Elástico de sombra
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Elástico de sombra

  1. 112 páginas
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Elástico de sombra

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Información del libro

Don Sando y Miguel son dos veteranos macheteros, maestros de un antiquísimo arte marcial afrocolombiano, que parten tras el rastro de los «juegos de sombra», unas técnicas de combate prácticamente olvidadas, y en particular tras el legendario arte del «Elástico de sombra», que permite a quien lo domine luchar en la más absoluta oscuridad. En su camino, los dos macheteros se cruzarán con espantos, brujas y otros seres fantásticos que pondrán a prueba la habilidad y la astucia de los maestros, en un viaje que revelará hasta qué punto aquel mundo mágico de apariciones y desapariciones se entrevera con el momento actual, cargado de conflictos sociales y luchas políticas centenarias.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2020
ISBN
9788418342097
Categoría
Literatura
TRES
Esa noche Iginio hospedó a los tres compañeros en su casa, que quedaba muy cerca de allí, al abrigo de un guadual espeso junto a un arroyo artificial, de esos que los ingenios de caña usan para irrigar su vagabundería y chuparles la sangre a los ríos.
A la luz de la luna que se colaba por las ventanas, Iginio, Miguel y Cero roncaban la rasca, echados sobre unas esterillas y tapados con sábanas raídas.
Don Sando, en cambio, seguía sin poder dormir y hacía cuentas en la oscuridad a ver si lograba calcular quién era el mentiroso: si el Duende, si El-Que-Ya-Sabemos o su difunto amigo, don Luis Vidal. Aquí hay algo que no me cuadra, se maliciaba don Sando, y el pen­samiento se pensaba a sí mismo en un remolino, en una espiral de aguas como la que el Duende había abierto sobre el lomo erizado del río Guachené. ¡Timbutala!, respingó don Sando en su catre, ¡Timbutala sigue ahí, Timbutala no se ha muerto! Y era que por allá en tiempos remotos, cuando el valle del río Cauca daba sustento generoso a toda la orgullosa negramenta libre, cuando la gente de por acá sacaba su producido de tabaco y cacao y algodón (y hasta su bolsita de oro de Suárez) a bordo de balsadas de guadúa y champanes que bajaban por el río Palo hasta el puerto de Juanchito, y eso don Sando lo recordaba muy bien, porque él desde chiquitico iba y venía, llevando y trayendo, en esos tiempos sin duda más felices, por la época de crecida y siempre en el mismo tramo del recorrido, aparecía un remolino gigante al que todos los navegantes temían y respetaban. A ese remolino se lo conocía como Timbutala y decían los mayores que se llamaba así porque esa palabra quería decir Boca donde el Agua Engendra al Agua. Y otros decían que no, que eso significaba, en el idioma olvidado de los tatarabuelos, Puerta del Pensamiento o Escalera del Sabor y ello por la particularidad de que en aquel antiguo idioma se usaba el mismo palabro para decir Escalera y Puerta (Tala) y el mismo palabro para decir Pensamiento y Sabor (Timbu). Y los navegantes del río que llevaban sus enormes cargas al puerto fluvial de Juanchito conocían bien todas estas menudencias y, para no quedar a merced de las caprichosas fuerzas que gobiernan el caos, regalaban con ofrendas a la boca donde el agua es madre del agua, depositando a la puerta de la criatura racimos de plátano, gallinas recién degolladas, yucas, monedas de diez centavos, como quien dice pagando peaje y derecho de paso ante las escaleras del sabor pensante o del pensamiento sabroso, de ahí que hubiera que darle de comer porque Timbutala tenía en alto aprecio los alimentos terrestres y sólo así, una vez calmado su apetito, dejaría pasar a los bogas, que de todas maneras tenían que tirar de maña para esquivar los bordes del gran remolino. ¿Y por qué será, pensó don Sando, insomne, por qué será que el pensamiento es una puerta y el sabor una escalera? Obvio, se respondió a sí mismo, en el colmo de la elevación mental, porque el pensamiento es apenas la abertura de la razón hacia las profundidades del misterio, que no es otra cosa que el misterio del sabor, o sea el misterio de lo Incomunicable. Pues, al fin y al cabo, uno no puede transmitirle a otro ser humano a qué saben las cosas, a qué sabe un chontaduro, digamos, a qué sabe un mamoncillo, eso no se puede transmitir. Eso es un misterio que no se puede romper, el sabor es el último baúl del misterio, adonde ninguna computadora podrá llegar nunca, ningún robot sabrá realmente a qué sabe lo que sabe, sentenció don Sando sin dejar de mirar al cielorraso donde la luna filtrada en el cristal de la ventana ensayaba reflejos vaporosos. A lo sumo, uno puede hurgar en su propio instinto y buscar unas palabras, como hice yo esta tarde cuando les romancié a estos muchachos el sabor del viche, pero eso es poesía y la poesía no rompe el misterio, sino que le da forma, permite apreciar el misterio del sabor desde el umbral del pensamiento. Allí, en la poesía, se dijo don Sando, es donde el sabor se vuelve imagen, música, roce del cuerpo a cuerpo, igualito que en la esgrima de machete, sólo que patrás: en la esgrima de machete el cuerpo a cuerpo se vuelve imagen, se vuelve música, se vuelve palabra, se vuelve sabor, que es lo único que no se puede enseñar en una academia de esgrima. El sabor está al fondo: de allí surge todo, allí regresa todo. Si no hay sabor, no puede haber nada más. O sí puede haber, pero ya es pura mecánica cerebral o física. Y la esgrima no es mecánica. Por eso era que su difunto maestro, el gran Manuel María Caicedo, decía todo el tiempo que el saber –y con ello se refería ni más ni menos que al sabor– no estaba tanto en la cabeza como en la lengua y en el estómago. Timbutala, susurró don Sando, arropado por la oscuridad. Ojo y más ojo, claro, pero la malicia crece es en las tripas, allí donde las aguas engendran a las aguas en una espiral de tiempo.
¿Y la memoria?, siguió pensando el maestro, ¿dónde será que queda la memoria? ¿La memoria estará en el corazón oscuro del sabor? ¿Por qué será que olvidamos? ¿Por qué será que el olvido se lo va tragando todo? ¿No habrá un Timbutala de olvido al que pagarle tributo para que nos deje seguir recordando?
Ni modo de calcular cuántos secretos se habrían llevado a la tumba todos los macheteros muertos, pertenecientes a las tantísimas escuelas de macheteros desaparecidas, practicantes de centenares de distintos juegos, estilos y paradas. Para no ir más lejos, su propio maestro, don Manuel María, vaya uno a saber qué cosas no le dio la gana enseñar, qué cosas se guardó para su propio conocimiento y disfrute, por desconfiado o por pura prudencia. Don Sando se demoró entonces en la evocación de don Manuel María y, por unos instantes, se sintió visitado por su presencia. Cuántas veces no se había puesto a escucharle a su maestro las historias de los veteranos de la Guerra con el Perú, pues don Manuel María había sido uno de los supervivientes de aquella aventura, quizá la última gran empresa militar en la que se requirió el concurso de los macheteros del Cauca, después de la penosa derrota que sufrieran treinta años antes los ejércitos de negros bajo el mando del general Avelino Rosas, durante la Guerra de los Mil Días.
Don Manuel María solía contar que en la Guerra con el Perú, hacia 1930, los macheteros se alistaron por voluntad propia, pues sentían que así cumplían con su deber patriótico, defendiendo a la patria de los invasores que querían apoderarse del trapecio amazónico. De paso, los macheteros estaban más que dispuestos a restaurar una antigua fidelidad con el Partido Liberal, que no por nada acababa de reconquistar el poder en las urnas después de la larga noche de la Hegemonía Conservadora. Para volver a sellar ese pacto, los macheteros marcharían hacia el sur, junto al resto de aquel ejército mal uniformado y peor alimentado, y así, como quien no quiere la cosa, hasta ayudarían a construir la carretera que conectaría a partir de entonces a Popayán, es decir, a la república, con los vecinos departamentos de Nariño y Putumayo, fronterizos con Perú y Ecuador. Todos los libros de historia, solía contar don Manuel María, endureciendo la mirada aunque sin dejarse ganar por el orgullo, todos esos libros escritos por los señoritos de Bogotá sobre la historia patria dicen que la Guerra con el Perú se ganó gracias al poderío aéreo, pero en ninguno de esos mamotretos cuentan la verdad de la verdad y es que fuimos nosotros, los macheteros del Cauca, los que hicimos todo el trabajo difícil. Nosotros sabíamos bien cómo ganar ese pleito, decía don Manuel María, fumando melancólico el tabaco dulce de Puerto Tejada. Y lo que quería decir es que los macheteros conocían las tácticas militares que desafiaban la lógica de la guerra de trincheras, o sea, lo que se necesitaba para sorprender al enemigo en plena manigua. Esas tácticas las habían aprendido los macheteros muchos años atrás en El Código Maceo, la cartilla que escribiera el general Avelino Rosas después de haber luchado en la Guerra de la Independencia de Cuba junto al gran Antonio de la Caridad Maceo y Grajales. Y por si fuera poco, los macheteros complementaban estos conocimientos militares con una nutrida variedad de técnicas conocidas como juegos de sombra o juego corto, llamados así porque en ellos el machetero logra pegarse tanto al cuerpo del oponente que empieza a actuar como su sombra. Esa proximidad de los cuerpos, por otro lado, hacía de los juegos de sombra un conjunto de técnicas letales, hechas para matar, pues habían sido concebidas para propinar estocadas con machetes de menor envergadura y otras armas blancas en las zonas más vulnerables del cuerpo. En las horribles noches de la guerra contra el invasor peruano, los macheteros se desnudaban, cubrían sus cuerpos con lodo y se internaban en la selva, camuflados entre las ramas y las enormes hojas de los árboles amazónicos, hasta penetrar en las líneas enemigas. Invisibles a los ojos de los desprevenidos soldados peruanos, que se hallaban descansando o en plena hora de jolgorio, echando una partidita de cacho o jugando a las cartas y bebiendo pisco, los macheteros atacaban como relámpagos negros. Visto y no visto. Entrada por salida. Los enemigos, aterrados, iban cayendo uno por uno y como ni siquiera veían de dónde surgía el machetazo, huían despavoridos y gritaban pidiendo ayuda a San Martín de Porres. Con esas tácticas, el ejército colombiano logró desarticular los compactos pelotones enemigos, que de esta manera quedaban reducidos a puñados de hombres perdidos en la oscuridad de la selva, muy expuestos a nuevos ataques. Nadie dice que los aviones no ayudaron, sentenciaba don Manuel María Caicedo, y a don Sando le parecía estar viéndolo allí mismo, enchuspado en las sombras de esa pieza donde todos dormían menos él: La fuerza aérea fue importante, claro, pero sin nosotros esa guerra habría durado mucho más y quién sabe si al final la habríamos ganado. Así decía don Manuel María. Y a continuación se quejaba de los incontables agravios, desaires, puñaladas marraneras, escupitajos, desplantes, traiciones, engaños y embustes a los que habían sido sometidos los negros caucanos en toda la historia de la república, de parte de los conservadores y hacendados, claro, no por nada habían sido sus antiguos amos, o sea, quienes los habían traído hasta allí como esclavos, pero sobre todo, y esto era lo que más le dolía a don Manuel María, de parte de sus supuestos aliados, los dichosos liberales. Qué traicioneros, qué faltones, qué pajudos, en suma, qué hijueputas fueron a la final estos liberales con el negro caucano, oiga. Nunca nos hicieron justicia, nunca nos pagaron como era debida nuestra fidelidad y nuestros servicios a la causa liberal. Nos dejaron, como se dice, viendo un chispero. Así se quejaba don Manuel María, que se arrepentía de haber sido liberal de trapo rojo en el cuello y así le parecía percibirlo allí mismo a don Sando, fumando sus tabacos, botando humaredas pensativas por la boca entrecerrada.
Lastimosamente don Sando, un machetero más que formidable, el último gran machetero, educado en las mejores academias de todo el norte del Cauca, no había alcanzado a aprender los juegos de sombra. Sus mayores no tuvieron ocasión de enseñárselos o quizá no les dio la gana hacerlo, quién sabe. Ni Manuel María ni Fidel Castillo, su otro maestro. Y en toda la región, aparte de unas pocas cartillas muy antiguas que ya nadie sabía descifrar, no quedaba un solo intérprete de aquel sorprendente estilo de lucha.
Don Sando arrastraba desde hacía años con la obsesión de recuperar aquellos juegos de sombra y, en particular, uno de ellos, el famoso Elástico de Sombra, juego tal vez apócrifo, tal vez un simple cuento para distraer quicatos, pero no por eso menos legendario. Un juego, según se contaba, muy antiguo, unos decían que de origen africano y otros que dizque traído de Haití durante las campañas libertadoras de Bolívar; en todo caso, un juego que requería de una malicia de orden superior, pues consistía en saber atacar y defenderse en la más absoluta oscuridad. Quien dominara el Elástico de Sombra sería capaz de luchar hasta con los ojos vendados, guiándose nada más que por una intuición especial que la técnica permitía cultivar y desarrollar. El máximo adagio machetero de Ojo y más Ojo, Visual y más Visual, quedaba de este modo trastocado por una nueva luz. O por una nueva sombra, para ser más precisos. El caso es que don Sando sabía que aquel Ojo al que se referían los macheteros no era simplemente el órgano visual, sino un Ojo más profundo. Tampoco era un Ojo espiritual, ese ojo invisible que les sale a los adivinos en medio de la frente, mucho menos el ojo abstracto de los intelectuales. Al revés, ese Ojo al que se referían era más material que nada. Era la materialidad misma, mejor dicho. La materia sensible, la materia pensante, el secreto del secreto del sabor que se hace saber, que se hace movimiento. La materia que sabe tocar lo que toca cuando toca y por eso ve hasta sin ver.
¿Y para qué recuperar un juego letal, un juego dirigido a provocar la muerte del adversario?, se preguntaba a su vez don Sando, intrigado por su propia obsesión. ¿No se supone que los macheteros somos gente pacífica? ¿No se supone que aprendemos este arte para defendernos y para educarnos en la sensatez y el aplomo? Esas preguntas no lograba contestarlas más que con una punzada oscura en las tripas. Hay que recuperar los juegos de sombra de cualquier manera, cueste lo que cueste, se dijo don Sando, que ya empezaba por fin a encontrar la madriguera del sueño y los pensamientos se iban acomodando, repentinamente dóciles, en ese agujero preparado por la madre de todos los pensamientos, que es el dulce deseo de morir sin morir.
Soñó con un morrocoy que intentaba hablarle desde la rama de un árbol.
Soñó con un rayo que caía del cielo y destruía el Palacio de Justicia de Popayán.
Soñó con una libélula cabalgada por su amigo, el abogado Ezequiel Africani (q.e.p.d.).
Soñó que le quemaban la mano derecha con plomo fundido, pero no sentía ningún dolor.
Soñó que luchaba contra su propia sombra.
Lo despertó la risa enguayabada de sus compañeros desde el exterior del rancho, cuando el sol ya pintaba el mundo con colores vistosos y el cañaveral sacudía s...

Índice

  1. NOTA LIMINAR
  2. UNO
  3. DOS
  4. TRES
  5. CUATRO
  6. CINCO
  7. SEIS
  8. SIETE
  9. OCHO
  10. NUEVE
  11. EPÍLOGO