La tribu
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La tribu

  1. 264 páginas
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Información del libro

Ningún guía mejor que Carlos Manuel Álvarez para contarnos las historias de algunos de los que han vivido —y sobrevivido— la gran epopeya revolucionaria que ahora se termina. Acá están las aventuras y los calvarios de unos cubanos que se van de la isla, buscando fortuna en el norte; la vida de un gran poeta que ha sido muy escasamente publicado y se resigna a morir en el anonimato; las cotidianeidades de una ex bailarina del Tropicana que vive en un vertedero de basura; la odisea de una madre empeñada en recuperar el cadáver de su hija tras el suicidio de ésta en otro país; el emocionante retorno de un pelotero cubano que se fugó, fue reclutado por los Yankees, y que vuelve a visitar a su gente y su barrio, después de muchos años.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2018
ISBN
9788417517007
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

MUÑECA ROTA

Todavía el corazón no le cuelga de un hilo. Pero le va a colgar.
Es la noche del 10 de mayo de 2015 y Cándida López recibe en su casa de Regla, a las afueras de La Habana, la llamada desde Quito de su hija Mayara Alvite, felicitándola por el Día de las Madres. Cándida recuerda una conversación diáfana, amorosa, barnizada apenas por la congoja propia de la distancia física. Su hija, incluso, se muestra más vivaracha y activa que en otras ocasiones.
Que su hija nuevamente se asemeje a sí misma parece razón suficiente para que Cándida recupere un poco la calma que desde octubre de 2014 ha venido perdiendo, cuando Mayara, después de vender la casa de su difunto padre en San Miguel del Padrón, decidiera emigrar a Ecuador y probar suerte con su novia Waday, una mulata china de cuarenta años que Cándida siempre ha detestado porque somete a su hija, de tan sólo veintitrés.
Desde entonces, despechada y en suelo desconocido, Mayara es cada vez más un puchero mustio, hasta que, en la mañana del 12 de mayo, Cándida recibe otra llamada al celular desde el número de su hija. Un dique por el que se desbordaron los acontecimientos.
—Yo me había levantado ese día sin ganas de desayunar —dice—. No quería ni salir de la cama. Tenía una apretazón en el pecho. No sabía lo que me estaba pasando.
Cándida petrificada en el túnel a fondo donde le dicen para siempre que ayer en la noche, de la viga de un closet, con las tiras de una maleta.
Mayara,
tu
hija,
se
a
h
o
r
c
ó.
* * *
La presión arterial se le dispara. Todo lo que Cándida haga de ahora en adelante, desde la infatigable cruzada por el regreso del cuerpo de su hija, hasta los breves momentos en que intenta pensar en otra cosa, lo hará con los nervios pulverizados, sumida en un luto cancerígeno que se irá manifestando de distintas maneras y que siempre —no importa cómo se manifieste— tendrá un punto de horror en común: no tener dónde apoyarse, qué venerar.
Cuarenta y cinco minutos después de conversar con Cándida, Waday —la China— vuelve a llamar, y habla con la cuñada de Cándida. Necesita cinco mil dólares, dice con voz desdeñosa, y un poder que la autorice a gestionar los trámites para la repatriación del cadáver.
A su regreso del policlínico, desconcertada aún, aferrada a la cada vez más débil posibilidad de que le hayan estado tomando el pelo, Cándida decide que no le va a enviar ningún dinero a la China, primero porque no lo tiene y segundo porque en ningún caso le enviaría nada a esa arpía, y mucho menos un poder.
Cuando pasan las horas suficientes como para confirmar que no se trata de una broma, Cándida precisa de otra corazonada, y la encuentra.
—La China asesinó a mi hija —dice—. Mi hija estaba llena de vida. Una madre no se equivoca. Por encima de todo, mi hija amaba y respetaba mucho la vida.
Y un rato después:
—Si la traen, la voy a vestir. Si no me la dejan vestir, la voy a besar, la voy a tocar. Quiero hacerlo todo.
Así, entre la rabia ciega y la más descarnada ternura, durante la primera semana después de la noticia, Cándida recorre distintos organismos en busca de ayuda. Va a la funeraria de Calzada y K. Va a las oficinas de atención a la población en el Ministerio de Relaciones Exteriores (minrex). Va al Consejo de Estado. Va a la embajada de Ecuador. Va al Centro Nacional de Educación Sexual (cenesex), donde su hija fue activista durante un tiempo. Va a los estudios de Kcho, artista plástico con influencias dentro del poder político. Va a la iglesia de la Catedral a entrevistarse con el cardenal Jaime Ortega. Va adonde Eusebio Leal, historiador de la ciudad. Escribe cartas al presidente Rafael Correa y —quién sabe por qué— al periodista de Telesur Walter Martínez.
En estas gestiones la acompaña Iris Jiménez, ex pareja de Mayara que en cuanto se enteró del suicidio no encontró más alivio para su desazón que ponerse en función de Cándida. Finalmente, la información que Cándida recopila coincide básicamente con el pedido de la China.
—Para el traslado del cadáver, la familia tiene que contactar con alguien en el país, un amigo o familiar y enviarle el dinero, en este caso alrededor de seis mil dólares. Se tramita a través del consulado y aquí, cuando llega el vuelo, nos notifican, pagan doscientos pesos en el aeropuerto y nosotros hacemos el traslado hacia el lugar del entierro —dice Emir Díaz, de la oficina de Coordinación Internacional en la funeraria de Calzada y K.
Pero seis mil dólares —entre tiquetes de avión, documentos legales, preparación del cadáver— suena como una sentencia extra. Todo el dinero que Cándida ha ganado en su vida no alcanza para juntar esa cifra. Junto a ella hay, en este momento, otras dos familias con hijos muertos en Ecuador. Una muchacha de veintiséis años a la que violaron y asesinaron, y un muchacho que fue a recibir un premio y sufrió un accidente.
Uno nunca cree que algo así le vaya a tocar, ninguno de los círculos de la pesadilla: que un hijo nuestro vaya a suicidarse; que un hijo nuestro vaya a suicidarse en el extranjero; que tengamos que pagar por el cadáver de un hijo nuestro, y que, además, tengamos que pagar una fortuna. Es de esa clase de cosas que —dicen— mejor no atraerlas con el pensamiento.
—Hubo un caso —cuenta Díaz— en que una familia envió el dinero, pero se perdió, y entonces decidieron incinerar. Sale más barato y es más fácil.
Pero Cándida no quiere oír de incineramientos. Reacciona como si le arrimaran un tizón encendido. Tiene que haber, piensa, otra opción.
En ningún lugar le ofrecen ayuda, y en el minrex la asesoran, aunque, según ella, a regañadientes. Después de los primeros días, la China también se desentiende del asunto, en parte por la hostilidad de Cándida.
El 10 de junio llega al minrex un email desde la Embajada cubana en Quito, a nombre del Consejero a cargo de los Asuntos Consulares: «Estoy localizando a Waday desde hace días para preguntarle porque (sic) no ha hecho otro trámite con nosotros de los que estaría obligada si se van a repatriar los restos. Ella estaba haciendo gestiones para el mejor modo de transportación, pero el cadáver se mantiene en medicina legal y no lo liberan hasta que nosotros no demos el permiso.
»Si la señora madre tiene datos de la localización de Waday se lo agradeceríamos, porque los que dejó son insuficientes. Además, la madre tiene que dar la autorización de que Waday puede hacer todos los trámites de la repatriación (…)
»No tengo resultado de investigaciones pues al parecer, según medicina forense, se da por concluido el suicidio».
Pasa julio. Pasa agosto. Atrincherada en su luto, Cándida no tiene nada en la mano que le permita avanzar. Ni el dinero. Ni un aliado. Ni la caridad de una ong o apoyo estatal. Con los funcionarios del minrex pierde el vínculo, y amigos de Estados Unidos le comentan lo que averiguaron: a Mayara la trasladaron a una funeraria llamada El Diazepán. Intenta contactar con algunas revistas o programas televisivos de Miami, como el sensacionalista Al rojo vivo, para que difundan su caso y alguien la socorra.
El amasijo de imposibilidades crea en Cándida una confusión agónica y desde sus entrañas suben crespones de impotencia.
—Soy sincera, y lo digo donde lo tenga que decir: si los Derechos Humanos me traen el cuerpo de Mayara y tengo que gritar que el presidente es homosexual, lo grito, no tengo miedo. Lo único que no pueden pedirme es que mate, que ponga una bomba, o un atentado, eso no. ¿Pero gritar? Yo grito lo que sea porque yo quiero el cuerpo de mi hija. Porque si tú eres mi gobierno, eres mi Estado, y yo me dirijo a ti, mi representante, lo único que yo tengo son ustedes, y ustedes no me dan una mano, ¿dime qué tiene que hacer una madre? Hacer lo que sea. No me voy a nado porque no voy a llegar. Pero si pudiera ir, iba.
Esto, la mordida rabiosa, es preferible al silencio, porque en la calma absoluta, cuando logra olvidar los enredos burocráticos, los trámites legales, el hastío de las instituciones y el infranqueable muro que conforman esos miles de dólares juntos, hay una verdad refulgente, más dañina, que le salta a la cara como ácido.
—No me puedo rendir. Mi hija donde está no puede saber que yo me he rendido, porque yo no soy mujer de rendirse, y menos por ella.
Eso: que su hija está perdida en un reino oscuro y lejano, y que necesita que la rescaten.
* * *
Pareciera que, al lado de la hija suicida, del hecho concreto de que no va a volver, el sufrimiento por no tener su cuerpo es nada. Pero, en realidad, es todo. Pareciera que, al lado del peñasco que significa sobrevivir a tu hija, los obstáculos vulgares son nada. Pero, en realidad, son todo.
La muerte puede volverse más lacerante de lo que ya es por sí misma. La muerte no es sólo la muerte y hay coletillas que pueden reducirla o aumentarla. Lo que Cándida pide, y no sabe a quién se lo pide, es nada y es todo.
Es un instante. Despedirse. Mirar a Mayara. Mirarla. Y luego ya. Hasta que esa minucia no suceda, no va a ceder. Y luego, entonces sí, la muerte. Esa testarudez, esa bruta porfía, esa obstinación animal, es tal vez lo que nos hace personas.
* * *
A sus veintiocho años, en febrero de 1992, Cándida tuvo a Mayara. El padre, Ricardo Alvite, era un negociante que le doblaba la edad. Cándida era su amante desde la adolescencia. El factor Rh de ambos —proteína de los glóbulos rojos que puede provocar un tipo de enfermedad hemolítica en los recién nacidos— resultó ser incompatible y como consecuencia a Mayara hubo que practicarle de inmediato un cambio de sangre.
Fue una niña enfermiza, con malformación congénita en el riñón y —más tarde— soriasis infantil, lo que explica que constantemente la sobreprotegieran. Complacida por el padre en todos sus caprichos y con la vigilante sombra de Cándida custodiándole las espaldas.
—Yo era una madre perseguidora, patrullera, y siempre le decía a los profesores: «por donde tú le des yo te voy a venir a dar. Procura no tocarla porque te mato como un perro». No, yo no entendía.
Con Cándida —sabueso de presa— fisgoneando sin descanso.
—Mi hija llevaba un diario y yo de fresca se lo revisaba de vez en cuando.
Con Cándida —oráculo sensitivo— conjeturando desde bien temprano, presagiando.
—Ya a sus cuatro años supe que era homosexual. Se lo noté. Fui a casa de mi mamá, que me crió, y le dije: «tengo que contarte algo. Mayi va a ser lesbiana». Y me dijo: «hija, el diablo te va a escuchar». No sé por qué, si era f...

Índice

  1. PORTADA
  2. PRÓLOGO. EL PLACER DE LA TRIBU
  3. CUBA POST CASTRO, UNA APROXIMACIÓN
  4. EL PITCHER NEGRO DE LAS MEDIAS BLANCAS
  5. WANTED
  6. LA MUERTE DEL MAQUINISTA
  7. LA BOCA APRETADA
  8. DANZANDO EN LA OSCURIDAD
  9. MALECÓN: LA ORGÍA DE LAS FORMAS
  10. OFF SIDE
  11. LA RUTA HACIA EL NORTE
  12. INGENIEROS Y TRAFICANTES
  13. TODOS LOS JUEVES DE RAY
  14. MUÑECA ROTA
  15. EL PERFORMANCE NACIONAL
  16. PANAMÁ SELFIES
  17. ALCIDES, EL INÉDITO
  18. UN TRISTE (Y MULTIPLICADO) TIGRE
  19. LAS CRÓNICAS DE ESTE LIBRO APARECIERON EN SU VERSIÓN ORIGINAL EN LOS SIGUIENTES MEDIOS
  20. NOTAS