Yo maté a Leopoldo María Panero
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Yo maté a Leopoldo María Panero

Viaje a Guayaquil con el poeta

  1. 166 páginas
  2. Spanish
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Yo maté a Leopoldo María Panero

Viaje a Guayaquil con el poeta

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Viaje a Guayaquil con el poetaHenar Galán nos conduce, a través del laberinto de la mente perturbada de un poeta extraordinario: Leopoldo Maria Panero, al centro de la Feria del libro de Guayaquil, Ecuador.Celebrada en un contexto político complejo y cambiante, Panero, al que temen y adoran por igual, es el Rey. Realismo mágico en estado puro.Era el mes de octubre de 2010 cuando la autora, psicóloga de profesión y poeta de vocación, se embarca desde el manicomio del Dr. Rafael Inglott en Las Palmas, en la titánica misión de acompañar como cuidadora, secretaria, curadora y fedataria de un hombre desmesurado, con un universo propio al que las convenciones sociales no l'afecten per res, a un homenaje internacional a su persona y su obra.

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Información

Año
2020
ISBN
9788412173482
Categoría
Literatura

Yo maté a Leopoldo MaríaPanero. Viaje a Guayaquil con el poeta

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Primer día

Viernes, 15 de octubre de 2010
Barcelona está aún somnolienta con esa atmósfera imprecisa de otoño incipiente, de equilibrio coloidal casi perfecto. Estoy iniciando una «misión» muy especial. Me dirijo a las Palmas de Gran Canaria a buscar al poeta, a Leopoldo María Panero. Me espera un largo viaje; mejor dicho, nos espera. Estaré doce días con él, doce días con sus noches, más el de mi regreso a casa. Le han convidado a la Feria Internacional del Libro de Guayaquil, y tengo el honor de ser su acompañante para conducirlo hasta el centro del mundo. El loco más conocido de España, por escritor y por loco. Una bruma cercana al arrepentimiento se desplaza conmigo, pues la decisión de escoltarlo ha sido fruto más del entusiasmo que de la sensatez.
Me he alojado en la casa de mi hermana, un piso del Poble Sec, junto a la plaza del Surtidor. En una de esas callejas empinadas nacieron Joan Manel Serrat y también mi hijo, por lo que el barrio me despierta muchos recuerdos y añoranzas. Evoca mi adolescencia, cuando las canciones de Serrat se convirtieron en banda sonora de mis suspiros; así como los primeros balbuceos y sonrisas de mi niño en su despertar al mundo. He llegado ayer, tras rechazar la idea de coger hoy un tren temprano en la ciudad donde vivo, Figueres, (comarca del Alt Empordà; el norte del norte) y arriesgarme a ser víctima de alguna jugarreta de Renfe. Estoy dispuesta a aceptar que no solo me embarga la emoción ante ese gusanillo de lo incierto, sino también algo de miedo.
Conozco el personaje desde mi adolescencia, cuando en 1976 vi la película El desencanto, de Jaime Chávarri. En la pantalla, Leopoldo María era un joven de 28 años que daba testimonio de la decadencia y facetas más ocultas de su familia. Sentada en la butaca, una adolescente de dieciséis años con una efervescencia rayana en la incomodidad, se hacían evidentes otras realidades que la dictadura se había empeñado en oscurecer.
Se empieza a hablar más de Leopoldo María a partir de su aparición en el citado film, un testimonio a modo de documental que reflexiona e indaga en las contradicciones de una familia de intelectuales burgueses, azotados por la ruina y la desesperanza. Lo verdaderamente justo sería retroceder hasta 1970, fecha en que su poesía es reconocida en aquella recopilación de Nueve novísimos poetas españoles, donde J.M.ª Castellet reunía algunos de los nuevos valores de la poesía española en los sesenta. Los más jóvenes (Panero el más tierno) bautizados como poetas de la Coqueluche (tos ferina en francés, enfermedad altamente infecciosa y muy molesta). Leopoldo María, ya desde sus inicios (Canto a los anarquistas caídos sobre la primavera de 1939, Para evitar a los ladrones de bolsos, Primer amor), pero, sobre todo, en su primer poemario Así se fundó Carnaby Street, versificó desde la irreverencia y la confrontación, a todas luces iconoclasta. Su esperanza, escapar del tiempo, como Peter Pan.
He aprovechado mi llegada a Barcelona por la mañana para una reunión de trabajo. Las discusiones se han alargado; habitualmente, nos devanamos los sesos en cuestiones intranscendentes. Al anochecer he buscado un momento para redactar el informe correspondiente, que debía enviar antes de mi partida. Mis sobrinos se acababan de acostar, agotados por nuestros juegos. A pesar de haber escrito cientos de informes sobre estos cónclaves de druidas de la psicología, no es fácil decidir qué aspectos reflejar en el papel. En esos momentos ha sonado el teléfono; era Carmen Pérez de Vega. Con tanto ajetreo había olvidado nuestra cita para cenar en el japonés de la calle Provenza, al que solía acudir con su novio Roberto Bolaño. Un restaurante, ahora emblemático para nosotras, donde deshilvanar recuerdos y recomponer la historia. La vida se vive, pero luego hay que relatarla, poner nombre a las vivencias, ordenarlas y buscar un sentido; como si, al privar de palabras a lo vivido, todo corriera el riesgo de desvanecerse, de convertirse en sombras invertidas en un espejo. Cuando estamos juntas, siento que no hay átomo de oxígeno que no desate vivencias con Roberto. Afortunadamente, ella disculpa mi descuido: «Tienes muchas cosas en la cabeza» —me ha dicho. Tanta comprensión, si no disuelve mi sentimiento de culpa, por lo menos lo alivia.
Saco a relucir a Carmen porque es parte importante de mi viaje con Panero. La historia se remonta al 22 de octubre del 2004, fecha en que se concluían las Jornadas Homenaje a Roberto Bolaño organizadas en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Aquel anochecer habíamos asistido al ágape final con los organizadores y participantes del evento. Ella y yo en condición de convidadas por los amigos de Roberto. Después de la cena, Bruno Montané (poeta), Roberto Brodsky (escritor y ponente en las Jornadas) y nosotras dos estuvimos dando tumbos por diversos pubs y cerrando bares de la ciudad.
«Dios estaba en nuestro vaso de whisky», como dijera Panero citando a Pound. Entre vaso y vaso, Brodsky, que estaba organizando un evento en Santiago de Chile en el que quería contar con la presencia de Panero, propuso a Bruno acompañarlo. Este, que es chileno, llevaba ya 30 años sin volver a su país. No sólo era una oportunidad para pasearse por las tierras que le vieron nacer y crecer, sino una experiencia con un personaje fascinante: el poeta maldito, la reencarnación de Antonin Artaud. Cierto titubeo ante la propuesta sacó mi parte más intrépida, y lo animé efusivamente a aceptarla. Carmen también lo alentó y, naturalmente, el trasnochado Brodsky, quien, con barba de cuatro días, más que aspecto de abandono tenía un aire a Charles Bronson en el Justiciero de la noche, o tal vez a Mickey Rourke en Orquídea salvaje; desde que llegó a Barcelona procedente de Chile no se había dado tregua. Ante nuestra insistencia y entusiasmo (el alcohol licuaba las dificultades ante nuestros ojos), Bruno aceptó la oferta. Declinarla hubiera sido, parafraseando al poeta, la palabra FIN, la palabra que es el silencio, la muerte que desaparece. Así que fue a Chile con Leopoldo María Panero, para quien, a sus cincuenta y seis años, aquel era el primer vuelo transatlántico. El viaje duró una semana.
Seis años después, en 2010, Latinoamérica se despierta acordándose de Panero como escritor estrella para la 1ª Feria Internacional del Libro de Guayaquil. Ernesto Carrión, del Ministerio de Cultura de Ecuador, solicita a Bruno Montané que vuelva a hacer de acompañante. Debido a motivos familiares, éste se encuentra en México; en consecuencia, traslada la petición a Carmen Pérez de Vega, que, en un principio y en un arrebato romántico, se compromete con el encargo.
El 28 de agosto del 2010, en las postrimerías del verano, de buena mañana, suena el teléfono en mi lugar de trabajo. Es Carmen. Han surgido complicaciones laborales. Le será imposible ocuparse de Panero y me propone como candidata, prometiéndomel...

Índice

  1. Créditos
  2. Prólogo
  3. Prefacio
  4. Yo maté a Leopoldo MaríaPanero. Viaje a Guayaquil con el poeta
  5. Epílogo
  6. Agradecimientos