Roza tumba quema
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Roza tumba quema

  1. 135 páginas
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Roza tumba quema

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Información del libro

En la guerra y en la paz, una mujer sin armas lucha por sus hijas. Como en la vieja agricultura itinerante, roza, tumba y quema para que esas niñas tengan un lugar al cual poder regresar. Ahora, esa mujer debe conseguir dinero para emprender un largo viaje que le brindará la oportunidad de reunirse con la primera de sus cinco hijas, una niña a la que perdió durante el tiempo de la guerra. En su intento por llevarla de regreso consigo, se presentará ante ella como la pequeña independiente y tenaz que fue, la adolescente reclutada contra su voluntad por la guerrilla, la mujer joven que conoció el amor y la traición, la sobreviviente que vio el final del combate y la madre dispuesta a batallar por conseguir una oportunidad en la vida para sus hijas, sin pedir nada a nadie.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2018
ISBN
9788417517021
Categoría
Literatura
1
Nunca ha estado en París. Sabe que es la capital de un país muy viejo porque se lo preguntaron en un examen en los primeros años de la escuela y tuvo que pedir la respuesta a una compañera, a pesar del miedo que sentía a que la profesora la descubriera y le quitara la papeleta, la sacara del aula, la llevara a la dirección y mandara llamar a su madre para contarle lo que su hija hacía en lugar de repasar sus apuntes a diario, como le habían pedido que hiciera a inicios del año. Le habían dicho que era malo copiar y sentía que no debía hacerlo, pero, en un balance rápido, le pareció peor tener que explicar en su casa por qué no había llevado el diez que su mamá quería que sacara en ese examen y que ella se había comprometido a entregarle. Estaba tan nerviosa por pedir la respuesta número siete que apenas le salía la voz. De hecho, su compañera volvió a ver en la dirección en que ella se sentaba no porque hubiera escuchado su voz de auxilio, sino porque sintió la presión de alguien que la observaba. Cuando descartó que se tratara de la maestra, tuvo que preguntarle varias veces qué quería y adivinar lo que le estaba pidiendo porque fue incapaz de escuchar la solicitud o de leerla en sus labios, que apenas si se movían.
Sintió pena por ella, así que comenzó a pasarle todas las respuestas. Ella ya las conocía. Sólo necesitaba una. La más fácil. La que cualquiera en el salón o en la calle podía haber contestado sin tener que estudiar porque la sabía todo el mundo: salía a cada rato en la televisión y la mencionaban para todo en la radio, como si no existiera otra capital en el mundo. Su compañera no podía creer que no la supiera. En adelante y hasta el día de su graduación, les contaría a todos que ella no había sabido responderla. París se volvería su burla de toda la vida escolar.
De haber podido imaginar cuánto la fastidiaría con eso, no le habría preguntado. La palabra era corta. Sus compañeros escribían con letras muy grandes. Habría bastado con estirar un poquito el cuello a la derecha para obtener el dato de otra compañera o movido los ojos hacia la papeleta del compañero que tenía sentado a la izquierda para tomarlo de ahí. En último caso, podía haberse inclinado hacia atrás para preguntarle a la niña detrás de ella, que le habría cambiado esa respuesta por la número ocho y jamás habría ventilado en público el asunto. Pero no pensó más que en su amiga de los recreos para salir de ese lío, que ni siquiera era lío porque a su mamá, en verdad, no le importaba demasiado si se sacaba un diez o no. Se lo había pedido, en parte, porque todas las mamás le piden lo mismo a sus hijos, pero, sobre todo, porque se lo pedía la oficina que les entregaba ayuda mes con mes. Ahí exigían constancias de que sus cuatro hijas estuvieran estudiando y de que estuvieran siendo vacunadas, además de pruebas de que estaban yendo a los servicios religiosos que la iglesia que patrocinaba esa oficina ofrecía en la comunidad cada semana.
Las notas no eran importantes. Nunca preguntaron ahí si eran legítimas o si había copiado en ese examen o por qué siguió haciéndolo en los siguientes. A los profesores tampoco les importaba. De hecho, les daba igual si todos en el aula copiaban y si lo hacían con descaro. Ellos no eran misioneros tratando de salvar almas, sino algo más parecido a cuidanderos que abrían la puerta en la mañana y la cerraban al mediodía, agentes que movían el tráfico estudiantil de un año al otro y los responsables de entregar al ministerio cuadros de notas al final de cada uno. Si querían ser algo más o hacer algo más, debían moverse de lugar o cambiarse al sistema privado, que pagaba menos y exigía más. Si se quedaban, debían comprender que los muchachos locales no debían ser molestados más que con lo mínimo porque, sin importar lo que ellos quisieran o hicieran, terminarían sembrando en los campos que cultivaban sus padres y cuidando al ganado que naciera del de ellos, si es que no emigraban y terminaban en la cocina de alguien o pintando paredes ajenas o cuidando lo jardines de alguien que jamás les preguntaría de ciencias sociales o de tipos sanguíneos, por lo que era mejor tampoco molestarlos con eso o insistirles en que mejoraran la caligrafía. Las muchachas hornearían pan, harían los oficios de la casa a diario y prepararían tamales para las ocasiones especiales. Tendrían hijos y pasarían la vida entera en el pueblo cuidándolos, a menos que se casaran o se acompañaran con alguno de los soldados del cuartel o con un policía. Entonces tendrían que mudarse si a ellos los cambiaban de asignación y cuidar a los hijos en el lugar que les tocara hasta que volvieran al pueblo, si es que podían. En cualquier caso, nadie les preguntaría con cuánto pasaron cada uno de los grados que alcanzaron a cursar o si copiaron o no en algún examen. Sólo importaba que no hubiera reprobación, para que las cifras calificaran al país para recibir nuevos préstamos y ayudas de las oficinas de cooperación. Así que, aunque ella hubiera fallado todas las respuestas esa vez o las siguientes, la habrían promovido como promovieron incluso a aquellos que llegaron al final de la secundaria sin saber leer y escribir o a aquellos que no entraban a clase por quedarse jugando en la plaza frente a la escuela. Estaban tan convencidos de que nada podía hacer que los destinos cambiaran que, si ella les hubiera pedido que le pusieran un diez sin hacer la prueba, ellos se lo habrían concedido sin problema alguno. Pero eso no lo sabía ella, así que se esforzó por conseguir respuesta para la única pregunta que le faltaba y fue feliz –aunque con un leve remordimiento– cuando le entregaron el diez que había prometido y vio a su mamá alegrarse y llevarlo, orgullosa, a la oficina que dispensaba la ayuda y que sólo lo apiló en un estante.
Por eso no necesitó que le explicaran qué era París cuando le anunciaron que era muy posible que su mamá se fuera para allá por un mes o por un mes y medio. Entendía que era una buena noticia y, en el fondo, se alegraba por ella. Si no sonreía como el resto no fue porque se tratara de esa ciudad entre todas las ciudades del mundo, sino porque un mes o un mes y medio era mucho tiempo, sobre todo si su mamá planeaba dejarlas a sus hermanas y a ella al cuidado de una señora.
Era demasiado pronto para saberlo. Faltaba arreglar varios detalles para saber si su temor se realizaría o no. Su madre no le daba respuestas claras. Le decía que el tema de la señora que cuidaría de ellas no era importante en ese momento. Tampoco le importaba demasiado el tema de la ropa adecuada para soportar el frío de la ciudad, que para entonces no podía concebir porque toda su vida se había movido en la región más caliente de un país tropical. Su preocupación estaba en conseguir la cantidad de dinero que debía aportar para el viaje, que, con todo y el descuento que le dijeron que le habían tramitado, era muchísimo más de lo que ella podía lograr en lo que quedaba para la fecha que le habían puesto de plazo o en varios años más. Había calculado que podía vender el molino para maíz que había comprado para trabajar después de que se le murieron todos los pollos que tenía de crianza en una sola oleada de gripe aviar, pero desistió luego de que la señora que aceptó cuidar a sus hijas le dijo que ése era el seguro de vida de sus niñas. Si algo llegaba a pasarle en ese viaje –no fuera a quererlo Dios y no era que se lo deseara–, sus hijas podían seguir trabajándolo y tendrían para comer si ella faltaba. Entendía su situación, pero debía pensar en las muchachitas que quedaban. Le sugería que mejor saliera a pedir, aunque le diera vergüenza. Pero no a las calles, como los pobres, o a las casas, como los de ahí, sino a las oficinas, a las radios o a los canales de televisión. Tal vez si contaba su historia, si compartía los detalles más tristes, la gente se apiadaba de su situación y donaba para hacerle posible su sueño. Podía resultar. Había visto gente a la que le daban sillas de ruedas, camas especiales y hasta operaciones sin pedirles nada a cambio. Una vez vio a una viejita pedir que le construyeran una casa porque la que habitaba podía caerle encima en cualquier instante y, a las dos semanas, salió una nota en la que aseguraban que ya se la estaban haciendo. No recordaba si había sido una sola persona la que se la pagó o varias que abonaron a un número de cuenta que salía en la pantalla. El punto era que la señora había conseguido lo que deseaba, así que ella también podía hacerlo. La gente era generosa con los que suplicaban, sobre todo si se cortaban por el llanto mientras hablaban. Ella tenía una buena oportunidad porque siempre se quedaba sin habla a media historia. Pero no quería suplicar. Más que eso, no quería que un montón de extraños fueran testigos de algo que no les concernía. Ese tema de su vida privada era asunto sólo de ella y de los que la metieron en él. Así que pensó en ir a buscarlos a ellos para que la ayudaran a salir. Se lo debían. Aunque dijeran que no habían sido responsables y soltaran discursos acerca de una situación que los superaba a todos, estaban conscientes de eso. Si la veían sentada en las salas de espera con aire acondicionado de sus trabajos, tendrían que acceder a lo que fuera que ella les pidiera. Pero no quería verlos de nuevo. Ni pedirles nada.
Sacar un préstamo parecía una mejor idea, aunque fuera sin la garantía que dan los bancos. Sabía de un hombre en las cercanías que daba la plata fácil si se llegaba con recomendación y sabía quién podía recomendarla. No la haría quedar mal. Incluso si llegaba a ser necesario, se metería a trabajar como empleada doméstica hasta pagar el último centavo. Nadie lo dudaba. El problema era que el prestamista no daba plazos tan largos para devolverle la cantidad que quería. Y, para ese caso, no le bastaba con la recomendación: quería algo más, por si ella de pronto descubría que París era un mejor lugar para vivir y se quedaba allá para siempre. Lo único que pedía era algo que le diera más tranquilidad mientras ella estuviera lejos: un terrenito, una casita, algo que tuviera título de propiedad y le calmara los nervios. No era un hombre de fe, pero le habría gustado serlo alguna vez. Quizás en otro tiempo, con otras ropas y otra situación. Por desgracia, estaban en ésa y no podía darle lo que pedía. En cambio, le recomendó ir a los canales de televisión. O hablar con el alcalde recién electo. El hombre estaba tan desesperado por encubrir el fraude con el que llegó a la posición que, para efectos prácticos, le daba a todo el mundo lo que le pidiera.
No hubo necesidad porque, antes de que ella accediera a ir a buscarlo, la llamaron de otra oficina patrocinada por otra iglesia que le daba ayuda para decirle que había una posibilidad de solucionar el problema del dinero: alguien que había conocido su historia quería hacer una donación para su viaje. Lo único que esa persona pedía a cambio era conocerla antes. No preguntaron para qué, pero suponían que se trataba de una manera de verificar que todo lo que le habían contado era cierto. Si ella aceptaba, podían encontrarse en la oficina de la capital o podían arreglar para que la persona se trasladara hasta su pueblo. Les parecía mejor lo primero. A la persona, en cambio, le parecía mejor desplazarse ella hasta el lugar. No era de las que creía que podía entender mejor la situación si recorría los caminos o miraba las paredes. No se hacía falsas ilusiones. Nada más le parecía que, si una mujer como ella tenía tantas dificultades para conseguir una cantidad de dinero para ir al otro lado del mundo, seguro también las tenía para moverse hasta la capital.
Los de la oficina le explicaron que, de todas maneras, ella tendría que llegar ahí porque en la región en la que vivía no había agencias de viajes. La más cercana estaba en la cabecera del departamento. Podían, si quería, ir hasta allá para comprar el boleto, pero ella igual debería moverse hasta la capital porque debían tramitarle el pasaporte. Estaban seguros de que no tenía uno. La persona insistió en moverse hasta el lugar y los de la oficina cumplieron su deseo. La llevaron hasta la casa de ella un día, sin avisarle, para que la persona pudiera ver cómo vivía en realidad.
La encontraron lavando la ropa de un bebé. Sabía que lo que ganara con eso no le alcanzaría ni para viajar a la capital, pero lo hacía porque ningún centavo estaría de más en la carrera para conseguir la cantidad solicitada. Si luego no lo lograba, nadie podría acusarla de no haberlo intentado o de haber dejado pasar las oportunidades. La persona le preguntó si creía que podría llegar a conseguirlo. Ella respondió que, si no lo conseguía ese año, lo conseguiría en muchos. La persona preguntó si no confiaba en el ofrecimiento que ella, a través de la oficina, le había hecho llegar. Ella tardó en responder. No quería parecer grosera, pero, en verdad, no confiaba en los ofrecimientos. Había aprendido que la gente cambia de parecer. Contestó que a veces la situación no permite que las promesas o las intenciones se cumplan. La persona no trató de convencerla. La gente de la oficina que la ayudaba le pidió que dejara de lavar por un momento y les enseñara su casa. A la persona le pareció curioso que no tuvieran árbol de navidad. Decidió enviarles uno y también regalos después de que la hija mayor dijo que ella (de buena gana) y sus hermanas (obligadas) habían decidido donar ese dinero para el viaje de su mamá. Quería también donar el dinero que le pagaría a la señora por cuidarlas, pero su madre no aceptó dejarlas sin supervisión.
La persona habría pasado la nochebuena con ellas si se lo hubieran pedido. No sucedió porque ellas pensaban que la persona estaría mejor en su casa cómoda que al lado suyo. La persona tampoco lo pidió. Le habría parecido un abuso de su parte. Tampoco espió la casa. Tan pronto como vio lo que tenía que ver, le pidió que le dejara pagar también por los gastos del pasaporte. Ella, apenada y emocionada por el obsequio, le dio las gracias. Luego, siguió lavando los pañales.
2
El viaje a ese otro país ni es capricho ni es el sueño de toda su vida. Si insiste en hacerlo y en buscar los medios es para poder ver a su hija. Lleva años en su búsqueda. Nunca ha cejado. No entiende que una madre pueda hacerlo o que pueda no lanzarse a encontrarla, como la suya cuando vivían en una hacienda con nombre de caballo, donde también eran colonos sus abuelos maternos.
Entonces tenía nueve años. Su mamá la envió a moler maíz para hacer unos tamales que, en adelante, no volvieron a gustarle. La mandó antes de las siete de la mañana para que no fuera a retrasar sus planes en caso de que se extraviara o se distrajera en el camino. Le explicó por dónde debía caminar y que lo primero que debía hacer al llegar al lugar era dar los buenos días y llamar con cortesía al dueño del molino. Luego debía repetir que decía ella que por favor le moliera esos granos y que le iba pagar con lo que sacara de la venta. Era día de fiesta. Los feriados eran una oportunidad para conseguir algunos centavos extra. Ella no quería dejar pasar la oportunidad. Estaba consciente de que no era la mejor cocinera de los alrededores, así que sólo podía competir si llegaba más temprano que las otras. Podía ganar tiempo si enviaba a alguien a moler. Mientras, avanzaría con los otros ingredientes.
No necesitaba decirle quién era su mamá: ella parecía su retrato. Tampoco debía rogar. En caso de que él dijera que no, tenía indicaciones para ir a otro molino, uno que quedaba un poco más lejos, pero donde seguro les fiarían porque eran conocidos de hace mucho tiempo atrás y porque, además, habían sido ayudados por su papá cuando lo habían necesitado. Estaban en deuda con ellos. Si no la enviaba ahí desde el inicio era por la posibilidad de salir más temprano con todo. Lo tenía todo calculado, excepto el hecho de que, al pasar por la playa de arena blanca, la niña se pondría a jugar con las olas y perdería la noción del tiempo frente al encanto del agua.
Cuando por fin llegó, eran las cuatro y media de la tarde. La madre estaba enojada. Quería pegarle, reclamarle al menos, pero sólo le quitó el recipiente para apresurar los tamales. Tenía en mente que, si no había podido ser la primera, todavía podía hacer algún dinero vendiendo a los que llegaban al final de la fiesta y debían conformarse con lo que hubiera quedado de ella. Pero estaba tan abatida y cegada por la cólera que, en lugar de verter agua en la mezcla, le echó gas, que guardaba en un depósito idéntico.
Cuando recuerda el episodio, no se lamenta por la tunda que le dio entonces ni por todo lo que le gritó, sino por el hecho de que ella no saliera a buscarla, a sabiendas de que el mar inmenso y hermoso también era un peligro que pudo habérsela tragado. Siempre se ha preguntado por qué no lo hizo. Ha tratado de creer que fue porque tenía muchos hijos, pero la respuesta no la convence: ella, aunque hubiera tenido treinta o cuarenta niños, habría dejado todo por ir a traer a la que le hacía falta, así estuviera en la selva.
Para que no volviera a tardar, en adelante, la envió a un molino que quedaba al otro lado de la bahía. Con la marea baja, se podía cruzar por ahí con el agua debajo de las pantorrillas. Después de una cierta hora, debía pagar bote para volver. Y jamás le daba dinero para él. Pensaba que, con el reloj del agua y nada de dinero, la mantenía en control porque volvía siempre a la hora. Pero quien en realidad controlaba sus regresos era su hermano. Él era quien sabía leer el agua y la posición del sol y era quien le avisaba cuando llegaba la hora de dejar de jugar y de regresar a la casa. Su papá le había enseñado cuando lo llevaba a sembrar con él. Su mamá lo enviaba con ella para que la niña ayudara a cuidarlo, pero era él quién la cuidaba a ella: él sí sabía por dónde caminar para no encontrarse con serpientes y por dónde meterse para conseguir buena fruta para comer durante la espera en el molino.
Confiada en que su hija ya había aprendido la lección durante un año de trayecto, la envió con una de las hermanitas menores: necesitaba que el niño la ayudara con algo de la casa para lo que se necesitaba fuerza de hombre, aunque el hombre fuera un niño de apenas nueve años.
La historia de la playa blanca se repitió porque la hermana pequeña era tan distraída y juguetona como ella. Fueron dos las encantadas con el agua y las caracolas que perdieron la noción del tiempo y se encontraron cruzando la bahía cuando el agua subía y lo llenaba todo.
Podían haber considerado pasar el tiempo en la orilla hasta que el agua volviera a dejar pasar a la gente a pie, pero el recuerdo de la tunda era tan fuerte que, frente a la masa azul, la única opción viable para ella fue decirle a su hermana que debían enfrentarse y cruzar cuando todavía era posible, aunque difícil. El plan era sencillo: ella se la subiría a los hombros y la sujetaría por las piernas con toda la fuerza necesaria a cambio de que la pequeña llevara el huacal con la masa tan alto como pudiera y tan fuerte como le fuera posible, sobre todo en los cinco metros en los que, según su cálculo, el agua las cubriría por completo.
Convenció a la hermanita con un relato muy breve de la paliza que había recibido el año anterior. No había tiempo para detalles. Debía confiar en ella. Si tardaban más, el agua seguiría subiendo y convertiría su oportunidad en un tramo imposible. La hermanita estaba pequeña, pero entendía qué era no tener dinero para pasar de regreso y entendía también la idea de salvar la masa para no tener que enfrentar la furia materna, así que cerró los ojos y la boca, como la mayor le indicó, y protegió el huacal más que a su propia vida.
Cuando salieron, el corazón le palpitaba muy fuerte. Se volvió al agua inmensa y dijo Gracias, señor, aunque no sabía quién era ese señor al que agradecía o si había algún señor al que agradecer. Le parecía increíble estar del otro lado. Su hermana, en cambio, empezó a llorar, no porque había tragado agua, sino porque había perdido un poco de masa en el paso. Pensaba que su mamá la iba a castigar por no haberlo conseguido. Ella la convenció de que no pasaría nada. Estaba segura de que su mamá no se daría cuenta del faltante. Y, si llegaba a notarlo, le diría que había sido culpa suya. Le juró que su madre lo creería, aunque no estaba convencida de eso. Creía que su madre tenía el instinto afinado (aunque en realidad lo que tenía era un reloj) y que, de una u otra man...

Índice

  1. Portada
  2. Legal
  3. 1
  4. 2
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