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SEPTIEMBRE DEL AÑO 2004
AL TAFAR, PROVINCIA DE NÍNIVE (IRAK)
La guerra intentó matarnos en primavera. La hierba verdeaba las llanuras de Nínive, el tiempo se volvía más cálido y nosotros patrullábamos las colinas bajas que estaban más allá de las ciudades y de los pueblos. Avanzábamos por ellas y entre los pastos movidos por la fe, abriendo caminos entre el herbazal azotado por el viento como si fuéramos pioneros. Cuando dormíamos, la guerra frotaba sus mil costillas contra el suelo, rezando; cuando forzábamos el paso hasta la extenuación, los ojos se le ponían en blanco y se quedaban abiertos en la oscuridad y, cuando comíamos, aceleraba sin más alimento que su propia penuria. Hacía el amor, daba a luz y se extendía por el fuego.
Más tarde, en verano, la guerra intentó matarnos mientras el calor robaba todo el color a las llanuras. El sol se nos metía en la piel y la contienda empujaba a sus ciudadanos al abrigo de los edificios blancos, proyectando una sombra pálida sobre todas las cosas, como si nuestros ojos estuvieran cubiertos por un velo. Intentó matarnos todos los días, pero no lo consiguió. Y no es que nuestra seguridad estuviera predestinada. No estábamos destinados a sobrevivir. En realidad, no lo estábamos en absoluto. La guerra cogería todo lo que pudiera coger. Era paciente. No le preocupaban los objetivos ni las líneas divisorias; le daba igual que te amaran muchos o ninguno. Aquel verano, mientras yo dormía, la guerra se me apareció en sueños y me enseñó su único propósito: seguir adelante; sólo seguir adelante. Y supe que la guerra se saldría con la suya.
Para el mes de septiembre, la guerra había matado a miles. Sus cuerpos se alineaban en avenidas cicatrizadas a intervalos regulares; se escondían en callejones y aparecían en hinchados apilamientos en las depresiones de las colinas del exterior de las ciudades, con rostros verdes y abombados, alérgicos ahora a la vida. Pero había matado a menos de mil soldados como Murph y yo; una cifra que todavía significaba algo para nosotros cuando comenzó lo que aparentemente fue un otoño. Murph y yo lo habíamos acordado. No queríamos ser el milésimo muerto. Si teníamos que morir después, moriríamos; pero que esa cifra fuera el hito de otro.
Casi no notamos ningún cambio cuando septiembre llegó, pero ahora sé que todo lo que importará en mi vida empezó entonces. Puede que la luz abordara más lentamente la ciudad de Al Tafar, cayendo como caía tras delgadas formas de tejados y calles esquinadas y oscuras. Caía sobre edificios blancos y ocres, de ladrillos de arcilla y tejados de chapa de zinc o de cemento.
El cielo era una extensión vasta y poblada por nubes que semejaban catacumbas. Una brisa fresca soplaba desde las colinas distantes que habíamos patrullado todo el año; pasaba sobre los minaretes que se alzaban sobre la ciudadela, fluía por los callejones de toldos verdes y ondulantes, salía a los campos desnudos que rodeaban la ciudad y, por último, rompía contra las viviendas dispersas por donde asomaban nuestros fusiles. Nuestra sección, vetas grises contra la luz anterior al alba, se movía alrededor de nuestro puesto, en una azotea. Aún era finales de verano; un domingo, creo. Esperábamos.
Durante cuatro días, nos habíamos arrastrado por la arenilla de los tejados. Nos resbalábamos y nos deslizábamos por una alfombra de casquillos caídos durante los combates de los días anteriores. Nos acurrucábamos en formas absurdas y nos apiñábamos tras los muros encalados de nuestra posición. Nos manteníamos despiertos a base de miedo y anfetaminas.
Levanté mi pecho del tejado y me asomé por encima del murete, en un intento por ver las pocas hectáreas del mundo del que éramos responsables. Los edificios achaparrados de más allá del campo ondulaban en la minúscula mira verde de mi fusil. En el espacio abierto que había entre nuestras posiciones y el resto de Al Tafar se veían cadáveres dispersos, víctimas de los cuatro últimos días de combates; descansaban en el polvo, rotos, destrozados y doblados, con sus prendas blancas que se habían vuelto oscuras por la sangre. Algunos humeaban entre los enebros y las enjutas matas de hierba, y el olor a carbón, aceite y cuerpos quemados se subía a la cabeza en el aire por fin fresco de la mañana.
Me giré, me volví a esconder detrás del muro y encendí un cigarrillo, protegiendo la llama con la palma de la mano. Di caladas profundas y solté el humo contra la parte más alta del tejado, donde se extendió, subió y desapareció. La ceniza se hizo larga y se quedó en el cigarrillo y pasó lo que pareció un buen rato antes de que cayera al suelo.
El resto de los soldados de la sección del tejado se empezaron a mover y a darse empujones en la penumbra oscilante del alba. Sterling se sentó con su fusil en el murete y se puso a dormir y a dar respingos durante toda nuestra espera. De vez en cuando despertaba con un sobresalto y giraba la cabeza para comprobar si alguien lo había visto. En la oscuridad que ya se retiraba, me dedicó una sonrisa amplia e irregular, alzó el dedo del gatillo y se embadurnó los ojos con salsa Tabasco para mantenerse despierto. Cuando se volvió hacia nuestro sector, sus músculos se hincharon y se tensaron visiblemente bajo su equipo.
La respiración de Murph era un firme consuelo a mi derecha. Me había acostumbrado a su forma de respirar y de salpicar su ritmo con salivazos muy estudiados a un charco acre de líquido oscuro que siempre parecía crecer entre nosotros. Me sonrió y preguntó: «¿Quieres un poco, Bart?». Asentí. Él me dio una lata de un paquete de provisiones de Kodiak y yo tiré el cigarrillo y la inserté bajo la cavidad de mi labio inferior. El tabaco húmedo me picó e hizo que se me saltaran las lágrimas. Escupí en el charco que había entre nosotros. Ya estaba despierto.
La ciudad se descubrió a través del gris de primera hora de la mañana. En algunas ventanas, más allá de los cadáveres del campo, se veían banderas blancas; formaban una extraña superficie de ganchillo donde los oscuros huecos estaban enmarcados con cristales rotos, y las propias ventanas se abrían en edificios encalados que parecían aún más brillantes bajo la luz del sol. La fina niebla del Tigris se disipó, revelando los indicios de vida que quedaban; y con la suave brisa que soplaba desde las colinas del norte, los blancos harapos de tregua se agitaban sobre los toldos verdes.
Sterling dio un golpecito en la esfera de su reloj. Sabíamos que el canto del almuédano surgiría pronto de los minaretes con sus notas menores y desafinadas, llamando a los fieles a la oración. Era una señal y nosotros éramos conscientes de lo que significaba, de que las horas habían pasado y de que estábamos más cerca de nuestro objetivo, tan vago y extraño como los amaneceres y anocheceres indistinguibles de los que provenía.
—¡Arriba, chicos! —ordenó el teniente con un susurro enérgico.
Murph se sentó y extendió un poco de lubricante, tranquilamente, por el mecanismo de su fusil. A continuación, cargó una bala y apoyó el cañón en el murete, mirando fijamente los ángulos grises donde las calles y los callejones se abrían al campo que teníamos delante. Yo podía ver sus ojos azules, en cuya parte blanca se apreciaban telarañas rojas; durante los meses anteriores, se habían hundido un poco más en sus órbitas; a veces, cuando lo miraba, sólo podía ver dos sombras pequeñas, dos agujeros vacíos.
Permití que el cerrojo empujara una bala a la recámara de mi fusil y asentí. «Ya estamos otra vez», dije. Murph me dedicó una media sonrisa y replicó: «La misma mierda otra vez».
Habíamos llegado al edificio en las primeras horas de la batalla, con la luna encogiéndose hasta formar una rodaja fina. No había luces. Reventamos con nuestro vehículo una endeble puerta de metal que en algún momento había estado pintada de rojo y que se había oxidado desde entonces, de tal manera que no había forma de saber qué parte era óxido y qué parte pintura. Unos cuantos soldados del primer pelotón corrieron a la parte trasera y el resto de la sección se amontonó en la delantera. Derribamos las dos puertas a la vez y entramos. El edificio estaba vacío.
Mientras pasábamos de habitación en habitación, las luces fijadas en el frontal de los fusiles abrían cilindros estrechos en el oscuro interior; no tenían la potencia necesaria para poder ver, pero mostraban el polvo que habíamos levantado. En algunas de las habitaciones, las sillas estaban bocabajo; y alfombras de colores vistosos colgaban de los alféizares donde las balas habían destrozado los cristales. No había gente. En varias ocasiones, creímos ver a alguien y gritamos con fuerza para que las personas que no estaban allí se echaran al suelo.
Seguimos así hasta que llegamos a la azotea. Y cuando llegamos al tejado, miramos el campo; un campo liso y hecho de polvo, con la ciudad detrás, a oscuras.
Al amanecer del primer día, nuestro intérprete, Malik, subió a la azotea de cemento y se sentó junto a mí, que estaba apoyado contra el murete. Aún no había luz, pero lo parecía porque el cielo tenía un color tan blanco como cuando está cargado de nieve. Oímos combates en la ciudad, pero todavía no habían llegado a nosotros. Sólo el sonido de los cohetes, de las ametralladoras y de los helicópteros que descendían casi en picado en la distancia, nos decían que estábamos en una guerra.
—Éste es mi antiguo barrio —me dijo Malik.
Su inglés era excepcional; su voz tenía un fondo glótico, pero no duro. Le pedía a menudo que me ayudara con mi escaso árabe, intentando mejorar la pronunciación de ésta o aquella palabra: «Shukran», «afwan», «qumbula»; gracias, de nada, bomba. Me ayudaba, pero siempre terminaba nuestras conversaciones con un «Amigo mío, tengo que hablar inglés para practicar». Antes de la guerra, había sido alumno de literatura en la universidad; cuando la universidad cerró, vino a nosotros. Llevaba una capucha sobre la cara, unos pantalones desgastados de color caqui y una camisa desteñida que todos los días parecía recién planchada. Nunca se quitaba la capucha; la única vez que Murph y yo le preguntamos al respecto, pasó el índice por el borde de la tela, alrededor de su cuello. «Me matarían por ayudaros —dijo—. Matarían a toda mi familia».
Murph se agachó y trotó desde el otro lado del tejado, donde había estado ayudando al teniente y a Sterling a instalar la ametralladora cuando llegamos. Al ver cómo se movía, tuve la impresión de ...