EL PUEBLO QUE VOTÓ QUE LA TIERRA ERA LLANA
Hasta ese momento, el paseo que dimos en coche había sido todo un éxito. El resto de los pasajeros eran mi amigo Woodhouse, el joven Ollyett, que era pariente lejano suyo, y Pallant, el parlamentario. Woodhouse se dedicaba profesionalmente al tratamiento y la cura de los periódicos que hubieran enfermado. Por instinto era sabedor del momento exacto, en la vida de un periódico, en el que el ímpetu de una buena administración se agota del todo y queda entonces en ese callejón sin salida que se halla entre la muerte lenta y el hundimiento a muy alto coste, por un lado, y el instante del recomienzo que se le puede insuflar por medio de inyecciones de oro… y de genio. Era un sabio ignorante de todo lo que fuera el periodismo en sí, pero cuando descendía sobre un diario cadavérico es que sin duda tenía carne. En aquella semana había sumado un periódico de la tarde moribundo y barato a su colección, en la que ya figuraban un próspero diario londinense, otro de provincias y un exánime semanario de vocación comercial. En aquel mismo momento me había colocado un paquete importante de las acciones del periódico de la tarde, y estaba explicándole las artes de la dirección de un diario a Ollyett, un joven que tres años antes había terminado sus estudios en Oxford, con el cabello del color del esparto y un rostro duramente modelado por duras experiencias, quien según entendí iba a echar una mano en la nueva aventura. Pallant, el larguirucho y arrugado parlamentario, que tiene voz más de grulla que de pavorreal, no había adquirido acciones, pero se prodigó en darnos a todos sus consejos.
—Se van a encontrar ustedes un basurero donde todo estará manga por hombro —dijo Woodhouse—. Sí, ya sé que a mí me llaman el Buhonero, pero también sé que dará buenos beneficios en el plazo de un año. Sucede con todos mis periódicos. No tengo más que un lema: «Respalda la suerte, respalda a tu plantilla». Todo saldrá bien.
El coche se detuvo y un policía se acercó a pedirnos nombres y direcciones por haber superado el límite de velocidad permitido. Le indicamos que la carretera trazaba una recta de más de un kilómetro, sin que se cruzase siquiera con un camino vecinal.
—Esa es la baza que tenemos a nuestro favor —dijo el policía de un modo desagradable.
—La estafa de siempre —masculló Woodhouse—. ¿Cómo dice que se llama el lugar?
—Huckley —dijo el policía—. H, u, c, k, l, e, y —y anotó algo en su libreta, ante lo cual el joven Ollyett protestó. Un hombre grandullón, pelirrojo, montado en un caballo bayo, que nos había estado observando desde el otro lado de un seto, dio a voces una orden que no llegamos a entender. El policía puso la mano sobre el borde de la portezuela derecha (Woodhouse lleva las ruedas de recambio a popa), y apretó sin darse cuenta el pomo de la bocina. El caballo se encabritó en el acto y oímos al jinete despotricar a galope tendido por todo el paisaje.
—Maldita sea, hombre —gritó Woodhouse—. ¡Ha puesto el puño encima! ¡Quítese de ahí!
—¡Ah, vaya! —dijo el policía, y se miró con cuidado los dedos, como si se los acabase de pillar—. Eso tampoco les valdrá de nada —añadió, y anotó algo más en la libreta antes de permitirnos marchar.
Fue éste el primer roce de Woodhouse con la ley por el código de circulación de vehículos de motor, y como yo no suponía que pudiera depararme consecuencias negativas me tomé la libertad de apuntarle que la cosa era más grave de lo que parecía. Fue la misma actitud que adopté cuando, a su debido tiempo, me enteré de que también yo estaba citado ante el juez para responder de acusaciones que iban desde el uso de un lenguaje obsceno hasta el entorpecimiento peligroso del tráfico.
La vista del caso tuvo lugar en una pálida, amarillenta población que servía de mercado a la comarca, rematada por una pequeña torre del reloj y una plaza amplia donde se celebraba periódicamente el mercado de cereales. Woodhouse nos llevó hasta allá en su coche. Pallant, que no estaba incluido en la citación, nos acompañó para prestarnos todo su apoyo moral. Mientras esperábamos a la entrada del juzgado, el gordo del caballo bayo se presentó con su montura y entabló una ruidosa charla con sus paisanos los magistrados. A uno de ellos le dijo así, y lo sé porque me tome la molestia de anotarlo:
—Cae directamente de las puertas de mi terreno, en línea recta, por espacio de casi dos kilómetros. Desafío a quien se atreva a resistirse. La semana pasada les aligeramos de unas setenta libras. No hay un sólo automóvil que se resista a la tentación. Tendrías que hacerte con una parecida y ponerla en la otra parte del condado, Mike. No pueden resistirse, te lo aseguro.
—¡Caramba! —dijo Woodhouse—. Nos espera una buena. No digan una sola palabra. Usted, Ollyett, tampoco. Yo me ocupo de pagar las multas. Terminemos cuanto antes con esta espinosa cuestión. ¿Dónde se ha metido Pallant?
—Por ahí anda, al fondo del juzgado, en alguna parte —dijo Ollyett—. Acabo de ver ahora mismo que se colaba ahí.
El gordo ocupó entonces su lugar en el banco en que se alineaban los jueces, no en vano era nada menos que presidente del tribunal, y supe —hube de interrogar a un testigo— que se llamaba Sir Thomas Ingell, que ostentaba el título de barón, que era parlamentario y que residía en la finca de Ingell Park, en Huckley. Comenzó por una alocución tan subida de tono que habría justificado una revuelta a lo largo y ancho del imperio. Se aportaron las pruebas y, a la vista de que el juzgado no ahogó sus palabras con una andanada de aplausos, fueron aportadas en las pruebas de las alegaciones. Todos estaban sumamente orgullosos de Sir Thomas, y todos lo miraban a él o a nosotros, preguntándose por qué no aplaudíamos también como todos los demás.
Tomándose el tiempo que le concedió el presidente, el tribunal disfrutó con nosotros durante diecisiete minutos. Sir Thomas explicó que estaba harto, que no soportaba ya la procesión de bellacos de nuestra calaña, a los que más valdría dar empleo de picapedreros en la construcción de carreteras si persistían en aterrorizar a unos caballos que tenían mayor valor que los lugareños o sus antepasados. Esto se dijo después de que se demostrase que el tal Woodhouse había accionado la bocina a propósito para incordiar a Sir Thomas, quien «casualmente paseaba a caballo por allí». Se vertieron otros comentarios, más que nada primitivos, aunque fue la inefable brutalidad del tono empleado, más incluso que la calidad de la justicia o las risas del público presente, las que nos escocieron en el alma fuera de toda razón. Cuando se nos despachó de la sala —con una bonita melodía de despedida, veintitrés libras, doce chelines y seis peniques—, aguardamos a que Pallant se sumara a nosotros, y mientras tanto asistimos al juicio del caso siguiente, en el que el acusado era alguien que había conducido un coche sin estar en poder de la licencia preceptiva. Ollyett, con el ojo puesto en su periódico de la tarde, ya había tomado notas muy extensas de nuestro proceso, si bien ninguno de nosotros quería pasar por ser una persona de prejuicios.
—Está bien como está —dijo por sosegar la tensión el reportero del periódico local—. Nunca informamos de lo que haga Sir Thomas in extenso. Sólo se publican las multas y las condenas.
—Ah, muchas gracias —replicó Ollyett, y le oí preguntar por el nombre de todos los presentes en la sala. El reportero local se mostró muy comunicativo.
La nueva víctima, un hombre bastante alto, de cabello rubio y lacio, que vestía de un modo un tanto llamativo, a tal punto que Sir Thomas, ya bien caliente, había llamado la atención del respetable sobre su vestimenta, dijo que se había olvidado la licencia en casa. Sir Thomas le preguntó si acaso suponía que la policía debía presentarse en su domicilio, así residiera en Jerusalén, para recogérsela. La sala estalló en grandes carcajadas. Tampoco vio con buenos ojos Sir Thomas el nombre del acusado, al cual insistía en llamar «Señor Mascarada», y cada vez que así lo llamaba su público gritaba a voz en cuello. Era evidente que se trataba del auto-da fé que tenían rutinariamente establecido.
—Si no me ha citado a mí también, tiene que ser porque soy parlamentario, digo yo. Me parece que voy a tener que formular una pregunta en el Parlamento sobre todo este asunto —dijo Pallant, que reapareció oportunamente cuando ya terminaba la vista del caso.
—A mí me parece que también voy a tener que darle un poco de publicidad —dijo Woodhouse—. No se puede consentir que este tipo de cosas sigan sucediendo como si nada, ya lo saben ustedes.
Había adoptado un gesto de seriedad y estaba muy pálido. Pallant, por su parte, estaba negro. A mí, el estómago me daba retortijones de rabia. Ollyett parecía impertérrito.
—En fin, vayamos a almorzar —dijo Woodhouse al cabo—. Vayámonos antes que termine este penoso espectáculo.
Arrancamos a Ollyett de brazos del reportero local, atravesamos la Plaza del Mercado y nos encaminamos a la taberna del León Rojo, donde nos encontramos al «Señor Mascarada» de Sir Thomas sentado ante un buen filete, una cerveza y unos encurtidos.
—¡Ah! —dijo con su vozarrón—. Mis compañeros de infortunio. Caballeros, ¿querrán sentarse conmigo?
—Con mucho gusto —dijo Woodhouse—. ¿Qué ha sacado en claro?
—Aún no me he decidido. La cosa podría salir bien, pero… me temo que el público carece de la educación requerida, al menos por el momento. Les sobrepasa. De no ser así, ese tiparraco colorado, el del tribunal, valdría incluso hasta cincuenta por semana.
—¿En dónde? —dijo Woodhouse. El hombre lo miró con sorpresa y sin afectación.
—En uno de...