El Conde y otros relatos
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El Conde y otros relatos

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El Conde y otros relatos

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«Se dice fácil cuatro vidas, una vida, pero si es sólo levantarse, dormir, rascarse las picaduras de mosquito, partirse el lomo, amarrar la barca, cambiarse la camisa y, mientras tanto, ¿adónde ha ido la vida?», se pregunta el narrador de «El Conde», magistral relato largo de Claudio Magris que da nombre a este volumen, en el que se reúnen por primera vez en forma de libro los cuatro cuentos que lo conforman. Y es que mientras asiste al vanidoso Conde en su noble tarea de extraer cadáveres que flotan olvidados por un río, aprecia de cerca la contradicción implícita en alguien que obtiene fama y honores por su devoción y entrega hacia los muertos, mientras se muestra cruel e implacable con los vivos, en particular con las mujeres, puesto que «es de estúpidos ocuparse tanto de ellas, sólo los muertos merecen ser tomados en serio».En cambio, en «La portería» Magris retrata a un entrañable anciano que debe engañar a su familia para poder alejarse de ese «abstracto sí mismo que a veces le parecía un simple homónimo», para poder encontrar la tranquilidad ahí donde la sociedad y sus estrictas reglas relativas a la vejez en apariencia se lo tendrían vedado. Y si en «Las voces» asistimos a la progresiva obsesión de un hombre que sólo admite relacionarse con mujeres a través de las voces que registran en sus contestadores telefónicos, en «Ya haber sido» escuchamos como una hermosa letanía el goce implícito en la idea de no existir más: «¡Ah, la modestia, la ligereza de haber sido, ese espacio incierto y frágil en donde todo es ligero como una pluma, contra la presunción, el peso, la desolación, el abatimiento de ser!». Los personajes de Magris vislumbran o intuyen el fondo trágico de la vida sin apenas luchar contra su destino. Encarnan una aceptación impávida de aquello que los hace humanos y se convierten en una especie de espectadores de su propia existencia: disfrutan y padecen, pero siempre con la conciencia de que las cosas son como son y no de otra manera. Sin embargo, incluso el personaje que anhela con toda su alma la quietud de «ya haber sido» es capaz de estremecerse por ese fondo de belleza que está presente en la escritura de Claudio Magris, como si el autor en cada frase quisiera decirnos que frente al inevitable desasosiego de existir al menos nos quedarán siempre «las palabras verdaderas, silenciosas, ordenadas, que nada tienen que ver con las que se desatan entre la aglomeración de la gente y de las cosas».

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2015
ISBN
9788416358472


EL CONDE



A Marisa



Sabía que tarde o temprano alguien también vendría a buscarme. No es que me importe mucho, pero hay una justicia en este mundo y, a la larga, las cuentas casi salen parejas para todos, como cuando al final de la temporada de pesca se echan números y los dineros que se tienen para derrochar en la taberna son más o menos los mismos en todos los bolsillos, por lo menos para la gente normal y corriente. Ahora bien, yo no tengo un sobrenombre y ni siquiera un retrato allá en el pueblo, en la cafetería del Círculo, plagado de moscas. Pero escuche cómo cae toda esta lluvia, que no para desde ayer por la mañana, viene del mar, ¿cómo quiere que le importe a uno, con esta agua por todas partes, arriba y abajo, dentro de la ventana y muy pronto dentro de la camisa, que ya casi no se sabe dónde queda el cielo, dónde el río y dónde el mar, cómo quiere que le importe a uno, no sé si me explico, si la gente o los periódicos llaman Conde, o bien, el Conde del río, a él o a otro?
De todos modos, apenas pasa algo, uno ya no sabe a quién pertenece y a quién concierne. Si pienso en las primeras veces en que salí a pescar con mis hermanos y los demás y en cómo gritaba, gritábamos, gritaba cuando el sedal daba un tirón y el hilo cortaba el agua como una espada y yo era feliz y aplaudía y Nina, que tenía tres años más que yo, me acariciaba y yo era todavía más feliz, ya no sé si esa mano se posaba sobre la mejilla de Manuel o sobre la de Luis o sobre la mía, y quién era el que se sentía feliz, acaso todos o ninguno. Igual que él, cuando la gente y los periodistas y hasta algunas autoridades se retiran, después de haberle hecho tantos cumplidos y fotografías, y se queda solo, qué puede reconfortarlo, solo como un perro, con su Dios maldito e inútil como él, si es que acaso tiene uno, y la carcasa que se deshace, madera en el agua, que alguien, media hora antes, o diez años antes, le haya dicho «¡Bravo, muy bien, Conde, estamos orgullosos de usted!», de todos modos las palabras se pierden en la noche y en el agua no se escucha nada.
No, ninguna envidia, señor, ni siquiera por aquella sabelotodo que vino a hacerle preguntas con la grabadora, creo que era una alemana, largas piernas tacones altos y todo lo demás en su lugar, como debe ser y hasta más, a mí so­lamente me ha interesado una cosa de las mujeres, es fácil decirlo, y a estas alturas también yo, al igual que él, soy un pez desdentado, que si se me presenta la ocasión, Dios mío, se entiende, pero si no, ni siquiera se me ocurre. Y figúrese, una así con uno como nosotros, como yo, ¡bah, así es mucho mejor!, un problema menos, no me siento para nada mal, es más, no me hace falta en absoluto. Y si me falta algo, es otra cosa, todo, es esa certeza buena y grande que sólo una mujer te sabe dar, esa alegría, piedad y sonrisa ante la confusión, y que cuando le apoyas tu cabeza en el seno o antes de dormir sientes su pierna sobre la tuya, tranquila e irrefutable, dejas de sentir miedo del ir y venir y entonces los enredos que el destino debe poner en movimiento para hacerte una mala jugada, incluido el golpe final, te parecen un truco de pobre diablo y también un trabajo de Sísifo, así que sientes un poco de pena por el Padre Eterno y también pides por él en tus oraciones a la Virgen, para que le dé paz. Pero esa mujer no viene ni para dejarse desnudar, y está bien, es una pena pero la entiendo, a eso no se puede aspirar, ni a que ponga una mejilla cerca de la tuya y te ayude a sentir menos miedo. Ninguno de los que vienen a hacerte preguntas lo hace por tu bien, ni siquiera por el suyo, solamente vienen porque la gente no sabe estar en paz y siempre tiene la necesidad de inventarse algo, de distraerse con los dolores y la muerte de los otros.
Sí, seguro, también yo podría ser el Conde, el famoso Conde del río. Conozco de memoria su historia, ¿y quién no la sabe? No digo aquí, en el río, en los ríos y donde confluyen en el mar, y por todas partes alrededor, y más allá, entre la desem­bocadura del Duero o del Ave hasta los pueblos de Trás-os-Montes, pero también en el mundo, en las barberías con esos periódicos ilustrados y tantas fotografías de mujeres hermosísimas pero que cuando las miras piensas que para ellas hacer el amor debe de ser como ir al ginecólogo. Me la sé de memoria, aquella historia de la que también han hablado los periódicos, porque también es la mía y algunas veces ya no sé cuál es la diferencia, excepto que él comenzó trajinando resina y trementina en Vila do Conde, bordeando siempre a lo largo de la costa, mientras que yo desde el principio navegaba en el mar de afuera y esos arpones, con los que él después ha subido tantos ahogados, yo los usaba para pescar merluzas, los ganchos eran los mismos. Empecé a los trece años, he estado en tantos lugares, hasta en Noruega.
Sí, todos conocemos su historia, los cientos que, en más de cuarenta años, ha repescado un poco en todas partes, en el Duero y en los otros ríos, en el Sousa e incluso más arriba en el Támega o abajo en la desembocadura o en el mar, oteando a su alrededor como un halcón o palpando el fondo con la pértiga de gancho, porque algunas veces los cuerpos se enredan en quién sabe qué cosas y se quedan debajo y él paciente durante horas y horas hasta que no los descubre y los sujeta de la manera adecuada, con cuidado de no empujarlos para que no se resbalen y se vayan para siempre, aferrándose y acomodándose en el fondo oscuro, en algún agujero, apacibles como en una cuna, y el agua tranquila sobre ellos, una manta. A él siempre le gustó cuando flotaban hinchados a punto de estallar o incluso carcomidos por los cangrejos, listos para ser atrapados y entregados. ¿Escucha usted la lluvia? Cuando es tan fuerte y continua uno termina por no oírla, y tampoco el río y el mar que se estrellan uno contra el otro e incluso si llega la inundación uno repara en ella demasiado tarde y entonces es una buena noche para su, para nuestro trabajo, hay tanta gente que ir a repescar para sepultarla en tierra bendita, porque el agua es amarga de perdición y destruye todo, incluso el recuerdo.
Y además también estaban y están aquellos que se suicidan. Dios sabe por qué escogen el agua, yo más bien me dejaría condenar a la vida eterna como el judío maldito por Jesús, también está la pistola, no, pero quizá yo también he elegido el agua, sólo que en lugar de hacerlo en pocas horas, como ese estudiante que se llenó de piedras los bolsillos y hasta los pantalones, lo hago poco a poco, con toda esta agua dulce, salada y pluvial que me penetra hasta los huesos y un día me saldrá y me ahogará y sofocará desde adentro. Y luego los borrachos, y los vacacionistas que siempre creen que saben nadar, el trabajo no falta y quien escoge como su especialidad la muerte no corre el riesgo de quedarse sin empleo. Incluso todas las medallas que ha recibido, del municipio y de la capitanía y de la pía fundación Dona Maria De Luz, por haber sacado a tantos, y esos retratos de ministros y funcionarios que le dan la mano o un premio poseen un aire de funeral, porque toda ella es gente que, si no existiese la muerte, no sería nadie.
Así, él es el Conde y yo… De todas maneras. Ah, ya la ha visto, luego le contaré con lujo de detalles cómo llegó hasta aquí, pero déjeme tomar aire, no puedo cambiar de tema tan bruscamente, mezclando peras con manzanas, se ne­cesita orden. Yo y el Conde, el pez y el arpón, Caín y Abel, incluso si con la lluvia y el agua que sube los dos somos, ahora, unas pobres bestias asustadas en el arca de Noé, y además me parece que la nuestra, a diferencia de la otra, se hundirá pronto y buenas noches. Yo, al Conde, ni siquiera lo habría conocido, Dios mío, bueno sí, un poco sí, es natural, por aquí nos conocemos todos, pero no me habría acercado a él si la barca de mi padre no hubiese terminado en los escollos de las Sorlingas, aumentando la lista de aquellos cientos de náufragos que han ido a parar entre aquellos islotes, no entre Tresco y St. Mary’s, entiéndase, eso es un paraíso de flores y pájaros, iris y lirios azul violeta y cormoranes y correlimos y estorninos que se acercan a comer a tu plato y en primavera el agua celeste rompe blanca sobre la arena de granito y resplandece, un puñado de polvo de oro, y todo es terso e inmóvil y te dan ganas de quedarte allí para siempre y dormir cien años, sino del otro lado, en el mar de afuera, uno de los lugares más malditos del mundo donde incluso el marinero más valiente se dispone a dejarse la piel sin que la gente en la orilla, como decían las malas lenguas una vez, sienta la necesidad de amarrar una lámpara a la cola de un asno y hacerlo caminar por toda la playa para atraer la nave a los escollos.
De la barca de mi padre no se encontró casi nada, so­lamente dos trabes para hacer una cruz o un fuego para calentarse; de la carga no quedó nada y mi padre había invertido todo en ella, hasta la casa y las sillas había empeñado, igual es un viaje con el que finalmente nos volvemos ricos, repetía, y ni siquiera nos quedó un sedal para pescar en el estanque y mi madre que perdió la cabeza y decía que era una vidente y recorría las calles anunciándoles a todos la mala suerte y terminaba apedreada. Mis hermanos que si te he visto no me acuerdo, buscando fortuna en el mundo, pero yo no tuve el coraje de dejarla sola porque un instante sientes que ya no puedes más y los otros de inmediato te hacen pedazos, y me quedé, un trabajito por aquí y otro por allá, pescaba un poco, un poco arreglaba algunas barcas e iba a descargar el atún a las bodegas de Oporto y no me quejaba, no se me ocurría que la vida fuese hermosa o grotesca, era la vida y punto. Fue entonces cuando el Conde, viéndome sin oficio ni beneficio pero despabilado y dispuesto a todo, me propuso que me fuera con él, para ayudarlo en su oficio misericordioso.
El Conde también era bueno, ¿por qué alguien escogería un oficio así si no fuese por bondad? Las más de las veces lo llamaban cuando ya había sucedido una desgracia, como por ejemplo en el Rabagão para esa barca abarrotada de patatas que se había volcado en mitad del río y quienes sabían nadar, bien, los otros, seis personas, tardamos dos días y medio en encontrarlos y repescarlos. Arriba y abajo por el río, hasta el mar, casi tres días, dejándonos llevar por la corriente que los había arrastrado hasta quién sabe dónde y desde lejos cada tronco que asomaba podía ser uno de ellos, y también cada cosa encajada en el fondo, bajo la barca que corría pacífica. Aprendí algo de él, así es: si quieres encontrar lo que buscas debes dejarte llevar, la corriente el viento las personas que empujan o qué sé yo arrastran todo hacia el mismo lado, la escoba recoge la basura, y allí al final encuentras lo que querías y te encuentras también tú.
Dos días y medio y tres noches, despertándonos ante cualquier sonido, en el agua que lo hace a uno sobresaltarse, porque cuando anda un muerto flotando todo es extraño, calentándonos con el poco fuego que encendíamos para asar un pez o una patata de las que habían terminado en el agua, habíamos sacado un costal entero. Tam...

Índice

  1. El Conde y otros relatos
  2. El Conde
  3. La portería
  4. Las voces
  5. Ya haber sido