Histopía
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Histopía

  1. 368 páginas
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Histopía

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Índice
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Información del libro

En el retorcido mundo de «Histopía», en la década de los setenta, John F. Kennedy no ha muerto, sino que aún es presidente tras haber sobrevivido a seis intentos de asesinato, y el gobierno de los Estados Unidos ha creado una misteriosa agencia llamada Psych Corps, encargada de preservar la salud mental de los veteranos de guerra a través de una técnica llamada «plegado», que suprime todos los recuerdos traumáticos. En este contexto, los agentes Singleton y Wendy se dan a la tarea de cazar a Rake, un caso fallido del «plegado» que va sembrando la destrucción en forma de masacres por las llanuras de Michigan, mientras viven una historia de amor tórrido, aderezada con drogas alucinógenas y una buena dosis de paranoia. En Histopía, la muerte y la agresividad son expuestas en toda su crudeza.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2020
ISBN
9788417517922
Categoría
Literatura

HISTOPÍA

Por EUGENE ALLEN

BIG RAPIDS Y GRAND RAPIDS

Dicen que abril es el mes más cruel, pero yo no iría tan lejos. Al menos no todavía. Voy a hacer todo lo que esté en mi mano para convertirlo en el más cruel de verdad, oyó ella que decía él, y a continuación se sumió en la oscuridad, y horas después se despertó con el murmullo del motor, la potencia vibrando bajo la carrocería, el adorno del extremo del capó señalando el camino. Él se había colado en la Malla post-tratamiento y la había sacado de allí, sin que nadie se diera cuenta, sirviéndose de palabras y drogas. La mano de él en la rodilla de ella. Los dedos abiertos. La charla de él se imponía, su voz rasposa y profunda, y luego, cuando ella despertó, no hubo más que la voz de él y la estática de la radio.
Algo acababa de quedar atrás, una espiral de sirenas de policía, la pulcra sencillez del hospital, la sedación que formaba parte del tratamiento, antes y después, y que persistía en ella aun tras haber concluido, y tuvo que obligarse a abrir los ojos y mirar por las ventanillas la carretera que discurría devorándose a sí misma…
Grogui, recuperó el control de su boca y se forzó a hablar, y se descubrió diciéndole: Busca la emisora de Ann Arbor, la de la universidad. Ponen a los Stooges todo el tiempo.
Los Stooges todo el tiempo, murmuró él.
Luego él tosió y se aclaró la garganta hasta que reunió algo que escupir, y le dijo que tenía la garganta seca de tanto gritar en Grand Rapids.
Habían pasado un par de horas ajetreadas antes de largarse de aquel sitio. Las casas eran viejas, antes solemnes y refinadas, ahora cada vez más decrépitas, encogidas bajo los árboles que jalonaban las anchas calles. Los árboles se habían cansado de prestar sombra a construcciones grandiosas, de un optimista estilo victoriano. Las tejas de pizarra habían desaparecido, arrambladas por los saqueadores después de las revueltas.
Shaky estaba durmiendo cuando entraron en su habitación de puntillas. Rake le puso la pistola en la frente y le dijo lo que les tenía que dar y cómo iba a hacerlo y con qué clase de movimientos, despacio, y le dejó claro que estaba metido en un pozo de mierda, en un pozo de mierda increíblemente profundo, y Shaky hizo lo que le ordenaron, pero cuando lo estaba haciendo dio un traspié o hizo un movimiento brusco. Era un hombre alto y moreno, de rodillas gruesas. Uno de los hijoputas más altos que verás en el Medio Oeste, dijo Rake.
Rake le disparó a quemarropa, causando un sonido esponjoso, húmedo, y una proyección de huesos y sangre golpeó la pared, produciendo otro sonido, que ella oía y volvía a oír y oía de nuevo.
Ya está, dijo Rake, dando un puntapié al cuerpo.
A continuación desvalijaron la casa, abrieron cajones, esparcieron ropa interior, desplegaron bragas, prendas bordadas que ella sostenía un momento y dejaba caer al suelo.
El tacto de la seda persistía en las yemas de sus dedos. Ella aún recordaba la mirada del hombre cuando éste contemplaba fijamente el arma. El negro orificio del cañón frente a la negra pupila.
Vas a salir de esto, decía la mirada. Vas a sobrevivir. Yo estoy muerto pero tú vas a vivir. No soy más que otro en el lugar equivocado y en el momento indebido. Otro más que se despierta y se descubre dentro de una pesadilla. No voy a perder el tiempo suplicando, no, chica, pero voy a dedicarte esta última mirada para que se te quede bien grabada cuando os vayáis, le dijo la mirada antes de que el arma la borrara.
En la cocina él cogió una hogaza de pan de molde de la panera, una botella de leche con tapón de papel y algo de queso, y salieron a la calle, bajo la luz matinal.
Me temo que no hemos dejado ni una huella, dijo él. Somos fugitivos de la justicia. Es parte del acuerdo. Tenemos que embrollar las cosas. A veces dejo huellas, otras no. Hay que dar a los Psych Corps algo en lo que pensar, hay que dejar huellas que puedan seguir obsesivamente. Él hablaba y hablaba mientras conducían por Grand Rapids, se volvía hacia ella cada poco para asegurarse de que estaba escuchando o al menos de que seguía despierta, la pinchaba con sus largos dedos, le estrujaba el muslo.
¿Hablo demasiado?, dijo él.
¿Divago? ¿Soy el rey del non sequitur?, dijo él.
¿Me escuchas?, dijo él.
¿Me escuchas mientras hablo y hablo? Seguro que sí. Dijo él. Dijo. Dijo. Dijo él. Dijo él. Dijo él.
Si hay algo que se te da bien es escuchar, dejarme divagar mientras tú asientes. La primera vez, cuando por fin di contigo, probé con la dosis clásica, una gran dosis de 400 microgramos, la reina de las medidas. Mete eso a una chica y eres libre para hacer con ella lo que quieras, dependiendo sólo de los límites que tú te hayas marcado, y reconozco que yo me he marcado algunos. Tengo códigos y credos, como todos ellos. Era lo que teníamos en Indochina. Todo cuanto teníamos para vivir eran reglas y normas.
Ellos. Es una cuestión de nosotros contra ellos, y lo saben, y lo que pasa con ellos es que lo único que saben de veras, si me entiendes, es que me fallaron. Me fallaron a lo grande por no cuidar de mí cuando volví de la guerra. Me llevaron a Texas y me metieron en una de sus recreaciones y me atiborraron de Tripizoide, y todo lo que consiguieron fue multiplicarlo por dos, aumentar lo que intentaban reducir. Si supieran lo mal que me sentía, no podrían dormir por las noches. Echarían el cerrojo a las puertas y tapiarían las ventanas. Me incluirían en sus oraciones y suplicarían protección especial contra mí. Caminarían más rápido y mirarían atrás con más frecuencia. Si tuvieran la menor sospecha de que yo rondo por sus calles, abrirían sus armeros y limpiarían los rifles y se asegurarían de que la munición estuviera seca. Algunos tienen una premonición vaga, una imagen distorsionada compuesta por fugados del asilo de veteranos, aspirantes a Banderas Negras, colgados de ácido con el gatillo fácil y agitadores del Año del Odio. Tipos con cicatrices feas, dijo él. Se pasó los dedos por la cicatriz que le arrancaba en el cráneo –en la parte donde el pelo nunca volvería a crecer–, bajaba por el cuello y desaparecía debajo de la ropa. La tocó, se abrió la camisa y miró hacia abajo como si viera por primera vez el tejido cicatricial que se propagaba por su pecho, dando lugar a extrañas formaciones donde habían estado los pezones, y que luego se congregaba alrededor del ombligo, donde el líquido había formado un pequeño estanque. (Aquel pringue ardiente me salpicó de arriba abajo mientras yo miraba, y, sí, me quedé mirándolo porque me había metido un chute de dopamina que me hizo volar, y me quedé plantado en mitad del campo de batalla resistiendo la tentación de aporrearme el pecho como Tarzán).
En Grand Rapids, antes de entrar en la casa, se había acercado un momento al bordillo y dejado el coche en marcha, el largo capó vibrando, bien encerado, una lengua resplandeciente que lamía el reflejo de los árboles.
¿Quieres saber cuál es mi credo?, dijo él. Y sin esperar a que ella respondiera, continuó:
Mi credo es: Nunca mates por una buena razón. Si vas a ser un plegado fallido, hazlo en serio y con todo el entusiasmo del que seas capaz. Cuando mates, hazlo rápido para que la propia situación te indique el método. Pero nunca, nunca jamás, seas eficiente. Quiero decir que no busques un asesinato fácil. Y tampoco lo alargues demasiado. Si hay un grito, que sea brutal, fuerte y breve, de los que te taladran la cabeza. Puedes echar la culpa de todo a Nam o a cómo me funciona el cerebro. Lo que más odiaba cuando estábamos allí era oír lamentarse y llorar a algún compañero, bloqueado en terreno descubierto, mientras los demás recitábamos el credo de los marines (nunca abandonar el cuerpo de un compañero y todo eso). La miró, escrutó sus ojos y estiró la mano para tocarle la cara. Por un segundo, los rasgos de él se suavizaron. Tenía una barbilla magra y puntiaguda, y una mandíbula fina que ascendía hacia una frente de una anchura fuera de lo común. Luego él le dio un coscorrón en la coronilla y dijo: Mierda, tía. Tenemos que entrar ahí, ocuparnos de Shaky y dejar una tarjeta de visita para la policía, que se la dará a las autoridades superiores y que luego irá subiendo por la cadena de mando hasta llegar a algún pobre agente de los Psych Corps. Su trabajo consiste en encontrar algo parecido a un orden en toda esta locura, y el mío, tal como yo lo veo, es darles algo en lo que pensar…
No te das cuenta de los hechos, Meg, dijo. Sus dedos se desplazaron por el muslo de ella. Ella siguió callada y miró las calles por las que pasaban, Grand Rapids bajo la luz de primera hora de la mañana, nada más que antenas de televisión, estrellas, rocío en los tejados, luces en unas pocas ventanas a medida que los vecinos se levantaban para afrontar un día de trabajo. Ella intentó no escuchar, dejar que él siguiera hablando, mientras tomaban un desvío.
Déjame explicártelo. Cuando oí tu nombre se me encendió una bombilla, se me apareció la palabra bingo. Bingo, dije. Tengo que sacarla de ahí y hacerla mi secuaz. Está hecha para mí. Su historia está ligada a la mía.
Sea como sea, dijo él, arrimando el coche al bordillo y quitando el contacto, gracias a lo que me has contado, sé cómo es el hombre que te causó el trauma, lo estoy viendo.
No te he contado nada.
Me has contado montones de cosas. De muchas maneras.
Entonces dime lo que sabes, dijo ella.
Sé que murió como era habitual, en la típica jodienda, con chispas, flashazos y estallidos.
Estás seguro.
Estoy convencido.
Entonces cómo es que yo no. Cómo es que yo ni siquiera puedo especular.
No soy al que tienes que hacerle la pregunta, dijo él. A continuación se apeó, abrió la puerta trasera y se puso a cargar las armas, abriéndolas y volviéndolas a cerrar con un chasquido y luego dejándolas una a una en el asiento de atrás, llenando el coche de olor a aceite mientras ella miraba hacia la casa y se fijaba en la fila de toallas de playa que alguien había colgado en el tendedero, alineadas con cuidado. Una con el emblema de los Tigres de Detroit: el tigre rugiente y el bate de béisbol. Otra mostraba un mapa del estado de Michigan adornado con diferentes símbolos: cerezas y coches y bobinas de papel. La siguiente era una toalla con el emblema de la paz. Ella las leyó de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha y pensó: Los Tigres jugaban la noche de los primeros disturbios en Detroit, y luego el estado ardió, y luego el movimiento pacifista… el movimiento pacifista fracasó. Faltaba una cuarta toalla, pensó. El mensaje estaba incompleto. Tenía que haber una cuarta toalla en alguna parte de la casa, todavía húmeda y oliendo a agua del lago y a loción solar, y en esa toalla tenía que estar el símbolo del infierno.
La cara de Rake apareció en su ventanilla. Sal del coche, dijo él, y ella obedeció.
Ella se acordaba de las manos morenas del enfermero, grandes y afectuosas, y del modo como él le hablaba, tranquilizándola, pero no recordaba su nombre ni su cara. Recordaba el centro médico y cómo empezó todo, una habitación con mostradores largos e impresos que rellenar y secretarias un poco aturdidas, fatigadas de registrar nuevos ingresos, piezas de un gran ciclo sin fin, y luego lo que vino después –las inyecciones de Tripizoide, el campamento hippy con un domo geodésico diseñado por Buckminster Fuller y las hogueras de campamento– se volvía borroso.
Perdona que me cite a mí mismo, estaba diciendo Rake en el coche. Esto fue más tarde, mientras recorrían una carretera esa noche, la vibración del motor bajo sus pies, subiéndole por las piernas.
Conduces por una carretera perdida igual que ésta y entonces un maromo, sí, ésa es la palabra, un maromo aparece con el pulgar levantado y se pregunta si vas a recogerlo o no, y tiene una mirada desesperada porque espera tener un golpe de suerte, que una casualidad venga de pronto en su ayuda, y frenas para echarle un vistazo, y, joder, bingo, es un viejo compañero de armas al que perdiste la pista hace una barbaridad, un tipo al que conociste en la guerra. Así que paras y le haces señas para que se acerque y puedas verlo mejor y te encuentras con que, sí, es un colega al que creías muerto en combate. Estabas convencido pero ahí está, con pinta de chiflado, la mirada cansada y perdida, y se inclina hacia ti y dice: Eh, ¿me llevas? Y tú dices: ¿Adónde vas? Y él dice: A cualquier sitio. Y le dices que suba, esperando comprobar algo, a lo mejor que no es el tipo que pensabas. Y él sube y se sienta a tu lado y conduces unas pocas millas sin decir nada importante, sólo dándole palique, y luego sueltas: Eh, tío, ¿tú estuviste en Nam? Y él dice: Sí, la verdad es que sí, y tú dices: Eh, yo también, y él reacciona de esa forma que has visto un millón de veces, indefinida, sin mojarse, conteniéndose, porque lo que suele pasar es eso o todo lo contrario, el rollo tipo almas-gemelas-quese-topan-en-mitad-del-desierto, por decirlo de algún modo, y que se reconocen al cabo de un par de palabras. ¿Cómo puede ser que dos almas gemelas se encuentren de esa forma? ¿Dos almas gemelas que estuvieron allí y ahora están aquí? Como si fuera algo increíble, imposible, por Dios, cuando en realidad en este estado es tan probable como cualquier otra cosa. Y como él no se moja, tú esperas y dices: Joder, tío, y sigues esperando, y a lo mejor pones la radio, por si la música anima a hablar al tipo, pero sin que te importe gran cosa porque sabes que querer conocer su historia no es beneficioso.
Una vez fuera de la ciudad no había mucho que ver a los costados de la carretera, salvo campos secos salpicados de coles de los pantanos, viejos letreros anunciando bares de camioneros, restaurantes cerrados hace mucho, casas ruinosas. Desde mitad de un campo un hombre los vio pasar, apoyado en una herramienta, mudo. La frontera de Indiana los llamaba a adentrarse hacia el corazón del país, al tiempo que quedaban detrás una señal de demarcación tras otra y el zopenco estado de Ohio. Tendrían que llegar hasta la frontera y poner rumbo oeste, hacia Chicago, sintiendo la tentación de cruzarla pero sin aventurarse muy lejos porque eso iría en contra de lo que algunos veteranos llamaban el Pacto de la Manopla. Tienes que ceñirte a la manopla, tienes que dirigir tu furia contra una sola cosa o no conseguirás nada. Arremeter contra todo el continente no sirve de nada, explicó Rake. Un puto estado ya es bastante. Hay drogas suficientes en el estado para mantener a un hombre ocupado toda la vida, por no mencionar Detroit, por no mencionar la Malla, por no mencionar las zonas de revueltas.
Él localizó, entre la bruma de estática, la emisora de Ann Arbor que ponía a los Stooges; la voz...

Índice

  1. Portada
  2. Prólogo: La guerra interminable y la cura incurable. Por Rodrigo Fresán
  3. HISTOPÍA
  4. HISTOPÍA. Por Eugene Allen
  5. Agradecimientos
  6. Notas