramos a una relec­tura fragmentaria y surrealista de La insoportable levedad del ser en pleno siglo XXI, Jana Benová retrata la vulnerabilidad de una generación que creció al albur del fin del socialismo soviético y se hizo adulta anhelando un futuro que nunca llegó.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2020
ISBN
9788418342073
Categoría
Literatura
IV. VERANO
Durante el verano Elza y Rebeka se evitaron mutuamente. Se veían sólo una vez al mes en el Hiena, cuando Rebeka abonaba a Elfman, Ian y Elza su beca. La Trinidad había desistido de sus encuentros periódicos. Había llegado el momento de crear por cuenta propia. Elza ya no leía en voz alta de su Manual de despedidas. Lo leía en silencio Ian.
–Ya verás cuando escriba yo un libro sobre el amor –amenazaba a Elza.
Rebeka se ganaba la vida como juez de línea. Sentada en la cancha de tenis, la mirada fija en la línea blanca sobre la tierra batida. Le traía recuerdos de los tiempos en que iba con su padre a recolectar setas. La única diferencia era que, mientras que al buscar setas la mirada vaga, el juez de línea la clava en un lugar. Lo que vaga es la presa. Rebeka tenía con las setas la misma relación que las mujeres con las flores. La conmovían su aroma y su color. Encima las setas tenían cuerpo. Volumen. Se podían agarrar, estrujar.
REBEKA. Las setas se podían comer. El único miembro de la familia a quien no le gustaban era la abuela. Cuando era pequeña, la familia de la casa de al lado se envenenó con un revuelto de setas. La abuela sacaba a colación el relato de la familia envenenada siempre que comíamos setas. Presidía la mesa, con un plato vacío ante ella, mientras planchaba el mantel con las manos.
–Los niños, del dolor, arrancaron el yeso de las paredes a arañazos…
–Vaya, hoy podría pasarme el día entero comiendo setas. –Papá, a intervalos regulares, se servía cucharadas de la sartén.
–Se los llevaron al hospital, pero ya no pudieron hacer nada por ellos. Murieron todos. Dos adultos y tres niños. Por las setas.
La abuela también era buscadora. Rastreadora. Husmeaba pelotas de tenis.
Por la mañana íbamos a hacer la compra a una tienda que se encontraba justo al lado de las canchas. La abuela me enseñó a peinar el césped de la acera. De vez en cuando caía allí una pelota que un tenista torpe había lanzado por encima de la valla. Y era nuestra. La abuela se había fijado en que la alambrada alrededor de las canchas estaba en muchos tramos desprendida en la base. Lo justo para que por debajo se colara la mano de una niña. Así quedaban a nuestro alcance más pelotas extraviadas. Podíamos elegir. Amarillas o blancas. La abuela recogía sólo las limpias y peludas. Las grises y gastadas, las que los tenistas llaman «patatas», las dejábamos intactas en su sitio.
El arte del juez de línea reside en no apartar la vista de un único sitio durante horas, sin pensar a la vez. No atraviesa su mente ninguna imagen, no ensueña, no reflexiona, no recuerda, no saca conclusiones. En su cabeza no se iluminan iconos. El pensamiento no queda velado por ningún salvapantallas: un bosque otoñal, el universo, estrellas, planetas, el rostro de un niño. No se activa el modo ahorro de energía.
El juez de línea no divaga. Su mirada mantiene el equilibrio sobre la fina cuerda blanca. Se aferra a los límites. Arde en cada punto de la recta. El juez de línea vive en el ecuador: suda y tiene escalofríos. No proyecta para sus adentros imágenes de paisajes, ciudades, el mar, la lluvia. No conversa, no se besa, no se pelea, no discute con nadie para sus adentros.
La mente en blanco no espera más que pelotas. Aguarda como un césped bien peinado, como niños con abuelos tras la valla de una cancha.
Cuando Rebeka regresaba del trabajo, se sentaba junto a la ventana y aguardaba retazos de los pasos de Elfman. Su cuerpo, corriendo entre las persianas abiertas: tablilla tras tablilla como un largometraje.
–Tengo una sensación desagradable, como si me acechara todo el rato –se quejaba Elfman a Elza en julio.
ELFMAN. Ayer, por ejemplo, estábamos tumbados en la cama viendo la televisión. De repente, Rebeka empezó a inclinarse en silencio, hacia mi cara.
–¿Qué quieres? –le pregunto.
–Estaba mirando si te habías quedado dormido.
–No estoy dormido, estoy viendo la tele.
–¿Por qué tienes entonces los ojos cerrados?
–No los tengo cerrados. No deberías observarme tanto.
–No te observo, te presto atención.
A las tres de la madrugada me despertó a mamporros. Seguía viendo la televisión. Acababa de terminar una película. Rebeka, fascinada, contemplaba los títulos de crédito. A mí me parecía que no tenían fin. Me agarraba la cara entre las manos mientras gritaba:
–¡Mira! ¡Mira! Mira cuánta gente trabajando en una sola película. ¡Y otro, otro! –voceaba Rebeka.
–Duérmete. Ves demasiada televisión.
–No puedo dormir –sonrió Rebeka–. Me persigue esta constante inmovilidad. Son las tres y aún no amanece. Lo único que se mueve en este planeta son los títulos de crédito.
(En realidad Elfman empleó en cada una de las frases de su discurso directo al menos dos palabras malsonantes. Por lo general nada más comenzar la frase).
A las tres de la madrugada Elza salía de un coche. Ahora cada día era Nochevieja. Sentada con Kalisto Tanzi en el coche estacionado, bebían vino tinto. Elza tenía los brazos enroscados en torno al cuello de Kalisto. Inquisitiva, observaba su cara. No se cansaba de contemplarla.
Cuando regresó a casa, las luces del piso estaban ya apagadas. Hacía frío de madrugada. Cortó una rebanada de pan y peló un diente de ajo. Los fue mordisqueando con el trasero apoyado en el radiador. El sabor del ajo lo ahogaba todo. El olor de la boca de Kalisto Tanzi, el deseo insatisfecho de Elza. Poco a poco fue entrando en calor. Sonreía como la noche después de un día de esquí.
A las tres de la mañana alcanzó el apogeo de su placer. El placer de no saciar y no culminar. De la ininterrumpida y crispada náusea. De la incesante ansia de una criatura insatisfecha.
Se pasó la noche marchando: siempre al mismo paso, abrupto. Sin descanso. Amaba a un minotauro. Avanzaban juntos por el laberinto.
(El deseo que se puede saciar no es verdadero deseo, dice una chanson armenia). Cuando miraba a Kalisto a los ojos, veía sólo la imagen de su propia cabeza en miniatura. Un retrato diminuto, como la cabeza de un alfiler.
Después se despidieron y ella fue a acostarse junto a Ian, que dormía. Ahora solía verlo únicamente con los ojos cerrados. Le gustaba. A pesar de todo. Enroscó el brazo anquilosado en torno a su cuello. Como un hilo en el laberinto.
Ian dormía profundamente. El libro que lo absorbía durante el día lo consumía por la noche con sueños angustiosos. En ellos vigilaba a unos niños muy pequeños que se perdían todo el rato. Elza no hacía más que es­caquearse de obligaciones laborales importantes. Y él no hacía más que quedarse sentado en un viejo café, en el bar ruinoso al que en tiempos, en el umbral de su mayoría de edad, lo llevó su padre. Sentado, simplemente, como si llorara.
En casa se había apartado por completo de Elza. Se había montado en el piso un miniapartamento propio. Había circundado su área con armarios y butacas, se fabricó un techo con una sábana azul. No estaba preci­samente limpia. Se podían ver costras blancas de hacer el amor. Flotaban sobre su cabeza como nubes de verano. Canículas.
A Elza esto le traía recuerdos de los tiempos en que estaba obsesionada con levantar cabañas. En su infancia las construía junto con su hermano. A base de colchones y sillones en el cuarto de los niños. O en el jardín, entre tres groselleros cubiertos por...

Índice

  1. I. Petržalka-Galápagos Petržalka. The shadow of my smile PetržalkaMy own style PetržalkaThe sound of my heart PetržalkaAlways on my mind
  2. II. Café Hiena
  3. III. Kalisto Tanzi
  4. IV. Verano
  5. V. Otoño
  6. VI. Invierno
  7. VII. Segundo verano
  8. VIII. El mar
  9. IX. CarlSolomon
  10. X. Infancia
  11. XI. Juventud
  12. XII. Fin (de la infancia y la juventud)
  13. XIII. Manual de despedidas
  14. XIV. Segundo invierno
  15. XV. En los retrovisores
  16. Notas