Quemar las naves
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Quemar las naves

  1. 704 páginas
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Quemar las naves

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Información del libro

Quemar las naves reúne todos los libros de relatos de Angela Carter (Fuegos artificiales, La cámara sangrienta, Venus negra y Fantasmas americanos y maravillas del Viejo Mundo, más su obra temprana y cuentos no antologados) y supone una ocasión inmejorable para descubrir y celebrar a una escritora fundamental, una virtuosa de la prosa, inteligente, barroca, imaginativa. En esto relatos encontraremos todos los ingredientes que hicieron de Carter una de las escritoras más originales y fascinantes de la literatura inglesa: su amor por lo gótico, la mirada feminista y deconstructiva, la exuberancia de la lengua, la magia del estilo, su humor, su juego con los símbolos, su erudición, su alma exquisita y sacrílega…

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2018
ISBN
9788416358717
Categoría
Literatura

FANTASMAS AMERICANOS Y MARAVILLAS DEL VIEJO MUNDO

1993

EL TIGRE DE LIZZIE
Cuando el circo llegó al pueblo y Lizzie vio al tigre, vivían en Ferry Street, en medio de una extrema pobreza. Era la época de la más tremenda mezquindad en la casa de su padre; todo el mundo sabe que los primeros cien mil dólares son los más difíciles de conseguir, y los billetes de dólar estaban reproduciéndose despacio, despacio, aun cuando él llevase a cabo un toquecito de usura suplementaria para impulsar el dinero en la dirección de una productividad mayor. En otros diez años, la guerra entre los estados proporcionaría ricas ganancias a los fabricantes de ataúdes, pero por entonces, en los cincuenta, bueno… de haber sido un hombre inclinado a la oración, se habría hincado de rodillas para suplicar por una pequeña epidemia de cólera veraniego o una pizca, sólo una pizca, de tifoidea. Para desasosiego suyo, no hubo a quién pasar la factura cuando enterró a su esposa.
Puesto que, por entonces, hacía poco que las chicas se habían quedado huérfanas. Emma tenía trece años, Lizzie cuatro –adusta y cuadrada, un rectángulo achaparrado de niña–. Emma le hacía la raya en medio a Lizzie, le estiraba la melena a cada lado de la cabeza abombada y se la trenzaba firmemente. La vestía, la desvestía, la lavaba por la noche y por la mañana con un trapo húmedo, y achuchaba aquel enorme bulto de chiquilla cuando Lizzie se dejaba, aunque la pequeña no era una niña muy efusiva y no mostraba afecto con facilidad, salvo al cabeza de familia, y sólo cuando quería conseguir algo. Era consciente de dónde estaba el poder y, intuitivamente femenina pese a su apariencia arisca, sabía cómo camelárselo.
Aquella casita de Ferry… a ver: era un cuchitril; pero el enterrador vivía despreocupado entre los enseres rígidos de su difunto matrimonio. Sus utensilios y muebles todavía serían admirados hoy si se expusiesen recién encerados en una tienda de antigüedades, pero en aquellos tiempos estaban pasados de moda y punto, y el tiempo no haría más que incidir en eso en aquel interior deprimente, la diminuta casa que jamás reparaba, de tablones erosionados y pintura estropeada; moho en el oscuro papel de las paredes, con un patrón parduzco semejante a una serie de cerebros; el ominoso borde carmesí en la parte superior de todas las paredes; las hermanas con una sola cama económica en un dormitorio para las dos.
En Ferry, en la peor parte del pueblo, entre portugueses de tez oscura recién llegados en barco con sus pendientes, sus dientes flamantes y su cháchara incomprensible, tras cruzar el océano para trabajar en las fábricas cuyas chimeneas recién levantadas se antojaban siempre cercanas desde cualquier perspectiva; cada año más chimeneas, más humo, más recién llegados, y el quejido perentorio del silbato que llamaba a faenar de la misma manera que las campanas habían llamado a rezar en su día.
La casucha de Ferry se erigía, más bien, recostada como si estuviese empinando el codo contra una calle estrecha cortada en un ángulo oblicuo por otra calle estrecha; todas las casas de madera como un tarro de galletas volcado que hubiese diseminado un montón de casitas de jengibre rotas dando bandazos aquí y allá; los postigos colgaban de las bisagras y las ventanas aparecían cegadas con periódicos viejos, la valla puntiaguda de madera y las vociferaciones en lenguas desconocidas y los aullidos de los perros que, desde cachorros, no habían conocido más que la circunferencia trazada por sus cadenas. Por la ventana del salón no se veían más que hileras de casas clavadas las unas a las otras y que acostumbraban a chillar de vez en cuando.
Tal fue la angustiosa arquitectura de la infancia de las dos muchachas.
Llegó una mano por la noche y pegó un cartel, con la cabeza de un tigre, a una valla. En cuanto Lizzie lo vio quiso ir al circo, pero Emma no tenía dinero, ni un centavo. La niña de trece años se encargaba de la casa por entonces, la última criada acababa de largarse con malos modos por ambas partes. Cada mañana, padre calculaba los gastos del día, le entregaba a Emma lo necesario, ni un centavo de más. Se enfadó cuando vio el cartel en la valla; pensó que el circo tendría que haberle pagado un alquiler por aquel uso. Llegó a casa por la tarde, envuelto en el olor dulzón de los fluidos de embalsamamiento, vio el cartel, enrojeció de furia, lo arrancó y lo rompió en pedazos.
Luego llegó la hora de la cena. Emma no era nada del otro mundo en la cocina y padre, desestimando la posibilidad de otra costosa criada hasta que llegase el momento de la esperada epidemia, ya estaba planteándose la rentabilidad de un segundo matrimonio; cuando Emma sirvió los trozos de bacalao, medio crudos y translúcidos, el café recalentado y una hogaza fría y húmeda de pan, casi le entraron ganas de salir a cortejar a cualquiera (pero eso no quiere decir que comer le mejorase el carácter). De modo que cuando la más pequeña se le encaramó al regazo como un gatito y, ceceando, retorciendo entre los dedos la cadena plomiza de su reloj, le suplicó calderilla para el circo, le respondió con inusual aspereza, dado que quería de verdad a la hija menor, cuya terquedad le recordaba a la suya propia.
Emma remendaba, sin ninguna maña, un calcetín.
–¡Mete a esta niña en la cama antes de que pierda los estribos!
Emma dejó el calcetín y le echó una mirada a Lizzie, cuya boca se arrugaba taciturna por la afrenta según se la llevaban. La mocosa de mandíbula cuadrada, depositada en el susurrante colchón de paja –paja de avena, la más blanda y barata–, se incorporó donde la habían soltado y se quedó con la mirada fija en el polvo que flotaba en un rayo de sol. Bullía de rencor. Era un día húmedo de mediados de verano, las seis solamente y todavía reinaba la claridad fuera. Era caprichosa hasta la médula, la cría. Puso los pies en el taburete que usaban las chicas para bajar de la cama, y de ahí al suelo. La puerta de la cocina estaba abierta para que pasase corriente por la mosquitera. Del salón llegaba el grave murmullo de la voz de Emma leyéndole el Providence Journal a padre.
El chucho flaco y hambriento del vecino de al lado se lanzó contra la valla en medio de un frenesí de gañidos que disimuló el crujido de las botas de Lizzie en el porche de la parte trasera de la casa. Inadvertida, ya estaba fuera –¡a la calle!–, trotando Ferry Street abajo, con las mejillas sonrosadas de seguridad en sí misma y decisión. No se lo prohibirían. ¡El circo! La palabra tintineaba en su cabeza con un sonido rojo, como si el significado remitiese a una iglesia profana.
–Eso es un tigre –le había dicho Emma cuando, de la mano, examinaron el cartel de la valla–. Un tigre es un gato grande –añadió didácticamente.
–¿Un gato cómo de grande?
–Un gato muy grande.
Un gato rechoncho normal, con rayas rojas, de los domésticos, saludó a Lizzie con un maullido ronco desde lo alto de un poste mientras recorría con determinación a zancadas Ferry Street; nuestro gato, Ginger, al que Emma, en un pequeño éxtasis de extravagancia sentimental que presagiaba la de su futura y prolongada soltería, llamaba a veces Señorita Ginger, o incluso Señorita Ginger Mimos. Lizzie, sin embargo, ignoró tozuda a Señorita Ginger Mimos. Señorita Ginger Mimos se deslizó lentamente. La gata alzó una garra cuando Lizzie pasaba a toda prisa por su lado, como intentando detenerla, como para sugerirle que se lo pensase dos veces antes de escaparse, pero, pese a la aparente decisión con la que Lizzie ponía un pie firme delante del otro, no tenía ni idea de dónde podía estar el circo y no habría llegado allí sin la ayuda de la cháchara de unos niños irlandeses desharrapados de Corkey Row que pasaban por allí con un perro negro, delgado, brillante y ladrador de raza imponderable que tenía en común con Señorita Ginger Mimos lo siguiente: podía ir donde le viniese en gana.
Este perro que campaba a sus anchas con su despreocupada sonrisa se encariñó de Lizzie y, gañendo con alegría, bailoteó alrededor de la pequeña silueta de mandil blanco. Ella alargó la mano para acariciarlo. No era una niña temerosa.
La pandilla de niños vio que acariciaba a su perro y se encariñaron también de ella por el mismo motivo por el cual los cuervos se posan en un árbol en concreto. La rodearon sus sonrisas salvajes.
–¿Camino del circo? ¿A ver a los payasos y a las bailarinas?
Lizzie no había oído nada de payasos ni de bailarinas, pero asintió, y uno de los chavales la cogió de la mano, otro de la otra, para correr con ella. Enseguida se dieron cuenta de que aquellas piernecitas no podían seguirles el paso, así que el de diez años se la subió a los hombros y avanzó como un señor. Pronto llegaron a un prado en las afueras del pueblo.
–¿Ves la punta?
Había una carpa roja y blanca de proporciones difícilmente imaginables dentro de la cual podría haberse metido la casa de Ferry entera, patio incluido, y habría sobrado espacio para otra casa, y otra… una enorme carpa a rayas rojas y blancas con estupendas antorchas de nafta fuera y, además, toda una serie de carpas menores, puestos y tenderetes, diseminados por el prado, pero lo que la impresionó por encima de todo fue la cantidad de gente, y es que le pareció que el pueblo al completo estaba fuera aquella noche, aunque cuando se paraba a mirar la muchedumbre ninguno se asemejaba a ella ni a su padre ni a Emma; ni rastro de aquella vieja mandíbula afarolada de Nueva Inglaterra, de aquellos gélidos ojos azules.
Era una forastera entre forasteros, ya que allí se reunían aquellos a quienes las fábricas habían hecho venir al pueblo, los de cara distinta...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. PRÓLOGO
  4. OBRA TEMPRANA
  5. FUEGOS ARTIFICIALES: NUEVE PIEZAS PROFANAS
  6. LA CÁMARA SANGRIENTA
  7. VENUS NEGRA
  8. FANTASMAS AMERICANOS Y MARAVILLAS DEL VIEJO MUNDO
  9. CUENTOS NO ANTOLOGADOS
  10. APÉNDICE
  11. Notas