Qué queda de la noche
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Qué queda de la noche

  1. 240 páginas
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Qué queda de la noche

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Información del libro

Qué queda de la noche transcurre en el París de 1897 y narra tres días de la vida de Cavafis, antes de convertirse en el gran poeta que conocemos. Esos días en la capital francesa nos muestran a un Cavafis sumido en una crisis existencial y se revelarán como un punto de inflexión, pues el poeta deberá elegir si seguir la difícil y solitaria senda de la creación y vencer las limitaciones personales, la incertidumbre ante un estilo que aún busca afirmarse, unido al tormento de ser homosexual y saberse incomprendido y al tiránico afecto de una madre que impide que pueda desarrollar y vivir su vida plenamente. Así las cosas, si quiere salvar la poesía que siente venir, se impone una decisión tan difícil como taxativa: cortar lazos con todo aquello que constriñe, limita, paraliza.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2018
ISBN
9788416358779
Categoría
Literatura
Con los ojos cerrados me volví hacia tu lado de la cama. Estiré el brazo en la penumbra para tocarte el hombro. Esa extraordinaria curva, la piel pálida, más pálida aún bajo la sucia sábana. Lo escrito en la piel no se borra, dije para mis adentros. Hace cinco años, a la misma hora, te revolviste en sueños y me rozaste con el muslo. No me había quitado la camisa aún. Mi mano se escurrió hacia tu pecho, que era lampiño y moreno con esa palidez subterránea. Lo recuerdo fuerte, sin vello, reluciente. La línea de tu boca, esa abertura rosa y el brillo de un diente que apenas se distinguía. Algo de saliva reseca. Pasé los dedos por tus labios. Luego mi mano siguió hacia abajo, más abajo. Respirabas, roncabas ligeramente. Sin despertar, cambiaste de costado y me abrazaste. Murmuraste una palabra que no conocía. Quizá tenías sed. Se me abrió la mano y se cerró… Un escalofrío recorrió la cama vacía. Había dejado la ventana entreabierta y las cortinas susurraban al aire parisino. Pero era hora de dejar las rêveries, John debía de estar esperándome en la recepción.
La tierra parecía plana todavía y la noche caía de golpe hasta el fin del mundo, allí donde alguien inclinado a la luz de la lámpara podría ver siglos más tarde el rojo sol apagarse sobre ruinas, podría ver, más allá de mares y puertos asolados, los países que viven olvidados en el tiempo en el resplandor del triunfo, en la lenta agonía de la derrota. La Historia se repite, decía para sí, aunque no estaba seguro de que se tratara de repetición. Podría verlo sólo gracias a su talento y su insistencia. Aguzaba el oído con la pluma apretada en la mano. Sonidos, luces, olores, todo regresaba. Era otra vez de noche en la plana tierra. La llama de la lámpara temblaba con reflejos amarillentos. Llegaban voces hasta sus oídos. Una música barata del barrio de el-Attarín que seguía despierto a aquellas horas, el sonido de un organillo cuya dulce melodía se derramaba y subía por las embarradas. En los cuartos de arriba los cuerpos se encontraban sobre sábanas gastadas. Media hora de goce perfecto, media hora de absoluto placer. Miembros, labios, párpados sobre la inmunda cama, bocas resollantes, besos. Luego se marchaban por separado, como perseguidos, sabiendo que aquella media hora les costaría el resto de sus vidas y que volverían a ansiarla. Pero ahora lo único que buscaba cada uno era que se lo tragara la noche, y mientras bajaba con prisa las escaleras, de nuevo la insoportable musiquilla lo recibía, un desvencijado timbre que se reía del tiránico latir del corazón. Afuera la calle estaba desierta, los pasos de una sombra invisible resonaban un poco más abajo y se apagaban. Se quedaba parado un momento en la puerta, se abrochaba la chaqueta y se alejaba deprisa, pegado a la pared, la cabeza agachada, el cuello subido. Y de vez en cuando podía pasar, había pasado antes, que su mirada se cruzara con los ojos de alguien que se escurría como un ratón en la oscuridad, alguien tímido y bien vestido que venía en la otra dirección e iba hipnotizado hacia las mismas escaleras, al mismo cuarto, a revolcarse sobre las mismas sábanas manchadas.
¿Y si todos los amantes fueran inmóviles? ¿Y si fueran estatuas cálidas y de piel suave que reciben todas las caricias y permanecen indiferentes como permanecen indiferentes las obras de arte? Aquella idea platónica lo deleitaba, pero hasta cierto punto. El objeto del deseo se encontraba tan lejos, tan cerca. Labios miembros cuerpos. Labios, bocas resollantes. Tenía que escribir sobre todo ello. Tan cerca, tan lejos. Ése era el cometido del Arte, suprimir las distancias.
Trajo a la memoria el rostro de un joven de hacía mucho, ¿fue en Constantinopla? ¿En Yeniköy? Imberbe todavía, trabajaba de aprendiz en una herrería y cuando se inclinaba semidesnudo sobre el yunque con las chispas saltando al pecho sudado, vio su cara heroicamente iluminada, lo vio coronado de hojas de parra y laurel. No llegaron a hablar, ni volvió a verlo nunca. ¿Quién escribiría sobre él? ¿Quién lo arrancaría del olvido de la Historia?
Años más tarde, alguien inclinado a la luz de la lámpara… Podría ver el sol rojo apagándose sobre las míticas ciudades quemando broza entre herrajes oxidados, allí donde en alguna época una pila de mármol rezumaba agua y las últimas gotas se secaban con la luz de la tarde. Podría ver los rayos púrpuras reluciendo en el cuerpo juvenil del aprendiz de Yeniköy iluminando fugazmente una posibilidad; sí, una posibilidad que cobraba consistencia, una consistencia casi material porque el mismo joven deambulaba ahora por el peristilo de un ágora antigua entre los habitantes de Antioquía o de Seleucia y muchos eran los que cantaban su belleza.
El «años más tarde» es ahora, decía para sí. Sólo él podía ver. No estaba listo todavía. A menudo la impaciencia lo consumía. Aquella impaciencia pergeñaba unos poemas torpes, sin gracia, los hacía pedazos y se culpaba. Luego estaba ese empalagoso revoltillo… Ese montón de adjetivos, esa grandilocuencia, la inflada estela de un lirismo que aborrecía sin saber cómo quitárselo de encima. ¿Cómo librarme de esta carga sentimental?, se preguntaba. Muchas veces, a lo largo del día se sentía inútil, sin voluntad, fracasado. Era culpa de Alejandría, que lo ahogaba. Era culpa de la vida provinciana, del círculo de necios de inquebrantable seguridad, y al lado falucas y felahs, un paisaje como una calcomanía llena de telas de araña con una densa humedad que te calaba hasta los huesos; todo aquello minaba su sistema nervioso. Y con frecuencia resolvía, sin creerlo demasiado, que tenía que borrar a Alejandría de su interior para poder escribir.
Pero ahora se encontraba en una ciudad extranjera que lo atraía tanto como lo repelía. Una capital que irradiaba cultura, en la que cada rincón recordaba algo grande e importante. Tenía que luchar contra su mal humor, disfrutar de los últimos días del viaje. No más cambios bruscos, dijo para sí, voy a hacer un programa diario y lo voy a seguir. Se colocó la corbata con un gesto mecánico y bajó los tres escalones que llevaban a la recepción del hotel.
–¡Monsieur Cavafy!* –oyó que lo llamaban.
La gran sala estaba vacía con la araña central encendida sobre el suelo de mármol que relucía como la superficie de un lago. El anciano conserje se acercaba lentamente hacia él.
–Monsieur Cavafy, su hermano le ha estado esperando y ha salido hace un momento. Va al Café de la Paix.
Era una tarde de verano templada. Unos 80 ºF de temperatura. Un tiempo anodino con un airecito saludable. Lo ideal para la ligera levita que llevaba. Menos mal que no me he puesto la chaqueta de lino gruesa, dijo para sus adentros, menos mal, y avivó el paso. Pero mientras avanzaba veloz siguiendo la corriente del bulevar lleno de cocheros que bajaban hacia la Ópera agitando en el aire sus fustas, sabía que la espina que le roía estaba otra vez allí y que era cuestión de minutos el que le volviera a abrumar el acostumbrado hastío.
–Costís, lo he terminado –dijo John nada más verlo.
Parecía estar de un ánimo estupendo. Tenía el manuscrito en la mano y lo enarbolaba como un trofeo.
El camarero dejó los humeantes chocolates sobre la mesa.
–Gracias por acordarte de mí –dijo, aunque habría preferido un té helado.
–¿Y bien? –preguntó John con una gran sonrisa.
–Llego tarde. Se ve que me he quedado dormido.
–Te vendrá bien.
Se fijó en una vieja que arrastraba los pies con la mano extendida. Iba despeinada y a cada tanto daba un trompicón.
–Dale algo. No soporto verla.
La vieja se acercó a la mesa, echó una mirada voraz al platillo de petits fours.
–Dale algo –volvió a decir. Miró el manuscrito, que se había convertido en un cilindro en la mano de John. Podía distinguir las letras, ligeramente inclinadas y con los rabos de la p y de la y enroscándose primorosamente hacia arriba.
John se levantó, dejó caer en la palma de la mujer unas monedas.
Dieu vous bénisse –dijo. Le faltaban varios dientes.
–De ti, desde luego, no se acuerda Dieu.
Como un montón de harapos, la vieja se arrastró hasta la mesa de al lado y volvió a tender la mano mendicante.
–Pero ¿por qué? –se preguntó John–. ¿Por qué aceptamos la miseria representada en un cuadro y elogiamos su estética mientras que la rechazamos en la vida real? Esa vieja puede ser belleza. Todo puede ser belleza. Depende del punto de vista, o, mejor dicho, de la disposición psíquica del espectador.
–No se puede considerar belleza cualquier cosa –le cortó.
–Sí, cualquier cosa que nos emocione, ¿por qué no?
–¿Hasta la belleza del animal? Esa vieja es hermosa como una cerda revolcándose en el barro.
–No hay un único tipo de belleza –empezó John, y se quedó callado. Como siempre que intentaba encontrar la formulación correcta, se perdía en asociaciones de ideas paralelas. Dio un sorbo a su chocolate y lo removió lentamente con la cucharilla.
–¿Por qué eres tan categórico? –dijo como sin preguntar–. Hay veces que pienso… Es muy injusto en última instancia.
No lo miraba. Podía estar dirigiéndose a cualquiera que pasara por la calle en aquel momento, o a todo París.
–Deja que lo lea –dijo y tendió la mano para coger el manuscrito.
Una tarde sin planes. Lo habían decidido al mediodía mientras comían en Procope. Sería una buena oportunidad para descansar y hacer un balance del viaje, para recordar instantes de aquel mes y medio que llevaban fuera de casa, desempolvando detalles que quizá habían obviado. A los dos les gustaba cruzar sus relatos y a menudo lo hacían disfrutando especialmente el momento en que el episodio más nimio podía cobrar un matiz diferente, dar un giro casi inesperado mientras las palabras iban redondeándose en la boca del otro. Había un montón de anécdotas con las que reírse y probar así, por anticipado, la impresión que causarían sus relatos cuando volvieran a Alejandría; y se reirían aún más con los chascos del viaje, como el pedo de la tía en la cena en Holland Park; ni uno ni dos, sino tres pedos entrecortados y bien sonoros en un breve espacio de tiempo; los comensales empezaron a toser, pero no quedó ahí la cosa porque mientras tanto la insoportable peste se había extendido, y uno a uno se fueron levantando de la mesa mientras la tía en aquella pelerina negra con cuello decía: «¿Adónde vais, queridos?, espero que no os haya sentado mal la perca»; de modo que desde entonces cuando le pasaba algo estúpido o extraño a alguien, decían entre ellos: «Le habrá sentado mal la perca».
La historia del pedo le va a chiflar a madre, nos pedirá que se la contemos una y otra vez, pensó. Le habrá sentado mal la perca, repetía para sí y se rio. Por el rabo del ojo vio que John lo observaba a la espera.
–Me gusta –dijo, y carraspeó–. Es un poema muy sólido. Quiero volver a leerlo.
Su tono de voz sonó falso. ¿Y por qué demonios había carraspeado? Siempre hablaban con total sinceridad, al menos eso pensaba, pero hoy le daba la sensación de que tenía que medir sus palabras. Y lo que se le había escapado ayer no era cualquier cosa. En medio de la cena, mientras cada uno se inclinaba sobre su pichón crujiente con guisantes, conversando relajadamente sobre alguna cuestión literaria que ni recordaba, había dicho en passant:
–No caben dos poetas en la misma familia.
Se había arrepentido de inmediato. John hizo como si no lo hubiera oído, no reaccionó. Pero poco después alzó el vaso diciendo:
–En ese caso, supongo que el que se retira soy yo. Cheers… à ta santé!
Fue necesario que trasnocharan conversando en un intento por enmendar su desliz y fue él quien dio la idea a su hermano de que reescribiera un antiguo poema y lo trasladara al incendio del Bazar de la Charité, que seguía conmoviendo a todo París. El pretexto de la primera versión del poema había sido una conversación que un amigo de John había escuchado a escondidas en la inauguración de una exposición de pintura en Alejandría. Una griega de la alta sociedad, esposa de un gran comerciante –el amigo no quiso revelar su nombre–, mientras contemplaba un cuadro de una puesta de sol embadurnado de rojo y púrpura, se inclinó hacia el hombro de la persona que tenía al lado, un conocido prohombre de la comunidad griega, también casado –el amigo tampoco quiso revelar el nombre de él–, y le susurró al oído con un profundo suspiro: «Prefiero ponerme en sus brazos». A este amigo, le había resultado boba la expresión, metáfora o alegoría, fuera lo que fuera, pero a John le había hecho gracia y había tomado nota de ella. Había escrito un poema sobre el bombardeo e incendio de Alejandría de 1882, en el que las palabras de la mundana griega servían de irónico contrapunto a la devastación de la ciudad y el vandalismo. La composición era débil y algo extravagante, extravagante sin motivo, había observado su hermano. En la versión actual del poema, la polémica frase no estaba, pero había aparecido en su lugar otra de un mal gusto comparable: «ocaso de amistad y sentimientos». ¡Qué «ocaso de amistad y sentimientos» ni qué ocho cuartos!
–No sé si te has fijado en la segunda estrofa –dijo John–. Te la leo en griego, la he traducido, la rima funciona mejor.
Se retorció el bigote antes de empezar a recitar.
Calcinados la enagua y el corsé,
ceniza el bretel de seda,
quemado lo que hasta ayer
se guardaba con espliegos en gaveta
–Quería –continuó– dar énfasis al hecho de que el incendio del Bazar no le interesa más que a la aristocracia. No tiene ninguna importancia si murieron unas pocas decenas de sirvientas. Murió la condesa Mimmerel, murió la marquesa de Isle. Murió la hermana de la emperatriz. Eso es lo que importa. No se habría declarado semejante luto nacional si se hubiera quemado un pueblo de la Bretaña. ¿Entiendes?
–De acuerdo, pero no veo la diferencia. El drama es drama.
–Sin querer decir con esto que haya intentado escribir un poema social.
Un poema desafortunado, dijo para sí. Recordaba los primeros días en París, al llegar desde Marsella, la zona olía aún a azufre y en los hoteles repartían toallas mojadas entre las señoras. El Bazar de algún modo siguió quemándose durante días, todos los encajes y los ajuares que había almacenados allí crepitaban agonizantes; se había convertido en la atracción número uno, venía gente de todos los faubourgs a contemplar el cadáver carbonizado.
–¿No fue el 4 de mayo?
–Creo que sí. La noticia nos alcanzó en el tren, ¿no te acuerdas?
En la esquina del boulevard des Capucines se había levantado un humo blanco, los cocheros daban voces. Se había roto alguna tubería. Una silueta negra sobresalió entre el humo y avanzó hacia ellos.
–Mira –saltó–. Tu Afrodita etérea se acerca otra vez, más amuermada que antes.
John se giró a ver. La vieja mendi...

Índice

  1. Portada
  2. Legal
  3. Qué queda de la noche
  4. Himno al pelillo
  5. Agradecimientos
  6. Nota de los traductores
  7. Notas