Estados nerviosos
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Estados nerviosos

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Estados nerviosos

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Información del libro

Vivimos una época sumamente convulsa: se concede cada vez menos importancia a los hechos objetivos, nos enfrentamos a un nuevo auge de extremismos y autoritarismos, y las categorías habituales para comprender la realidad parecen no servir ya como guía. En Estados nerviosos, William Davies realiza un muy agudo diagnóstico de la contemporaneidad, remontándose a los comienzos de la Ilustración para explicar el ascenso de los expertos y las estadísticas como elementos centrales de gobierno, hasta la situación actual, donde el conocimiento y la autoridad de los expertos se ven profundamente cuestionados, dando lugar a regímenes y figuras populistas que apelan a las emociones como principal fuente de adhesión política.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2019
ISBN
9788417517601
Categoría
Sociología

PRIMERA PARTE

EL DECLIVE DE LA RAZÓN

LA DEMOCRACIA DEL SENTIMIENTO

LA NUEVA ERA DE LAS MUCHEDUMBRES

La presidencia de Donald J. Trump comenzó con una discrepancia sobre un número. La cifra en cuestión se refería a la cantidad de personas que habían acudido a su investidura. La noche de dicho acontecimiento The New York Times publicó una estimación según la cual el público congregado era sólo un tercio del que asistió a la investidura de Obama en 2009, que algunos habían cifrado en 1,8 millones de personas. Unas imágenes de la multitud de 2017 tomadas desde lo alto y en las que se mostraban zonas vacías a lo largo del National Mall mucho más grandes que en 2009 parecían confirmar este dato, lo que provocó la primera de muchas conferencias de prensa de carácter extraordinario que dio el entonces secretario de prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, en la que éste acusó a los periódicos de tratar de «minimizar el enorme apoyo» que Trump había recibido y aseguró que la multitud de asistentes era, de hecho, «la más grande que jamás había presenciado una investidura, punto redondo». Aquel mismo día Trump informó a la concurrencia en la sede de la CIA de que la congregación contaba entre un millón y un millón y medio de personas.
A Spicer le llovieron burlas desde diversos periódicos y redes sociales, en buena parte porque su rueda de prensa había sido realizada a la manera de un inepto propagandista que recitaba la línea política del partido sin que se permitieran preguntas de la prensa. Pero el resultado de esto fue que se endureció la línea de partido de la Casa Blanca, que sobre la marcha iba presentando algunas sorprendentes y novedosas justificaciones filosóficas. La asesora de Trump, Kellyanne Conway, negó rotundamente que Spicer hubiera mentido: simplemente había presentado unos «hechos alternativos» a los creídos por los periodistas. En otra rueda de prensa al día siguiente, Spicer dijo: «A veces podemos estar en desacuerdo con los hechos». A las setenta y dos horas de jurar Trump su cargo, la Casa Blanca parecía haber dejado en suspenso los criterios básicos de la verdad.
Este conflicto con los medios pareció revitalizar a Trump, al permitirle regresar a la moral y las maniobras emocionales de tan probada eficacia durante el curso de su campaña electoral. En las aparentemente fácticas afirmaciones de la prensa sobre el tamaño de la multitud, Trump vio injusticia, elitismo y persecución. «Me están humillando injustamente», le dijo a un entrevistador de ABC News al cabo de unos días, antes de llevarlo ante una fotografía de la investidura que tenía colgada de la pared y que mostraba el enorme tamaño, en apariencia, de la multitud desde un ángulo más acertado. «Lo llamo un mar de amor», expresó señalando la imagen. «Esta gente ha viajado desde todos los rincones del país –quizá del mundo–, fue difícil para ellos llegar hasta aquí. Y les encantó lo que les dije». Para Trump esto no fue una mera discrepancia sobre «los hechos». Fue la oposición entre dos emociones: la arrogante mueca de desdén de sus críticos y el amor de sus simpatizantes. En esto al menos llevaba razón.
No existen datos oficiales sobre el número de asistentes a las investiduras. El National Park Service ya no proporciona sus propias estimaciones sobre el tamaño de las congregaciones tras haberse visto involucrado en una controversia sobre el número de participantes en la Million Man March, que atrajo a hombres afroamericanos a Washington en 1995. En aquella ocasión, el Park Service había cifrado en cuatrocientos mil los asistentes, algo que (por varios motivos) pone ligeramente en duda el éxito del evento. El ardor político que envuelve semejantes cuestiones hizo que Park Service posteriormente dejara de ofrecer sus cálculos.
Incluso sin los políticos, las cifras de asistencia a actos públicos ofrecen estimaciones diferentes en grado sumo: las cifras proporcionadas de las personas que acudieron a Londres para la boda real de Guillermo y Catalina en 2011 bailan entre medio millón y más de un millón. Las fotografías tomadas desde los satélites y los globos siempre han proporcionado la guía más autorizada, ya que adaptan técnicas primero desarrolladas para espiar el arsenal soviético, pero tienen varios defectos. Las imágenes de satélite son vulnerables a las nubes que atraviesan el cielo, pues las sombras que sus cuerpos proyectan y el color del suelo que tienen bajo sus pies pueden distorsionar la densidad de la multitud congregada.
Uno de los rasgos fundamentales de las multitudes es que parecen radicalmente diferentes en tamaño y densidad en función de dónde esté uno colocado. Éste es sin duda el caso de Trump, que realmente vio una densa muchedumbre que llegaba hasta muy lejos mientras él hablaba frente al edificio del Capitolio ese día en calidad de nuevo presidente de los Estados Unidos. Así debió de parecerle. Pudo sentir que habría bastado con que los periodistas hubieran mirado desde su perspectiva para haber estado de acuerdo con él. Los organizadores de marchas y protestas siempre tienen intereses creados en inflar las cifras de asistencia, pero las congregaciones también parecen (o son percibidas) mucho más grandes para quienes participan en ellas que para quienes no lo hacen. Puede que en tales afirmaciones haya algo de ilusión óptica, pero no son necesariamente insinceras.
La proliferación de dispositivos inteligentes en el entorno urbano presenta más datos para estimar los desplazamientos de las concentraciones a cada instante, pero esto no es lo mismo que ofrecer una cifra concluyente. Es posible estudiar el número de señales de teléfonos móviles en determinado lugar y momento o equipar las infraestructuras urbanas (como las farolas) con dispositivos sensoriales inteligentes, pero los datos recopilados no dejan de tener una naturaleza efímera. Sirven para detectar aceleraciones en la actividad y el movimiento, pues responden al diseño de una «ciudad inteligente», pero una multitud sigue siendo algo intrínsecamente difícil de aprehender.
Por muy absurdas que sonaran las declaraciones de Trump, Spicer y Conway, hay algo revelador sobre el hecho de que la gresca que envolvió la investidura surgiera en torno a este tema concreto: un asunto de gran importancia emocional, pero en el que los expertos son relativamente incapaces de resolver las diferencias. No es simplemente que las multitudes se resistan a las técnicas científicas de observación y recuento. Hay asimismo demasiadas voces que no quieren que éstas sean definidas de ese modo, incluidos los organizadores, los oradores y los participantes de las grandes concentraciones. Es arduo alcanzar y difícil de defender una perspectiva neutral y objetiva.
Los mítines son tan antiguos como la propia política. Pero, desde la crisis financiera mundial de 2007-2009, están imbuidos de una nueva voluntad, especialmente en la izquierda. El movimiento Ocupa Wall Street [Occupy Wall Street], que surgió en 2011 para protestar contra los bancos, convirtió la reunión pública en su principal propósito político y empleó el frío lenguaje científico de las estadísticas para convertirlo en una identidad movilizadora con el famoso eslogan «somos el 99 %». Los líderes de izquierdas, como Alexis Tsipras en Grecia, Pablo Iglesias en España y Jeremy Corbyn en el Reino Unido, han concedido una renovada importancia política al potencial de concentrar a gran cantidad de personas en los espacios públicos. Aquí también, el tamaño de las manifestaciones despierta diversas emociones tanto entre sus partidarios como en sus detractores: euforia, desdén, empatía, desinformación, esperanza y rencor. Los mítines de Corbyn con frecuencia han provocado las quejas de sus seguidores por no estar adecuadamente cubiertos por los principales medios de comunicación, a pesar de su escala manifiestamente grande.
Pero de nuevo, ¿qué rasero habría que utilizar para valorar la importancia de una multitud?, ¿cómo tiene que ser de grande una concentración para que posea un interés periodístico?, ¿y qué se considera como prueba? La circulación de fotografías en Twitter que afirman estar mostrando una marcha, pero que en realidad muestran otra (normalmente mucho mayor) distinta por completo, aumenta la bruma que envuelve la política de la multitud. A esto le sigue el escarnio de quienes subestiman los mítines por considerarlos políticamente irrelevantes y señalan las diferencias entre el éxito en las calles y el éxito en las urnas. Por otro lado, tras los análisis del elevado e inesperado resultado electoral de Corbyn en las elecciones generales británicas de 2017 demostró que estos mítines tenían efectivamente un efecto positivo en el comportamiento electoral en las zonas aledañas al lugar de su celebración.1 Pero ¿quién podría saber a ciencia cierta cómo y por qué?
La sensación de que hemos entrado en una nueva era de muchedumbres se ve agudizada por el crecimiento de las redes sociales y su influencia cada vez mayor. Desde el siglo XVIII, los periódicos y editores de noticias han proporcionado una forma de comunicación «de un emisor a varios receptores», informando a públicos y lectores específicos. En esta relación los receptores tenían un papel en gran medida pasivo y, en consecuencia, un tanto predecible. Desde principios de los años 2000, las redes sociales han añadido a este sistema (y en cierto modo se lo han apropiado) un estilo de comunicación «de varios emisores a varios receptores» en el que la información se mueve como un virus por una red, de un modo mucho más errático. Ciertas ideas o imágenes se difunden de manera espontánea, con la consecuente sorpresa de los expertos y el desencadenamiento de algunos vuelcos electorales insólitos en el proceso. Han aparecido nuevas estrategias de mercadotecnia y mensajería para intentar influir en procesos virales y miméticos de intercambio de contenidos. Las multitudes han sido una de las características de la política desde la antigüedad, pero nunca habían tenido a su disposición herramientas de coordinación en tiempo real hasta el siglo XXI.
La controversia que rodeó la investidura de Trump en cuanto a la cifra de asistentes puede antojarse a simple vista un ridículo conflicto entre los hechos y la ficción, la realidad y la fantasía. Puede parecer el tipo de problema que podría ser fácilmente resuelto por un experto autorizado, si es que, eso sí, a los expertos se los tratara con la suficiente deferencia. Pero esto nos proporciona un punto de partida para entender el nuevo y turbulento terreno político en el que nos hemos adentrado, donde las perspectivas neutrales flaquean y los sentimientos pesan más. La trascendencia de una multitud está en la mirada del observador. ¿Dónde deja esto a la política?, ¿y hay alguna lógica discernible que atraviese este caótico entorno nuevo?
Hay una lógica en ello, pero para aprehenderla hemos de tomarnos en serio los sentimientos. Al mismo tiempo, tenemos que aparcar los supuestos cómodos acerca de la democracia representativa. La idea de la democracia de masas con la que estamos familiarizados es esa en la que la mayoría de la gente se contenta con quedarse en casa y dejar que alguien hable en su nombre: un representante electo, un juez, un crítico profesional, un experto o un comentarista. Esto involucra a partidos, agencias, periódicos y editores de noticias profesionalmente dirigidos a través de los cuales las cuestiones de importancia se conducen sin peligro y donde todo el mundo juega ateniéndose a las reglas. Pero, para que funcione, la gran mayoría de la gente ha de contentarse con guardar silencio la mayor parte del tiempo y confiar en aquellos que hablan en su lugar. Al paso que decae la confianza en los políticos profesionales y los medios de comunicación en todo el mundo, el apoyo a la democracia directa ha ido en aumento.2 No hay razón para presuponer que esta tendencia se disipará en un futuro cercano.
Cuando la política está imbuida de la lógica de la multitud, lo principal no es tanto la representación política pacífica como la movilización. Ya sea en la calle o en internet, las multitudes no son representantes de nada del modo en que un parlamento ha de ser un representante para su electorado o un juez es la cara del sistema judicial. Las multitudes no pretenden representar a la sociedad en su conjunto en el modo en que «una muestra representativa» es tratada por un encuestador como un medio para descubrir lo que piensa una nación entera. Si las muchedumbres son importantes es por la profundidad del sentimiento que atrajo a tanta gente a la vez a un lugar. Al igual que sucede con las guerras que dominan el imaginario nacionalista, la multitud permite que cada individuo sea (y se sienta) parte de algo más grande que él. Esto no tiene por qué ser malo, pero entraña peligros y se aprovecha de nuestro nerviosismo.
La cuestión política fundamental es quién o qué tiene el poder para movilizar a la gente. Tal y como se ha puesto de manifiesto en numerosas campañas políticas convencionales en los últimos años, después de que sus líderes pierdan frente a rebeldes y recién llegados, recurrir a la objetividad y las pruebas rara vez mueve a la gente física o emocionalmente. Entonces, ¿qué es lo que empuja a la gente a comprometerse de un modo tan directo y qué es lo que rige a esas personas una vez que lo hacen? Esta pregunta preocupa a los anunciantes, los asesores de marca y los expertos en relaciones públicas, así como a los políticos. Las plataformas de redes sociales compiten por la «participación» del público, tratando de mantener nuestra atención el mayor tiempo posible con un único señuelo: el «contenido». Una vez que las palabras y las imágenes son meras herramientas con las que movilizar y hacer que la gente participe, deja de importar que aquéllas sean válidas u objetivas reflexiones sobre la realidad. Ésta es la preocupación que envuelve las noticias falsas [fake news] y la propaganda. Pero esto ya lo hemos vivido antes.

CONGREGACIONES DE CUERPOS

En 1892 un doctor francés, investigador médico y antropólogo ocasional llamado Gustave Le Bon se cayó de su caballo mientras montaba por París, y a punto estuvo de morir. Le Bon se obsesionó con lo que le había ocurrido. ¿Se podía descubrir algo sobre el temperamento de un caballo al estudiarlo? Empezó a escrutar fotografías en busca de indicios, de señales de la psicología animal en su forma física. Estaba enormemente influido por Charles Darwin, cuyo trabajo sobre la expresión animal también había descansado en la fotografía para analizar sus emociones. El nacimiento de la fotografía había abierto nuevas posibilidades científicas al permitir que las caras y la expresión fueran escudriñadas con un ojo objetivo. Por vez primera, una mirada fugaz podía ser captada y estudiada, lo que dio lugar a una ciencia de las emociones más metódica donde previamente sólo había habido teorías y descripciones. El estudio del caballo condujo a Le Bon hacia cuestiones de psicología y a cómo el comportamiento humano puede explicarse en términos de indicios físicos y biológicos. La rama de la psicología que más le interesaba comprender era ésa por la que ahora es famoso: el comportamiento de las masas.
Le Bon había experimentado de primera mano el visceral impacto y el potencial transformador de las masas, algo que le inspiró un profundo temor a lo que las muchedumbres eran capaces de hacer. Había cursado estudios de Medicina en París en la década de los sesenta del siglo XIX y dirigió una división de ambulancia militar después del estallido de la guerra francoprusiana en 1870. La humillación del ejército francés y el surgimiento, a continuación, de la Comuna socialista en París en el verano de 1871 contribuyeron a sus tendencias políticas conservadoras, así como a la intuición de que Francia estaba defraudada por el espíritu pacifista que las ideas socialistas habían respaldado. La democrática y socialista confianza en «el pueblo» representaba una renuncia al poder militar y el orgullo nacional, algo a lo que él se oponía con una feroz resistencia. Inspirado por las nuevas teorías de la evolución, Le Bon maridó la antipatía por el socialismo con unas ideas profundamente racistas y sexistas sobre las amenazas a la cultura nacional y el arrojo militar, algunas de las cuales se fundamentaban en la teoría de moda en su época: la frenología. Pasó gran parte de la década de 1880 viajando por Asia y el norte de África, algo que le proporcionó un amplio y nuevo material antropológico para establecer una serie de categorías.
En 1895 Le Bon escribió su libro más famoso, Psicología de las masas, que ofrecía una dilatada, aunque profundamente pesimista, visión de los mecanismos de la psicología de las masas. Lo que caracterizaba a la masa, sostenía Le Bon, era la sustitución de múltiples seres individuales (con todas las cualidades racionales y científicas que los filósofos habían asociado a la mente humana) por una única psicología de masa, que potencialmente subvertía el sentido común individual o la moralidad. «Determinadas ideas, ciertos sentimientos», argumentaba, «no surgen o no se transforman en actos más que en los individuos que forman una masa».3 Mientras esto ocurre, «se esfuman la facultad de observación y el espíritu crítico que individualmente poseen [las personas]».4 Anticipando las posteriores ideas de Sigmund Freud, Le Bon argüía que la masa revelaba el punto flaco más peligroso de la civilización, que en otras circunstancias era reprimido por ...

Índice

  1. PORTADA
  2. INTRODUCCIÓN
  3. PRIMERA PARTE. EL DECLIVE DE LA RAZÓN
  4. SEGUNDA PARTE. EL AUGE DEL SENTIMIENTO
  5. AGRADECIMIENTOS
  6. NOTAS