Instrucciones para un funeral
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Instrucciones para un funeral

  1. 192 páginas
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Instrucciones para un funeral

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Información del libro

En esta prodigiosa colección de cuentos –unas narraciones intrincadas, fascinantes, profundamente poéticas y emotivas que confirman a su autor como uno de los mejores escritores de su país–, Means reflexiona sobre el adulterio, la paternidad, las amistades traicionadas, el odio de clase, la adicción, la soledad y el desamparo en todas sus esquivas mutaciones, y lo hace con hondura y originalidad, con ingenio y sabiduría, con una mezcla marca de la casa de concisión y hechizo, de elegía, existencialismo y perfeccionismo formal.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2019
ISBN
9788417517595
Categoría
Literature

EL COMITÉ DEL HIELO

Era tarde. Pronto anochecería.
–Creo que nunca te he contado la historia del capitán Hopewell –dijo el hombre llamado Kurt.
–No empieces, por el amor de Dios, seguro que nos traes el gafe –dijo el hombre llamado Merle–. Como me ponga a pensar en esa historia, seguro que nos trae el gafe.
–Esta historia no va a gafar nada. Si conocieras la historia, lo sabrías –respondió Kurt.
Entonces, durante varios minutos, ambos hombres se quedaron en silencio y reflexionaron sobre todo lo que habían hablado acerca de la naturaleza de la suerte a lo largo de los últimos meses, mientras iban por Superior Street con una taza en la mano pidiendo monedillas, buscando cualquier curro, lo que hiciese falta para conseguir algo de bebercio y un boleto de rasca y gana. Habían llegado a la conclusión de que hablar demasiado sobre la buena suerte justo antes de rascar un boleto reducía las posibilidades de ganar, porque la suerte tenía que girar en torno al espacio y al tiempo en que se rascaba el boleto, creando una relación con el estado anímico que tenías en ese momento concreto. O bien lo rascabas en un momento deliberadamente tranquilo y sosegado, o en uno de gran intensidad emocional. Rascar un boleto en frente del centro de caridad Hope Mission, o aún peor, dentro del salón, con todo ese desconsuelo tan manido: ni de coña. En la tumba de tu madre un prístino día de invierno, después de haber rezado y mostrado los respetos pertinentes y de poner varias flores: cincuenta-cincuenta. En el lago Superior, en la cubierta de un buen barco bajo un cielo gloriosamente cristalino: sesentacuarenta. En la cubierta del mismo barco, en mitad de una tormenta interminable, con el lago empezando a congelarse, justo después de enterarte de que tu viejo ha muerto: noventadiez. Otra vez en la tumba de tu madre, en otoño, al anochecer, tras haber sobrevivido a la tormenta interminable: fijo que sí. Lo suyo es quitarse cualquier tipo de expectativa de la cabeza y entrar en un estado de indiferencia mientras miras al lago con un anhelo mudo y dichoso.
–Esta historia no te la he contado, así que nuestras posibilidades de ganar no van a reducirse si la cuento –dijo Kurt mientras se reclinaba en el banco–. Nuestras posibilidades siguen siendo las mismas, es como si empezara a hablar del sueño ese que tuve en el que me compraba un barco desmantelado, no sé si era aquí o en Cleveland. Y lo llevaba a dique seco y le ponía un jacuzzi, una mesa de billar, un bar… todo eso –dijo.
Entonces, el hombre de mayor edad, que estaba sentado muy formalmente con las manos sobre las rodillas, levantó los brazos y se puso bien la solapa del abrigo.
–Acabas de plantar una semilla en mi mente y ahora te veo comprando un barco desarmado; basta con que yo haya pensado eso para que ya nos hayas gafado.
–¿Entonces qué pasa, que no puedo hablar? –preguntó Kurt.
Frente a ellos, el lago estaba inusualmente tranquilo para la época del año en la que se encontraban, una reluciente masa de agua que se extendía hasta una embarcación solitaria y lejana que se dirigía al horizonte. Detrás de ellos, a la derecha, se hallaba el puente, con sus contrapesos de cien toneladas arriba y la plataforma abajo, esperando con tesón a ser liberada de su carga. El puerto de Duluth estaba muerto, los aliviaderos y transportadores, vacíos. A excepción de ese lejano barco, nada parecía moverse.
–Lo hemos discutido ad infinitum, sabes que debes controlarte y no hablar tanto sobre la fortuna (buena o mala) hasta que rasquemos el boleto –dijo Merle agitando las manos bajo las mangas y doblando los puños hacia fuera. Tenía un rostro alargado, demacrado y triste; los ojos, inmóviles y de color azul lavanda.
–Bueno, el capital Hopewell era un capullo sin remedio –dijo Kurt–. ¿Puedo decir eso por lo menos?
«Lo barcos y Vietnam, Vietnam y los barcos, de ahí no hay quien saque a este chaval», pensó Merle.
–Lo que tú digas, profesor –dijo Kurt.
–Si no he dicho nada –respondió Merle.
–Pero lo estabas pensando y yo sé el qué –dijo Kurt y se puso de pie y caminó por la orilla para examinar, por segunda vez aquella tarde, las moscas muertas y la mugre que indicaban el punto hasta el cual el nivel del agua (no la marea, no era una marca de marea) había retrocedido a lo largo del caluroso y seco verano.
El barco había desaparecido en el horizonte, parecía que rumbo al norte, seguramente bordearía el sur del faro de Split Rock y la isla Royale, después cambiaría de rumbo y se dirigiría a las esclusas Soo («probablemente pasará por la esclusa Poe», pensó Kurt, «sí, la Poe es la única por la que puede pasar un barco tan largo»); después seguiría hasta el lago Hurón, el lago Saint Clair, el río Detroit, el lago Erie, pasando por el canal Welland, atravesando el lago Ontario y, finalmente, el canal de San Lorenzo –seiscientos cincuenta agotadores kilómetros– hasta llegar al mar. Era fácil imaginar la urgencia con la que obraría un barco en esta época del año mientras atravesaba las esclusas, buscando la repentina serenidad del canal, con tierra firme y cercana a ambos lados, para dejarlo atrás y adentrarse en el golfo de San Lorenzo y, por último, al Atlántico, al mar abierto. Así es como funcionaba. Embarcabas en primavera, te colgaban de los costados y pintabas el casco, fregabas la cubierta y trabajabas como un cabrón quitando y poniendo los pernos a las escotillas, sin apenas prestar atención al agua, hasta que un día, mientras te fumabas un cigarrillo en cubierta, la inmensidad del mar abierto se mostró ante tus ojos y te quedaste mudo, como cuando el viento le levanta la falda a un chavala y deja al descubierto un hermoso secreto, y luego regresaste al tedio habitual: las escotillas, la cubierta, el polvo de la bodega. Se abrió para ti y se volvió a cerrar, eso es lo que hizo el mar.
–Venga ya, Hopewell, no me toques la pelotas –gritó Kurt–. Menudo carcamal estoico de Nueva Escocia.
–Debo repetirte que ya he oído todo lo que quería oír sobre Hopewell –dijo Merle examinando a su amigo.
Kurt era un fideo, llevaba una vieja camisa de franela y una chaqueta de arpillera que le colgaba holgadamente de sus anchos hombros. Todas las drogas que se había metido le habían impreso una especie de demacración sagrada, como si hubiese estado ayunando por una causa elevada; y sus ojos, cuando no los entrecerraba, oscilaban de un modo que le hacía aparentar menos de cincuenta y tres años, que era la edad que tenía.
–Venga, pues dime de qué iba la historia, un par de palabras solamente para confirmar que la conoces –dijo Kurt golpeándose los costados y dando saltitos, levantando los dedos de los pies–. Creo que dijimos que podíamos hablar de buena suerte siempre que la historia fuera nueva.
–Bueno, si insistes –dijo Merle–. Me contaste que estuviste trabajando en un barco que era un montón de chatarra. «Estaba listo para el desguace», dijiste. Llevaba una bandera portuguesa y había un capitán llamado Hopewell. Entonces me preguntaste si conocía otra palabra para «tipo duro», y yo te sugerí «estoico». Tú dijiste: «Eso es, “estoico”, ésa es la palabra». Dijiste que Hopewell era un «carcamal estoico de Nueva Escocia», tal y como has hecho hace un minuto, y luego me contaste la historia.
–Te he podido contar cientos de historias del puto Hopewell. Tengo historias de él a puñados –dijo Kurt–. Y ya conocía la palabra «estoico» antes de que tú me la enseñaras.
–Vietnam salía en la historia –dijo Merle.
–Hombre, es que Vietnam sale en la mitad de las historias que cuento. Eso no prueba que conozcas ésta.
–Bueno, salía el capitán Hopewell, Vietnam, y había un barco que estaba para el desguace.
–¿Salía un tío llamado Billy-T, un colega mío, el que se alistó conmigo en Benton Harbor?
–¿No habíamos dicho que no contaríamos historias que tuvieran algo que ver con la suerte? ¿No habíamos llegado a ese acuerdo en algún momento? –preguntó Merle, golpeando su bastón en la tierra.
–Anda, sígueme la corriente. Si me dices que ya te la he contado, me callo; pero si no, creo que es mejor que la cuente porque tengo ganas de hablar, y ya sabes que si no hablo cuando quiero hablar es posible que se cree una tensión que nos gafe más que si cuento alguna historia que incluya el tipo equivocado de suerte. ¿Salía un tío llamado Billy-T? Si salía Billy-T en la historia, entonces es que ya te la he contado y, en ese caso, te dejaré en paz.
Merle levantó la mano, se pellizcó el surco del nudo de la corbata, curvó la palma de la mano y la apoyó sobre un extremo del bastón y, entre fuertes temblores, intentó ponerse en pie.
–Por Dios bendito, chaval. Luego no me eches la culpa si no ganamos nada. A mí también me apetece contar cosas, pero sé cuando hay que cerrar el pico.
Al final, Merle, dándose por vencido, se volvió a sentar y observó cómo Kurt le daba un trago a su cerveza, se limpiaba la boca, se encendía un cigarrillo y arrastraba los pies mientras se preparaba para contarle la historia, repasándola mentalmente (presumiblemente), intentando recordar si le había largado a Merle todo el rollo de principio a fin o si sólo le había contado la versión abreviada, omitiendo el final.
–Yo era el pringado de mantenimiento de ese montón de chatarra que iba quemando carbón por la costa de Cleveland con la bandera portuguesa. Supongo que te conté eso y a lo mejor te conté también que íbamos al norte y que hacía muy mal tiempo. Nada más que por los vaivenes del barco se sabía que a alguien le iba a pasar algo malo –dijo, y entonces esperó a que Merle lo interrumpiese para advertirle de nuevo que iba a gafar el boleto, pero el viejo tenía la cabeza apoyada hacia atrás y los ojos cerrados, asintiendo suavemente, así que Kurt siguió diciendo–: Supongo que te conté la sensación que tuve. Era como si el agua quisiera arrastrar a alguien al fondo. Y quizá te conté que a veces intentaba pegar la hebra con Hopewell y contarle mis mierdas de Vietnam para escaquearme del trabajo en cubierta y que casi siempre me escuchaba y al momento me decía que volviera al trabajo. Pero aquella vez fue distinto. En primer lugar, el muy capullo se saltó el protocolo y comió con nosotros, en nuestra mesa. El capitán y sus coleguitas normalmente comían en otra cocina, pero supongo que se había dado cuenta de que había cierta tensión y descontento entre la tripulación. No es que fuéramos a amotinarnos ni nada. Verás, que era un curro en el que pagaban bien. Los motines eran cosa del pasado. Total, que yo, cuando le contaba mis historias, intentaba meter toda la jerga que podía, pero también un poco de imprecisión, no sé si me entiendes, buscaba un equilibrio; en una historia sobre la guerra de Vietnam tiene que haber verdad y locura a partes iguales. Y aquel día, entre las sacudidas provocadas por la tormenta, supe que tenía que tocar la fibra sensible del capitán Hopewell, una fibra oculta, así que empecé allanando el terreno con algunos detalles aleatorios: el extraño polvo de color rosa que te dejaba la flechette en los dedos, los helicópteros en operaciones psicológicas emitiendo el sonido de bebés llorando para que los amarillos se volvieran locos y se rindieran. Me curré todos estos detalles hasta que a Hopewell se le puso la cara tensa y se le torció la boca y el palo que tenía metido en el culo pareció llegarle hasta las cejas. Entonces supe que me estaba escuchando de verdad.
»Le conté que cuando cumplí dieciocho años estaba convencido de que me iba a tocar ir a la guerra y que como prefería ser yo quien decidiera a qué servicio unirme, me alisté voluntariamente con mi mejor amigo, Billy-T: fuimos a la oficina de reclutamiento de Benton Harbor y nos alistamos juntos. Entonces vi que a Hopewell se le estaban yendo los ojos a la portilla y noté que tenía que ir al grano, así que eso es lo que hice y le hablé de cuando Billy-T y yo estábamos en Hué, en mitad de aquel calor pesado, recorriendo las calles, cara a cara con los horrores de la guerra, y que entonces Billy-T –que ceceaba mucho– comunicó las coordenadas de un ataque aéreo por la red radiofónica. Se oían ráfagas de mortero por todas partes y esos teléfonos de campaña eran lo puto peor… “Joder, es que como empiece a hablar de eso…”, le dije a Hopewell. “Como me ponga a hablar de las armas que teníamos allí… Nadie me cree cuando se lo digo, pero durante un tiempo estuvimos usando rifles Remington de mierda. Te lo juro, con la culata de madera, de cartucho único y con piedra de fusil. Cuando abres uno de esos, luego no hay cojones de cerrarlo otra vez por culpa del puto resorte de la recámara”. Metí mierdas de ese estilo, todas las que pude, para mantener los ojos de Hopewell apartados de la portilla, y luego di un salto atrás y volví a la historia principal, asegurándome de que entendiera que no estábamos acostumbrados a luchar en la calle. Estábamos acostumbrados a un tío en primera línea de fuego sin campo de visión. Hué era todo campo de visión, si es que te atrevías a mirar. Sabes lo que hay que hacer: pones un casco en la bayoneta y lo sacas por encima del muro, lo cosen a tiros y cuando lo bajas tiene agujeros por todos lados. (Entonces, algún novato de Wisconsin cogerá y hará lo mismo). Le dije a Hopewell: “¿Ves, tío? A Billy-T le faltaba poco para cumplir sus dos meses de servicio, en cuestión de pocos días iba a volver a casa. Las calles tienen esquinas, ¿entiendes?, ángulos, puertas, cementerios, ventanas y muros, es en la calle donde el puto rollo de la suerte y el azar cobra sentido. La cuestión es que Billy-T comunicó las coordenadas y esperó a que llegara el apoyo aéreo para que solucionara el problema. Así es como se hacía. Nos llenábamos de mierda hasta las cejas y esperábamos a que llegara el apoyo aéreo, y entonces nos escondíamos y esperábamos el calor del napalm. Lo odiábamos como se odia a cualquier salvador. Te salvaban la vida y te la quitaban al mismo tiempo, no sé si me entiendes”.
–Bueno, la verdad es que no sé si te entiendo –dijo Merle y golpeó el bastón–. Pero creo que deberías parar ahora mismo. Incluso diría que en este caso la redundancia podría anular de algún modo el gafe. El hecho de haber oído esta historia tantas veces, y de que la encuentre aburrida, incoherente incluso, y de que no haya prestado atención a nada de lo que has dicho, podría poner la suerte de nuestro lado.
Rebuscó entre sus recuerdos tratando de dar con la versión original de la historia de Kurt, que había oído durante una de sus primeras tardes juntos –todavía en la fase de luna de miel, comerciando vidas con un deseo febril, como amantes en la cama–, sentados cerca del puerto, en el que habría de ser su futuro rinconcito, fumando y bebiendo hasta perder la conciencia, escuchando el rugido de los aliviaderos, la mar de a gusto, mientras el puerto –cuya actividad había quedado reducida a un leve goteo en los últimos años–, les pareció grandioso e importante con la repentina llegada de un barco. Kurt le había explicado que las tripulaciones de esos barcos todavía se dirigían al norte, rumbo a Fort William/Port Arthur, sus palos y jarcias gritando al viento, el clamor de la plancha y el enramado desafiando al aguanieve que arrastraba el viento del este; le contó que sus capitanes aún tenían que lidiar con las máximas del Comité del Hielo de la Asociación de Transportadores del Lago, un puñado de tíos enchaquetados en una oficina pija del edificio Rockefeller, en Cleveland, que cogían unos cuantos informes meteorológicos de mierda, otros tantos mapas y cartas de navegación, y cada temporada predecían –como el culo– cuándo sería posible romper el hielo de los lagos del norte.
Como Merle conocía ya –de aquellos primeros días– la historia que Kurt estaba contando, una parte docente enterrada en él emergió a la superficie mientras intentaba establecer conexiones intelectuales entre esos recuerdos maltrechos y su propia vida. Allí sentado con aquel hombre más joven que él, se acordó de la sensación de impartir una clase sobre esas criaturas que –armadas de fe y de una enorme fortaleza para plantarle cara a las fuerzas naturales– lo habían arriesgado todo con el fin de ganarse unas perras, abriéndose paso a lo largo de la orilla a golpe de regateo y explotando a los nativos de una u otra manera, accediendo a los grandes flujos de capital entre las afueras y las ciudades. Un conocimiento profundo de eventos secuenciales, un entendimiento glorioso y completo que en su día le permit...

Índice

  1. PORTADA
  2. CONFESIONES
  3. A PUÑETAZO LIMPIO, SACRAMENTO, AGOSTO DE 1950
  4. LA SILLA
  5. EL ARTISTA TERMINAL
  6. PATERNIDAD: TRES
  7. ADIÓS, HERMANO
  8. EL CAUDALOSO SHANNON
  9. INSTRUCCIONES PARA UN FUNERAL
  10. EL MORRO*
  11. EL LAMENTO DEL MAYORDOMO
  12. EL COMITÉ DEL HIELO
  13. LA LINDE DEL BOSQUE, KANSAS, 1934
  14. CARVER Y COBAIN
  15. DOS REFLEXIONES SOBRE UN HERMANO VAGABUNDO
  16. NOTAS