Labranza arcaica
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Labranza arcaica

  1. 140 páginas
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Labranza arcaica

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Labranza arcaica, la primera novela de Nassar, sitúa la acción en una granja brasileña, en un universo rural y primigenio con marcados ecos veterotestamentarios, para narrarnos la huida y el regreso de André, suerte de hijo pródigo que, harto de la austeridad, las penurias y las obligaciones, y temeroso de la figura del padre, decide abandonar la casa y las tierras de la familia, cargando con un oscuro e inconfesable secreto, y andar su propio camino a la intemperie. La prosa de Labranza arcaica es lírica y sensual, transida de una intensidad bíblica, y se regodea en las dolorosas disyuntivas entre cuerpo y alma, ley y transgresión, familia e individuo para urdir un texto fascinante, profundo y bellísimo.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2018
ISBN
9788416358762
Categoría
Literatur
LA PARTIDA
«¿Qué culpa tenemos nosotros de esta planta de la infancia,
de su seducción, de su vigor y constancia?».
JORGE DE LIMA
I
Los ojos en el techo, la desnudez en el cuarto; rosado, azul o violáceo, el cuarto es inviolable, el cuarto es individual, es un mundo, un cuarto catedral donde, en los intervalos de angustia, se cosecha, de un áspero tallo, en la palma de la mano, la rosa blanca de la desesperación, porque entre los objetos que el cuarto consagra están primero los objetos del cuerpo; yo estaba tumbado en el suelo de mi cuarto, en una vieja pensión de provincias, cuando mi hermano llegó para llevarme de vuelta; mi mano, poco antes dinámica y con dura disciplina, recorría lentamente la piel mojada de mi cuerpo; las puntas de mis dedos tocaban llenas de veneno el vello incipiente de mi pecho aún caliente; mi cabeza giraba aturdida mientras mi pelo se desplazaba en gruesas ondas sobre la curva húmeda de la frente; recosté una de las mejillas contra el suelo, pero mis ojos casi no aprehendieron nada, apenas perdieron la inmovilidad ante el vuelo fugaz de las pestañas; el ruido de los golpes en la puerta llegaba suave, se arrimaba despojado de sentido, el copo de paina se insinuaba entre las curvas sinuosas de la oreja donde por momentos se adormecía; el ruido, repitiéndose, siempre suave y manso, no perturbaba mi dulce embriaguez, ni mi somnolencia, ni el disperso y difuso torbellino sin respuesta; luego mis ojos vieron el picaporte que giraba, pero su movimiento se olvidaba en la retina como un objeto sin vida, un sonido sin vibración o un soplo oscuro en el sótano de la memoria; de pronto los golpes pusieron en sobresalto y desesperación las cosas letárgicas de mi cuarto; con un salto leve y silencioso me puse de pie, agachándome para recoger la toalla extendida en el suelo; apreté los ojos mientras me secaba la mano, sacudí enseguida la cabeza para sacudir mis ojos, tomé la camisa tirada en la silla, escondí en el pantalón mi sexo morado y oscuro, luego di unos pasos, abrí una de las hojas, reculando detrás de ella: mi hermano mayor estaba en la puerta; al entrar quedamos cara a cara, nuestros ojos quietos, un espacio de tierra seca nos separaba, había susto y asombro en ese polvo, pero no era una sorpresa, ni siquiera sé lo que era, y no nos decíamos nada, hasta que él extendió los brazos y cerró en silencio las manos fuertes en mis hombros y nos miramos y en un instante preciso nuestras memorias asaltaron nuestros ojos atropelladamente, y vi de pronto humedecerse sus ojos, y fue entonces cuando me abrazó, y sentí en sus brazos el peso de los brazos empapados de la familia entera; nos miramos de nuevo y yo dije: «No te esperaba», eso dije, confuso por la torpeza de lo que decía y lleno de recelo de que se me escapara algo en cualquier cosa que dijera; aun así, repetí: «No te esperaba», fue eso lo que dije otra vez, y sentí la fuerza poderosa de la familia abatiéndose sobre mí como un aguacero pesado mientras él decía: «Te queremos mucho, te queremos mucho», y eso era todo lo que decía mientras me abrazaba una vez más; todavía confuso, aturdido, le indiqué la silla del rincón, pero él ni siquiera se movió y, sacando el pañuelo del bolsillo, dijo: «Abotónate la camisa, André».
II
En la modorra de las tardes ociosas en la hacienda, yo me escapaba de los ojos aprehensivos de la familia a un lugar apartado en el bosque; amainaba la fiebre de mis pies en la tierra húmeda, cubría mi cuerpo de hojas y, echado a la sombra, dormía en la postura quieta de una planta enferma doblada por el peso de un capullo rojo; ¿no eran duendes todos aquellos troncos a mi alrededor, velando en silencio y llenos de paciencia mi sueño adolescente?, ¿qué urnas tan antiguas eran ésas, que liberaban las voces protectoras que me llamaban desde la terraza?, ¿de qué servían esos gritos, si mensajeros más veloces, más activos, cabalgaban mejor el viento corrompiendo los hilos de la atmósfera? (mi sueño, al madurar, sería cosechado con la voluptuosidad religiosa con la que se cosecha un fruto).
III
Y recordé que en sus sermones mi padre siempre nos decía que los ojos son el candil del cuerpo, y que si eran buenos era porque el cuerpo tenía luz, y si los ojos no eran limpios era porque revelaban un cuerpo tenebroso, y yo ahí, delante de mi hermano, respirando un exaltado olor a vino, sabía que mis ojos eran dos carozos repulsivos, pero no le di importancia, yo estaba confuso, y hasta perdido, y me vi de pronto haciendo cosas, moviendo las manos, recorriendo el cuarto, como si mi embarazo proviniera del desorden que me rodeaba; ordené las cosas encima de la mesa, pasé un trapo por la superficie, vacié el cenicero en el cesto, alisé las sábanas de la cama, doblé la toalla en la cabecera, y ya había vuelto a la mesa para llenar dos vasos cuando me descuidé y casi pregunté por Ana, pero fue sólo un súbito ímpetu atropellado, debería preguntarle cómo pudo llegar a mi pensión, descubrirme en el caserío antiguo, o incluso, de manera ingenua, intentar conocer el motivo de su llegada, pero ni siquiera estaba pensando en esas cosas, porque estaba oscuro por dentro, no conseguía salir de la carne de mis sentimientos, y ahí junto a la mesa estaba seguro de una sola cosa, de tener los ojos exasperados sobre el vino que vertía en los vasos; «Los postigos», dijo él, «¿por qué están cerrados los postigos?», dijo desde la silla del rincón donde estaba sentando, y no lo pensé dos veces y corrí a abrir la ventana y afuera había un atardecer tierno y casi frío, hecho de un sol fibroso y anaranjado que tiñó ampliamente el pozo de penumbra de mi cuarto, y yo aún encajaba las hojas de los postigos en los ganchos cuando, ligera, me recorrió una primera crisis, pero no le hice caso, fue pasajera, por eso sólo pensé en concluir mi labor y poco después fui, generoso y con algún escarnio, a poner entre sus manos un soberbio vaso de vino; y mientras una brisa impertinente calentaba las cortinas de encaje grueso, que a media altura tenían los dibujos de dos ángeles trepando por las nubes y soplando tranquilos clarines con las mejillas infladas, me abandoné al borde de la cama, los ojos bajos, dos bagazos, y fueron sus ojos llenos de luz encima de mí, no tengo dudas, los que me envenenaron, y fue una onda corta y quieta que me amenazó de cerca, haciéndome que en un impulso casi lo provocara con un grito: «No te contengas, hermano mío, encuentra de una vez la voz solemne que buscas, una voz potente de reproche; pregunta sin demora qué es lo que me sucede desde siempre, haz muecas, desfigúrame deprisa la cara, rompe contra mis ojos la vieja vajilla de nuestra casa», pero me contuve, creyendo que incitarlo, además de inútil, sería una tontería, y, sin darme cuenta, me quedé pensando en sus ojos, en los ojos de mi madre en las horas más silenciosas de la tarde, tras los que se ocultaban el cariño y las aprehensiones de una familia entera, y recordé cuando se abría en vago instante la puerta de mi cuarto, resurgiendo una figura maternal y casi afligida, «No te quedes así en la cama, corazón, habla conmigo, no hagas sufrir a tu madre», y sorprendido, y asustado, sentí que en cualquier momento podría también estallar en llanto, y se me ocurrió que sería bueno aprovechar un resto de embriaguez que no se había dejado espantar con su llegada para confesar, quizá de manera piadosa: «Es mi delirio, Pedro, es mi delirio, si quieres saberlo», pero eso sólo me pasó por la cabeza de modo confuso, lo que me hizo empinar el vaso en dos tragos rápidos, y yo, que creía inútil decir cualquier cosa, tuve que oír (él cumplía la sublime misión de devolver al hijo descarriado al seno de la familia) la voz de mi hermano, calma y serena como convenía; era una oración lo que decía, cuando empezó a hablar (era mi padre) de la cal y de las piedras de nuestra catedral.
IV
Sudanesa (o Schuda) era así: fornida; vivía bajo un techo de dos aguas, de paja gruesa y dorada, en una cerca de estacas bien plantadas, una al lado de la otra, que yo al principio apenas me atrevía a espiar a través de las hendiduras; era en una vasija de barro fresca y renovada donde cada mañana se lavaba la lengua y sorbía el agua; era en una cama bien provista de heno, olorosa y blanda, donde echaba el cuerpo y descansaba la cabeza, cuando el sol afuera ya alcanzaba el cénit; tenía un cocharro siempre limpio con maíz desgranado en la trilla y pasto verde bien segado en el que yo restregaba perejil para abrirle el apetito; la primera vez que vi a Sudanesa con mis ojos enfermizos fue un atardecer en que la saqué fuera, allá por los arbustos floridos que circundaban su cuarto agreste de cortesana; la conduje con el cuidado de un amante cariñoso, ella me seguía dócil pisando con sus patas de tacón, bamboleando y balanceando el cuerpo ancho suspendido sobre las columnas bien delineadas de las patas; al atardecer empecé a cuidar de su cuerpo, sumergía mis manos humosas en cuencos de ungüentos de olores variados, y luego desaparecían en su pelo suave y con flecos; pero no era una cabra lasciva, era una cabra de juguete, un contorno de tetas gordas e hinchadas, exponiendo con sus meneos las partes oscuras más pudendas, toda sensible cuando el peine recorría el pelo agradable y ondulado del cuerpo; era una cabra coqueta, era una cabra a la que le pendía el lóbulo de las orejas; tenía un rabo pequeño que era un pedazo de muelle revestido de buena cerda, tan sensible al toque leve, muy receptiva al cariño sutil y más delicado de un dedo; parecía esculpida de cuerpo entero cuando masticaba, no con los dientes sino con el tiempo, una vara verde atravesada en su boca paciente; y era entonces una cabra de piedra, tenía en los ojos dos trazos de tristeza bien impresos, pestañas largas y negras; era en esa postura mística una cabra predestinada; trajeron a Sudanesa a la hacienda para mezclar su sangre, sin embargo llegó preñada, llegó pidiendo cuidados especiales y, en aquella época, adolescente tímido, di mis primeros pasos para salir de mi aislamiento: abandoné la vagancia y, sacrílego, me nombré su pastor lírico; di primor a sus formas, di brillo al pelo, le di collares de flores, enrollé en su pescuezo largos metros de cundeamor, con sus frutos chillones colgados como si fueran campanas; Schuda, paciente, más generosa, cuando un tallo más túmido, misterioso y lúbrico buscaba en el intercurso el concurso de su cuerpo.
V
El amor, la unión y el trabajo de todos nosotros junto al padre eran un mensaje de pureza austera, guardado en nuestros santuarios, que comulgábamos solemnemente cada día, al hacer nuestro desayuno matinal y nuestro libro crepuscular; sin perder de vista la claridad piadosa de esta máxima, mi hermano continuaba con su plegaria, sugiriendo a cada paso, discretamente, mi inmadurez en la vida, hablando de los tropiezos a los que cada uno de nosotros estaba sujeto, y que era normal que eso pudiera haber sucedido, pero que era importante no olvidar tampoco las peculiaridades afectivas y espirituales que nos unían, no sucumbiendo a las tentaciones, poniéndonos en guardia contra la caída (sin importar de qué naturaleza); era éste el cuidado, era ésta por lo menos la parte que le correspondía a cada miembro, el quiñón al que cada uno estaba obligado, pues bastaba que uno de nosotros pisara en falso para que toda la familia cayera detrás; y dijo que estando la casa de pie cada uno de nosotros estaría también de pie, y que para mantener la casa erguida era necesario fortalecer el sentimiento del deber, venerando nuestros lazos de sangre, no alejándonos de nuestra puerta, respondiendo a nuestro padre cuando hiciera preguntas, no escondiendo nuestros ojos al hermano que los necesitara, participando del trabajo de la familia, trayendo los frutos a casa, ayudando a proveer la mesa común, y que dentro de la austeridad de nuestro modo de vida siempre habría lugar para muchas alegrías, comenzando por el cumplimiento de las labores que nos fueran atribuidas, pues se condenaba a un fardo terrible aquel que se sustrajera de las exigencias sagradas del deber; además habló de los anhelos aislados de cada uno en casa, pero que era necesario refrenar los malos impulsos, moderar prudentemente los buenos, no perder de vista el equilibrio, cultivando el autodominio, precaviéndose contra el egoísmo y las pasiones peligrosas que lo acompañan, intentando encontrar la solución a nuestros problemas individuales sin crearle problemas más graves a los que estimábamos, y que para ponderar cada caso siempre había existido el mismo tronco, la mano leal, la palabra amorosa y sabia de nuestros principios, sin contar con que el horizonte de la vida no era tan largo como parecía, no pasando de ser una ilusión, en mi caso, la felicidad que pudiera haber vislumbrado más allá de los lindes de nuestro padre; evitando conocer los motivos impíos de mi fuga (aunque sugiriendo discretamente que mis pasos eran un mal ejemplo para Lula, el hermano menor, cuyos ojos siempre estuvieron más cerca de mí), mi hermano dio un soplo caliente a su plegaria para recordarme que había más fuerza en el perdón que en la ofensa, y más fuerza en la reparación que en el error, y dejando claro que éstos deberían ser el anverso y el reverso sublimes del buen carácter, correspondiendo, a mi regreso, el primero a la familia, y la reparación del error a mí, el hijo desgarrado; «No sabes lo que todos nosotros hemos pasado durante tu ausencia, te causaría espanto el rostro acabado de la familia; es duro decírtelo, hermano, pero nuestra madre ya no puede ocultar a nadie sus gemidos», dijo mezclando en su reprimenda un cierto y cada vez más tenso sentimiento de ternura, él, que venía caminando sereno y seguro, un tanto solemne (como mi padre), mientras yo me arrojaba a un rápido vértigo, pensando en las provisiones de esa pobre familia nuestra despojada ya de su antigua fuerza, y fue tal vez en mi oscuridad, en un instante de lucidez, que yo llegué a sospechar que en la carencia de su alimento espiritual se cocinaba, en un prosaico cuarto de pensión, en fuego fatuo, la última reserva de semillas de un plantío; «Ella no le contó a nadie lo de tu partida; aquel día, a la hora de almorzar, en la mesa, cada uno de nosotros sintió más que el otro el peso de tu silla vacía; pero nos quedamos quietos y con la vista baja, mientras nuestra madre servía los platos, ninguno de nosotros osó preguntar por tu paradero; y fue una larga tarde de trabajo con nuestro padre, el pensamiento ocupado en nuestras hermanas en casa, perdidas entre los quehaceres de la cocina y los bordados en la terraza, en la máquina de coser u ordenando la despensa; no importaba dónde estuvieran, ellas ya no serían las mismas a partir de ese día, llenando como siempre la casa de alegría, se entregarían al abandono y al desconsuelo que sentían; hacías falta tú, André, eso era lo que faltaba; y hacía falta ver a nuestro padre encerrado en su silencio; en cuanto terminó la cena, abandonó la mesa y se fue a la terraza; nadie vio a nuestro padre retirarse, se quedó al lado del barandal, de pie, mirando quién sabe qué en la noche oscura; sólo a la hora de acostarse, cuando entré en tu cuarto y abrí el armario y tiré de los cajones vacíos, sólo entonces comprendí, como hermano mayor, el alcance de lo que pasaba: había comenzado la desunión de la familia», dijo él y se detuvo, y yo sabía por qué se había detenido, bastaba mirar su rostro, pero no lo miré, yo también tenía cosas que ver dentro de mí, y lo que podría decir era: «Nuestra desunión comenzó mucho antes de lo que piensas, durante la infancia, cuando la fe me crecía virulenta y yo era el más fervoroso de todos en casa», podría decir con seguridad, pero no era hora de especular sobre los servicios oscuros de la fe, señalar sus licencias, el consumo sacramental de la carne y de la sangre, investigando la voluptuosidad y los temblores de la devoción; aun así me puse a pensar en mi listón de congregado mariano que yo, chiquillo pío, dejaba al lado de la cama antes de acostarme, y pensando también en cómo Dios me despertaba a las cinco todos los días para que comulgara en la primera misa y en cómo me quedaba despierto en la cama viendo de un modo triste a mis hermanos en las otras camas, ellos que, durmiendo, no gozaban de mi bienaventuranza, y yo me distraía en la penumbra que brotaba de la aurora, y redescubría en cada destello de la claridad del día, resurgiendo a través de las rendijas, la fantasía mágica de las pequeñas figuras pintadas en lo alto de la pared como una orla, y sólo esperaba que ella entrara en el cuarto y me dijera muchas veces: «Despierta, corazón», y me tocara suavemente muchas veces el cuerpo hasta que yo, que fingía dormir, tomara sus manos con un estremecimiento, y entonces nuestras manos componían un juego sutil debajo de las sábanas, y yo reía y ella, llena de amor, aseveraba en un susurro: «No despiertes a tus hermanos, corazón», y después ella me levantaba la cabeza contra la almohada caliente de su vientre y, encorvando el cuerpo voluminoso, besaba muchas veces mi pelo, y en cuanto me levantaba Dios estaba a mi lado, encima de la mesita de noche, y era un dios que yo podía tomar con las manos y que me ponía en el cuello y me llenaba el pecho y yo, chiquillo, entraba en la iglesia inflado como un globo; era buena la luz doméstica de nuestra infancia, el pan casero sobre la mesa, el café con leche y la mantequillera, esa claridad luminosa de nuestra casa y que parecía siempre más clara cuando volvíamos del pueblo, esa claridad que más tarde empezó a perturbarme, volviéndome extraño y mudo, postrándome en la cama desde la pubertad como un convaleciente, «Esas cosas nunca sospechadas en los límites de nuestra casa», casi dejé escapar, pero una vez más habría sido inútil decir algo, en verdad me sentía incapaz de decir una cosa o la otra, y al levantar los ojos vi que mi hermano tenía los ojos sumergidos en su vaso, y, sin moverse, como si respondiera al gesto de mi mirada, dijo: «Cuanto más estructurada, más violento el batacazo; la fuerza y la alegría de una familia pueden desaparecer de un solo golpe», eso fue lo que dijo con un súbito luto en el rostro, y se detuvo, y en un borbotón instantáneo resurgieron en mi imaginación los días claros de domingo de aquellos tiempos en que nuestros parientes de la ciudad se trasladaban al campo acompañados de sus mejores amigos, y era en el bosque que había detrás de la casa, bajo los árboles más altos que componían con el sol el juego alegre y suave de sombra y luz, después de que el olor de la carne asada se hubiera perdido entre las innumerables hojas de los árboles de copa más alta, era entonces cuando se recogía el mantel antes extendido sobre la hierba calma, y de la misma manera yo podía recogerme junto a un tronco más lejano para acompañar los agitados preparativos del baile, los movimientos bulliciosos de aquel grupo de muchachos y muchachas, entre ellos mis hermanas con sus modales de campesinas, sus vestidos claros y ligeros, llenas de promesas de amor suspendidas en la pureza de un amor mayor, corriendo con gracia, cubriendo el bosque de risas, desplazando las cestas de frutas al lugar donde antes se extendía el mantel, los melones y las sandías partidos a gritos de alegría, las uvas y las naranjas cosechadas de los huertos, bien dispuestas en sus cestas con sumo capricho sugiriendo en el centro del espacio el mote para el baile, y era sublime esa alegría con el sol que bajaba apretado por entre las hojas y las ramas, derramándose a veces en la sombra calma como a través de un rayo poroso de luz divina que reverberaba intensamente en aquellos rostros húmedos, y entonces la rueda de los hombres se formaba primero, mi padre con la camisa arremangada congregando a los más jóvenes, todos dándose los brazos reciamente, trenzando los dedos firmes en los dedos de las manos del otro, componiendo alrededor de las frutas el contorno sólido de un círculo como si fuera el c...

Índice

  1. Portada
  2. Legal
  3. LA PARTIDA
  4. EL RETORNO
  5. Notas