El buen soldado
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El buen soldado

  1. 256 páginas
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El buen soldado

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Información del libro

El buen soldado es una obra donde se aplican de manera revolucionaria y magistral la narración en primera persona y los flashbacks cronológicamente desordenados. Ambientada en la época inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial y en la que se trata el declive y la disolución de dos matrimonios amigos aparentemente perfectos, tienen cabida muchas cosas convulsas, excesivas: ruina, mentiras, amor adúltero, escándalo, suicidio, locura. Con semejantes ingredientes, el lector podría estar tentado de creer que se encuentra ante un folletín, pero son la excelencia de la escritura de Ford Madox Ford y el hábil uso del narrador no fiable los que hacen de este libro una obra maestra que merece ser leída y disfrutada.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2020
ISBN
9788417517724
Categoría
Literature

PARTE IV

CAPÍTULO I

Soy consciente de haber contado esta historia de un modo tan desordenado que tal vez resulte difícil que alguien encuentre el camino en lo que quizá sea una especie de laberinto. No he podido evitarlo. No he abandonado la idea de hallarme en una casita de campo en compañía de un oyente silencioso que atiende a mi relato entre el sonido de las ráfagas de viento y el rumor lejano del mar. Y siempre que discutimos un asunto –un largo y triste asunto como éstesolemos saltar hacia atrás y hacia adelante una y otra vez. Recordamos cosas que se nos han olvidado, y más tarde las explicamos aún más detalladamente al advertir que pasamos por alto mencionarlas en el lugar oportuno y que, al omitirlas, hemos podido dar una falsa impresión. Me consuelo pensando que ésta es una historia real y que, después de todo, la mejor manera de contar una historia real es contarla como se cuentan las historias reales. Es entonces cuando parecen aún más verdaderas.
En cualquier caso, creo que mi historia había llegado hasta el momento de la muerte de Maisie Maidan. Me refiero a que ya he expuesto todo lo que ocurrió con anterioridad desde todos los puntos de vista que han sido necesarios –el de Leonora, el de Edward y, hasta cierto punto, también el mío propio–. Ahora usted dispone de los hechos y de sus diferentes perspectivas en la medida en que he sido capaz de penetrar en ellas. Permítame imaginarme, así pues, vestido de luto el día de la muerte de Maisie o, más bien, en el momento de la disertación de Florence sobre la Protesta de Lutero en aquel viejo castillo de la ciudad de M. Consideremos el punto de vista de Leonora sobre Florence. El de Edward, por supuesto, me sería imposible ofrecérselo, pues, naturalmente, él nunca me habló de su aventura con mi esposa.
Puede que, en lo que sigue a continuación, me muestre un tanto duro con Florence. Pero ha de recordar que ya llevo seis meses escribiendo esta historia y que he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre todo lo que pasó. Y lo cierto es que, mientras más pienso en todo aquello, más seguro estoy de que Florence supuso una influencia nefasta: ella causó la depresión y el deterioro de Edward; ella causó el irremediable deterioro de la pobre Leonora.
No cabe duda de que deterioró su carácter. Si había una cualidad en ella, era la de ser orgullosa y saber callar. Pero su orgullo y su silencio se vinieron abajo tras aquel extraordinario estallido que sufrió en la sombría habitación que custodiaba la Protesta de Lutero y en la pequeña terraza que daba al río. No quiero decir con esto que hiciera entonces nada malo. Ciertamente, hizo bien al intentar advertirme de que Florence había puesto los ojos en su marido. Pero, aunque hacía lo correcto, lo estaba haciendo de la manera equivocada. Tal vez tendría que haber reflexionado más; tal vez debería haber hablado, si quería hablar, pero después de pensarlo. O quizá, simplemente, habría sido mejor que hubiese actuado… Que, por ejemplo, hubiese vigilado tan estrechamente a Florence que cualquier comunicación privada entre ella y Edward hubiese sido imposible. Tendría que haber escuchado detrás de las paredes; tendría que haber estado atenta a las puertas de los dormitorios. Resulta detestable, sí, pero así es como se hace ese trabajo. Debería haberse llevado a Edward de allí desde el momento de la muerte de Maisie. Pero no lo hizo. Actuó equivocadamente… Y, sin embargo, pobrecilla, ¿acaso tengo yo derecho a culparla? De no haber sido Florence, habría sido cualquier otra… Aunque podría haber sido una mujer mejor que mi esposa. Porque Florence era vulgar; Florence era una vulgar seductora que al final no quiso lacher prise, y era una verdadera cotorra. Resultaba imposible detenerla; no había nada que pudiera hacerla callar. Edward y Leonora eran al menos personas reservadas y orgullosas. Y el orgullo y la reserva ciertamente no son lo único en la vida; tal vez ni siquiera lo mejor. Pero si éstas resultan ser nuestras virtudes particulares, no seremos nada cuando las perdamos. Y Leonora las perdió. Las perdió incluso antes que el pobre Edward. Imagine su situación el día en que estalló ante la Protesta de Lutero… Imagine su sufrimiento…
No debe usted olvidar que la gran pasión de su vida era conseguir recuperar a Edward y nunca, hasta ese momento, había perdido la esperanza de que él volviera a ella. Tal vez pueda parecer indigno, pero hay que tener en cuenta también que esto no sólo significaba una victoria para ella misma. Para Leonora habría sido una victoria de todas las esposas del mundo, y una victoria de su Iglesia. Así es cómo ella lo veía. Estas cosas son siempre un tanto inescrutables. Ignoro por qué recuperar a Edward representaba para ella una victoria de todas las esposas, para la sociedad y para la Iglesia. Aunque tal vez tenga una vaga idea de la razón. Ella veía la vida como una perpetua lucha de sexos entre maridos que desean ser infieles a sus esposas y esposas que desean recuperar a sus maridos después de todo. Ésa era su triste y modesta visión del matrimonio. El hombre, para ella, era una especie de animal que necesitaba sus diversiones, sus momentos de excesos, sus noches fuera de casa, sus –llamémoslas así– temporadas de celo. Leonora había leído pocas novelas, de manera que estaba muy poco familiarizada con la idea de un amor puro y constante que siguiera a las campanas de boda. Había ido, aterrorizada y confusa, a contarle a la madre superiora del colegio de su infancia la historia de la infidelidad de Edward con la bailarina española. Pero todo cuanto había hecho la vieja monja, que a ella le parecía infinitamente sabia, mística y reverenda, había sido mover la cabeza con gesto apesadumbrado y decirle:
–Los hombres son así… Con la ayuda de Dios, al final todo se arreglará.
Eso fue lo que sus consejeros espirituales le propusieron como programa de vida. O, en todo caso, así fue cómo Leonora entendió sus enseñanzas –eso fue lo que ella me dijo que le habían enseñado–. Yo no sé exactamente lo que le enseñarían. El destino de las mujeres era la paciencia, la paciencia y nada más que la paciencia –ad maiorem Dei gloriam– hasta el día señalado en que, si a Dios le parecía oportuno, al fin serían recompensadas. Así pues, si finalmente hubiera logrado recuperar a Edward, habría conseguido mantener a su marido dentro de los límites que toda esposa puede esperar. Incluso le enseñaron que en los hombres tales excesos son naturales, justificables, como si se tratara de niños…
Pero lo más importante era que no debía haber escándalo ante otros fieles. Y de esta manera Leonora se aferraba a la idea de recuperar a Edward con una pasión que era verdadera angustia. Miró hacia otro lado; se centró en una única idea. Y esa idea era que Edward apareciera, cuando volviera a ella, como un hombre rico, glorioso, por así decirlo, con respecto a sus tierras, y recto. Así demostraría, en realidad, que en un mundo infiel una mujer católica había logrado que su marido permaneciera fiel. Creía estar ya muy cerca de cumplir su deseo.
Su plan con respecto a Maisie parecía estar funcionando de un modo admirable. La pasión de Edward por la muchacha se iba enfriando cada vez más. Ya no ansiaba pasar cada minuto en Nauheim junto a su figura recostada; acudía a los partidos de polo; jugaba al bridge por las noches; se mostraba animado y alegre. Leonora estaba segura de que no intentaría seducir a la pobre niña; incluso empezaba a pensar que jamás había intentado tal cosa. De hecho, parecía estar volviendo a ser lo que había sido para Maisie al principio: un amable y atento oficial de regimiento que dedicaba toda clase de galantes atenciones a una joven recién casada. Sus pequeños flirteos eran tan transparentes como la luz del alba. Y Maisie no parecía inquietarse cuando Edward salía de excursión con nosotros; cada tarde tenía que guardar cama unas horas, y no daba muestras de echar de menos las atenciones de Edward durante ese tiempo. Edward, por su parte, también empezaba a hacer pequeños progresos con Leonora. En un par de ocasiones, en privado –pues se lo hacía a menudo ante la gente–, le había dicho cosas como «¡Estás espléndida!» o «¡Bonito vestido!». Leonora había ido con Florence a Frankfurt, donde visten tan bien como en París, y se había comprado un par de trajes. Podía permitírselos, y Florence era además una excelente consejera en la materia. Al fin, parecía haber dado con la clave del enigma.
Sí, Leonora parecía haber dado al fin con la clave del enigma. Creía haber estado en cierto modo equivocada en el pasado, y que no tendría que haber sido tan estricta con Edward con respecto al dinero. Pensaba que hacía bien al permitirle –cosa que había hecho al principio con temor e indecisiónvolver a tomar el control de sus rentas. Y Edward incluso llegó a dar un paso más hacia ella y reconoció, de manera espontánea, que había hecho bien al administrar su patrimonio durante aquellos años. Cierto día, le dijo:
–Hiciste bien, querida niña. No hay nada que me agrade tanto como tener algo de dinero que gastar. Y gracias a ti hoy puedo hacerlo.
Aquél fue, me dijo ella, el momento más feliz de su vida. Y él, que pareció comprenderlo, incluso se aventuró a darle un golpecito en el hombro. Aparentemente, había ido a pedirle prestado un alfiler. Y el episodio de la bofetada a Maisie afianzó en su mente la idea de que, después de aquello, no había habido ningún tipo de intriga entre Edward y la señora Maidan. Leonora creyó que, desde ese momento, todo cuanto tendría que hacer sería mantener a Edward bien provisto de dinero y ocupar su mente con muchachas hermosas. Estaba convencida de que pronto volvería a ella. Y durante todo aquel mes no volvió a rechazar sus tímidos acercamientos, que nunca iban demasiado lejos. Pues, ciertamente, sus avances eran tímidos. Le daba un golpecito en el hombro; le susurraba al oído algún comentario divertido sobre los extraños personajes que veían en el Casino… Y lo importante no eran aquellos comentarios intrascendentes, sino, precisamente, el hecho de que se los susurrara al oído, pues ello suponía una valiosísima muestra de intimidad.
Pero justo entonces todo se hizo pedazos. Todo se hizo pedazos en el instante en que Florence puso su mano en la muñeca de Edward, que reposaba en la vitrina que albergaba la Protesta de Lutero, allí arriba en la alta torre en la que los postigos apenas dejaban pasar la luz del sol. O, para ser más exactos, desde el instante en que advirtió aquella mirada dirigida a Florence en los ojos de Edward. Ella conocía esa mirada.
Leonora había sabido desde el primer encuentro, desde el momento en que nos sentamos los cuatro juntos a cenar, que Florence había puesto los ojos en Edward. Pero ya había visto a muchas mujeres mirar a Edward –centenares de mujeres en los trenes, los hoteles, los barcos de travesía y las esquinas de las calles–. Y había concluido que él no solía prestar demasiada atención a las mujeres que lo miraban. Para entonces ya se había formado una idea bastante exacta de los métodos o las razones que llevaban a Edward a enamorarse. Estaba segura de que sus aventuras se habían limitado a su fugaz pasión por la Dolciquita, su verdadero amor por la señora Basil y lo que consideraba inofensivos coqueteos con Maisie Maidan. Además, sentía tal desprecio por Florence que le resultaba imposible imaginar que Edward pudiera sentirse atraído por ella. Y ella y Maisie formaban, además, una especie de baluarte a su alrededor. Leonora quería, no obstante, vigilar a Florence, pues ésta sabía que había abofeteado a Maisie. Y por eso Leonora deseaba desesperadamente que su unión pareciera intachable. Pero todo aquello se hizo pedazos…
Cuando Edward devolvió aquella mirada a los ojos azules y altivos de Florence, Leonora supo que todo se había hecho pedazos. Supo que aquella mirada significaba que los dos habían sostenido ya largas e íntimas conversaciones –sobre sus preferencias y antipatías; sobre el carácter de ambos; sobre su idea del matrimonio–. Supo lo que significaba que ella, cada vez que los cuatro salíamos juntos a pasear, siempre hubiera ido conmigo diez yardas por delante de Florence y Edward. No imaginaba que hubieran ido aún más allá de sus charlas sobre preferencias y antipatías, sobre el carácter de ambos o sobre el matrimonio como institución. Pero, después de haber estado observando a Edward durante toda su vida, sabía que aquel roce de las manos, aquel cruce de miradas significaban que era inevitable. Edward era un hombre tan serio…
Leonora sabía que cualquier intento de separarlos por su parte supondría alimentar una pasión irrefrenable en Edward que, como ya he dicho, por su carácter tendía a creer que el hecho de seducir a una mujer le daba a ésta un poder irrevocable y de por vida sobre él. Y aquel roce de manos –ella lo sabía– otorgaba a aquella mujer un derecho irrevocable… a ser seducida. Despreciaba tanto a Florence que habría preferido que se tratara de una sirvienta. Hay sirvientas que, al menos, son muy decentes.
Y entonces, de repente, Leonora vio con toda claridad que Maisie Maidan había sentido una verdadera pasión por Edward; que aquello le rompería el corazón, y que ella sería responsable de su sufrimiento. Por un instante, enloqueció. Me agarró de la muñeca y me arrastró escaleras abajo y a través de aquel Rittersaal susurrante, con sus altas columnas pintadas y su alta repisa de chimenea. Pero creo que no enloqueció lo suficiente. De lo contrario, Leonora tendría que haberme dicho sin rodeos: «Su mujer es una furcia que acabará siendo la amante de mi esposo».
Y eso podría haber funcionado. Pero, incluso en aquel rapto de ira, Leonora tuvo miedo de ir tan lejos. Temía que, si llegaba a hacerlo, Edward y Florence pudieran fugarse juntos, y eso habría significado perder para siempre toda oportunidad de recuperar a su esposo. No se portó bien conmigo entonces.
Aunque, después de todo, no era más que una alma torturada que anteponía su Iglesia a los intereses de un cuáquero de Filadelfia. Y no se lo reprocho… Supongo que la Iglesia de Roma es la más importante de los dos.
Una semana después de la muerte de Maisie, Leonora supo que Florence ya se había convertido en la amante de Edward. Estaba esperando delante de la puerta de la habitación de Florence, y lo vio salir de allí. Leonora no dijo nada y él se limitó a emitir un gruñido. Pero supongo que para Edward debió de ser un mal trago.
Así es, el deterioro mental que Florence causó en Leonora fue extraordinario; destruyó su vida y acabó con todas sus oportunidades. La llevó, en primer lugar, a perder la esperanza –pues ya no era capaz de ver cómo, después de aquello, Edward podría volver a ella, después de vivir una vulgar aventura con una mujer vulgar–. A su relación con la señora Basil, que era ahora lo único que, en lo más profundo de su corazón, tenía que reprocharle a Edward, no podía llamarla aventura. Había sido una historia de amor –y bastante inocente en cierto modo–. Pero esto le parecía algo horrible, una aberración tanto más detestable por lo mucho que ella detestaba a Florence. Y Florence hablaba…
Eso fue lo terrible del caso, pues Florence obligó así a la propia Leonora a abandonar su orgullosa reserva… Florence, y la situación. Al parecer, dudó entre confesármelo todo a mí o a Leonora. Tenía que confesárselo a alguien. Y, finalmente, se decantó por Leonora, pues a mí habría tenido que confesarme muchas otras cosas. O, cuando menos, yo habría podido averiguar muchas más sobre su «enfermedad» y sobre Jimmy. Así que un día fue a ver a Leonora y comenzó a dejar caer insinuaciones hasta que logró enfurecerla tanto que ésta le espetó:
–Quieres decirme que eres la amante de Edward. Muy bien: puedes serlo. A mí ya no me sirve.
Aquello supuso una auténtica calamidad para Leonora, pues una vez que empezaron a hablar, ya no fue posible dejar de hacerlo. Leonora lo intentó… Pero en vano. Tenía que usar a Florence para enviarle mensajes a Edward, pues de ningún modo quería hablar directamente con él. Y también necesitaba darle a entender, por ejemplo, que si yo alguna vez llegaba a conocer su aventura, ella estaría dispuesta a hundirlo para siempre. Complicaba bastante las cosas, además, el hecho de que Edward, por entonces, estaba algo enamorado de ella. Pensaba que la había tratado tan mal y que ella había sido tan generosa… Y Leonora parecía tan triste que él sentía el deseo de consolarla, pero se veía a sí mismo como un ser tan despreciable que creía que no había ya nada que pudiera hacer para enmendar sus errores. Florence se encargó de hacerle llegar esta información a Leonora.
No la culpo en absoluto por su dureza con Florence; aquello debió de hacerle a Florence mucho bien. Pero sí la culpo por haber cedido a lo que, después de todo, no era más que un deseo de comunicación. Como comprenderá, todo aquello fue algo que acabó apartándola de su Iglesia. No quería confesar lo que estaba haciendo porque temía que sus consejeros espirituales le reprocharan que me mantuviera engañado. Creo que, simplemente, habría preferido la condenación eterna antes que romperme el corazón. Eso era todo. Y no tenía que haberse preocupado tanto. Pero, lo cierto es que, no teniendo ningún sacerdote con el que hablar, Leonora necesitaba hablar con alguien. Y, dado que Florence se empeñaba en hablar con ella, ella le respondía con frases lacónicas y explosivas, como las de un alma condenada. Exactamente como un alma co...

Índice

  1. PORTADA
  2. CARTA DEDICATORIA A STELLA FORD
  3. PARTE I
  4. SEGUNDA PARTE
  5. PARTE III
  6. PARTE IV