El único y su propiedad
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El único y su propiedad

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El único y su propiedad

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Existen libros de un poder devastador que los hombres tratan de negar a toda costa, sin logarlo: El único y su propiedad, de Max Stirner, es uno de ellos. No en vano, desde su aparición en 1844 fue secuestrado por las autoridades, argumentando que arremetía contra todos los valores, tanto religiosos como sociales, que deben prevalecer en una sociedad sana y decente. Pero también fue atacado con gran virulencia por Engels y Marx en La ideología alemana. En suma, es un libro que desquicia las susceptibilidades de casi todos los que tratan de salir de un tipo de dependencia religiosa, para pasar a otra sin darse cuenta. Por eso, Stirner no deja de vituperar a los «nuevos beatos», aquellos que dejaron de adorar a Dios para adorar en cambio al Estado, a la Sociedad, al Hombre y a todas esas mayúsculas que se instalan como eufemismos de todos los dioses que han sido olvidados en las tenebrosas regiones de la fantasía.El planteamiento de Stirner es tan claro como insoportable: sólo Yo y todo lo que mi Yo conquiste tiene validez. Estamos frente a la postura egoísta más radical y congruente que se haya postulado jamás. El propio Nietzsche, callándolo siempre, se apoderó del pensamiento de Stirner y lo utilizó como una balsa en medio del proceloso mar de la gazmoñería y de la estulticia de los modernos. Johann Kaspar Schmidt —éste es el verdadero nombre de Stirner— era un solitario profesor en una escuela de señoritas. Nunca más publicó otro libro. Y estos datos iluminan el asombro que provoca este singular escrito cuando contemplamos el destino que finalmente sufrió: ser uno de los libros más odiados justo por ser la radiografía más certera de la llamada modernidad.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2016
ISBN
9788416358496
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays







SEGUNDA PARTE



YO





A la aurora de los tiempos nuevos se levanta el Hombre-Dios. A su declinar, ¿se habrá desvanecido sólo el Dios, y puede morir verdaderamente el Hombre-Dios, si sólo el Dios se muere en Él? No se ha planteado esta cuestión; se creyó haberlo hecho todo cuando en nuestros días se hubo llevado victoriosamente a cabo la obra de luz y vencido al Dios; no se notó que el Hombre no ha muerto al Dios más que para convertirse a su vez en «el único Dios que reina en los cielos». El más allá exterior es barrido, y la obra colosal de la filosofía está cumplida; pero el más allá interior ha venido a ser un nuevo cielo, y nos incita a nuevos asaltos: el Dios ha tenido que dejar el sitio al Hombre y no a nosotros. ¿Cómo podéis creer que el Hombre-Dios haya muerto durante todo el tiempo que en él, aparte del Dios, no haya muerto el Hombre también?


I. LA PROPIEDAD – LA INDIVIDUALIDAD





«¿No aspira el espíritu a la libertad?» –¡Ay! ¡No es sólo mi espíritu, es toda mi carne la que arde sin cesar en el mismo deseo! Cuando ante la cocina odorífera del palacio de mi nariz habla a mi paladar de los platos sabrosos que allí se preparan, encuentro mi pan seco horriblemente amargo; cuando mis ojos alaban a mi callosa espalda los blandos cojines sobre los cuales le sería mucho más dulce extenderse que sobre su paja pisoteada, el despecho y la rabia se apoderan de mí; cuando... ¿pero para qué evocar más dolores? ¿Y es eso lo que llamas tu ardiente sed de libertad? ¿De qué quieres, pues, ser librado? ¿De tu pan de munición y de tu lecho de paja? Pues bien, ¡échalos al fuego! Pero no por eso estarás más adelantado; lo que quieres es más bien la libertad de gozar de una buena cama y de un buen techo. ¿Te lo permitirán los hombres? ¿Te darán esa «libertad»? No esperes eso del amor de los hombres, porque sabes que piensan todos como tú: ¡cada uno es para sí mismo el prójimo!
¿Cómo harás para gozar de esos platos y de esos cojines que te dan envidia? ¡No hay otro medio que hacer de ellos tu propiedad!
Cuando piensas bien en ello, lo que quieres no es la libertad de tener todas esas bellas cosas, porque esa libertad no te la das aún; lo que quieres son esas cosas mismas; quieres llamarlas tuyas y poseerlas como tu propiedad. ¿De qué te sirve una libertad si no te da nada? Por otra parte, si te hubieses librado de todo, no tendrías ya nada, porque la libertad está, por esencia, vacía de todo contenido. No es más que un vano permiso para el que no sabe servirse de ella; y si yo me sirvo de ella, la manera en que la uso no depende más que de mí, de mi individualidad.
No encuentro nada que desaprobar en la libertad, pero te deseo más que libertad; no deberías estar sencillamente quito de lo que no quieres, deberías también tener lo que quieres; no te basta ser «libre», debes ser más, debes ser «propietario». ¿Quieres ser libre? ¿Y de qué? ¿De qué no se puede uno librar? Se puede sacudir el yugo de la servidumbre, del poder soberano, de la aristocracia y de los príncipes; se puede sacudir la dominación de los apetitos y de las pasiones y hasta el imperio de la voluntad propia y personal; la abnegación total, la completa renuncia no son más que libertad, libertad para consigo mismo, su arbitrio y sus determinaciones. Son nuestros esfuerzos hacia la libertad como hacia algo absoluto, de un precio infinito, los que nos despojaron de la individualidad, creando la abnegación.
Cuanto más libre soy, más se eleva la contrición como una torre ante mis ojos, y más impotente me siento. El salvaje, en su sencillez, no conoce aún nada de las barreras que encierran al civilizado; le parece que es más libre que este último. Cuanta más libertad adquiero, más me creo nuevos límites y nuevos deberes. ¿He inventado los ferrocarriles?, inmediatamente me siento débil, porque no puedo aún hendir los aires como el pájaro; ¿he resuelto un problema cuya oscuridad angustiaba mi espíritu?, ya surgen otras mil cuestiones, mil enigmas nuevos embarazan mis pasos, desconciertan mis miradas y me hacen más dolorosamente sentir los límites de mi libertad. «Así, habiendo sido libertados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia». (Romanos, 6:18).
Los republicanos, en su amplia libertad, ¿no son esclavos de la ley? ¡Con qué avidez los corazones verdaderamente cristianos desearon en todo tiempo «ser libres», y cuánto tardaba para ellos verse librados de los «lazos de esta vida terrestre»! Ellos buscaban con los ojos la tierra prometida de la libertad. «La Jerusalén de allá arriba es libre y ella es nuestra madre» (Gálatas, 4:26).
Estar libre de alguna cosa significa simplemente estar quito o exento de ella. «Está libre de todo mal de cabeza», es igual a «está exento, no tiene mal en la cabeza»; «está libre de preocupaciones», igual a «no las tiene» o «se ha desembarazado de ellas». La libertad que entrevió y saludó el cristianismo, la completamos por la negación que expresa el «sin», el «in» negativo; sin pecado, inocente; sin Dios, impío; sin costumbres, inmoral.
La libertad es la doctrina del cristianismo: «Sois, queridos hermanos, llamados a la libertad; arreglad, pues, vuestras palabras y vuestras acciones como debiendo ser juzgados por la ley de la libertad».
¿Debemos rechazar la libertad porque se revela como un ideal cristiano? No; se trata de no perder nada, no más la libertad que otra cosa; sólo que debe hacérsenos propio, lo que le es imposible bajo su forma de libertad.
¡Qué diferencia entre la libertad y la individualidad! Se puede estar sin muchas cosas, pero no se puede estar sin nada; se puede estar libre de muchas cosas, pero no estar libre de todo. El esclavo mismo puede ser interiormente libre, pero sólo en cuanto a ciertas cosas, y no en cuanto a todas; como esclavo, no es libre frente al látigo, los caprichos imperiosos del amo, etc. «¡La libertad no existe más que en el reino de los sueños!». La individualidad, es decir, mi propiedad, es en cambio toda mi existencia y mi realidad, es yo mismo. Yo soy libre frente a lo que no tengo; soy propietario de lo que está en mi poder o de aquello de lo que soy capaz. Yo soy en todo tiempo y en todas circunstancias mío, desde el momento en que entiendo ser mío y no me prostituyo a otro. El estado de libertad no puedo verdaderamente quererlo, pues que no puedo realizarlo, crearlo; todo lo que puedo hacer es desearlo y soñar con él, porque queda siendo un ideal, un fantasma. Las cadenas de la realidad infligen a cada instante a mi carne las más crueles magulladuras, pero yo permanezco mi bien propio. Entregado en servidumbre a un dueño, no pongo mis miras más que en mí y mis ventajas; sus golpes en verdad me alcanzan, no estoy libre de ellos, pero no los soporto más que en mi propio interés, ya quiera engañarlo por una fingida sumisión, ya tema atraerme algo peor por mi resistencia. Pero como no tengo la mira más que en mí y en mi interés personal, tomaré la primera ocasión que se presente y aplastaré a mi dueño. Y estoy entonces libre de él y de su látigo; ello no será más que la consecuencia de mi egoísmo anterior.
Se me dirá, quizá, que aún esclavo yo era «libre», que yo poseía la libertad «en sí», la libertad «interior». Por desgracia, ser «libre en sí» no es ser «realmente libre», e «interior» no es «exterior». Lo que yo era, en desquite, es mío, mío propio, y lo era totalmente, exterior como interiormente. Bajo la dominación de un amo cruel, mi cuerpo no es «libre» frente a la tortura y los latigazos; pero son mis huesos los que gimen en el tormento, son mis fibras las que se estremecen bajo los golpes, y yo gimo porque mi cuerpo gime. Si suspiro y si tiemblo, es porque soy todavía mío, porque soy siempre mi bien. Mi pierna no es libre bajo el palo del amo, pero sigue siendo mi pierna y no puede serme arrancada. ¡Que la corte, y diga si tiene aún mi pierna! No tendrá ya en la mano más que el cadáver de mi pierna, y ese cadáver no es mi pierna más que un perro muerto es un perro: un perro tiene un corazón que late, y lo que se llama un perro muerto no lo tiene ya y no es ya un perro.
Decir que un esclavo puede ser, a pesar de todo, interiormente libre es, en realidad, emitir la más vulgar y la más trivial de las banalidades. ¿A quién podría, en efecto, ocurrírsele sostener que un hombre puede no tener ninguna libertad? Sea yo el más rastrero de los lacayos, ¿no estaré, sin embargo, libre de una infinidad de cosas? ¿De la fe en Zeus, por ejemplo, o de la sed de renombre, etcétera? ¿Y por qué, pues, un esclavo azotado no podría estar él también «interiormente libre» de todo pensamiento poco cristiano, de todo odio para sus enemigos, etcétera? Es en ese caso «cristianamente libre», puro de todo lo que no es cristiano; ¿pero es absolutamente libre, está libertado de todo, de la ilusión cristiana, del dolor corporal, etc.?
Puede parecer, a primera vista, que todo esto ataca más al nombre que a la cosa. ¿Pero es el nombre una cosa tan indiferente, y no es siempre por una palabra, por un equívoco por lo que los hombres han sido inspirados y... engañados? Existe, por otra parte, entre la libertad y la propiedad o la individualidad una cima más profunda que una simple diferencia de palabras.
Todo el mundo tiende hacia la libertad, todos llaman su reinado a voz en grito. ¿Quién no ha sido mecido por ti, oh sueño encantador de un «reinado de la libertad», de una radiante «humanidad libre»? ¿Así pues los hombres serán libres, exentos de toda constricción? ¿Verdaderamente de toda constricción? ¿No podrán ya constreñirse ellos mismos? –¡Ah, sí, perfectamente; pero eso es una constricción! De lo que serán librados es de la fe religiosa, de los rigurosos deberes de la moralidad, de la severidad de la ley, de... ¡Eso es un tremendo absurdo! ¿Pero de qué, pues, debéis y de qué no debéis ser libres?
El hermoso ensueño vuela; despierto, se frota uno los ojos y mira fijamente al prosaico preguntón. «¿De qué deben los hombres ser libres?» –¡De la credulidad ciega!, dice uno... –¡Eh –exclama otro–, toda la fe es ciega! De la fe debe ser librado. –No, no, por el amor de Dios –replica el primero–; no rechacéis lejos de vosotros toda creencia, pero poned un término al poder de la brutalidad. –Un tercero toma la palabra–: –Debemos –dice–, fundar la República y libertarnos de todos los señores. –No estaremos más adelantados –responde un cuarto–; no llegaremos más que a darnos un nuevo señor, una «mayoría reinante», desembaracémonos antes de esta intolerable desigualdad... –¡Oh desgraciada igualdad, de nuevo oigo tus groseros clamores! ¡Qué bello ensueño tenía yo hace poco de una libertad paradisíaca, y que impudencia, que licencia desenfrenada turban ahora mi Edén con sus salvajes aullidos! –Así exclama el primero de nuestros interlocutores; se levanta y blande su sable contra esa «libertad sin medida». Bien pronto no oiremos más que el chocar de las espadas rivales de todos esos amantes de la libertad.
Las luchas por la libertad no han tenido en todo momento por objetivo más que la conquista de una libertad determinada, como por ejemplo, la libertad religiosa; el hombre religioso quería ser libre e independiente. ¿De qué? ¿De la fe? En modo alguno, sino de los inquisidores de la fe. Lo mismo ocurre hoy con la libertad «política» o «civil». El ciudadano quiere ser libertado, no de su cartilla de ciudadano, sino de la opresión de los arrendadores y tratantes, de la arbitrariedad real, etc. El conde de Provenza emigró de Francia precisamente en el momento en que esa misma Francia intentaba inaugurar el reinado de la libertad, y he aquí sus palabras: «Mi cautiverio se me había hecho insoportable; no tenía más que una pasión: conquistar la libertad; no pensaba más que en ella».
La aspiración hacia una libertad determinada implica siempre la perspectiva de una nueva dominación; la Revolución podía, sí, «inspirar a sus defensores el sublime orgullo de combatir por la libertad»; pero no tenía, sin embargo, en sus miras más que cierta libertad; así resultó una dominación nueva: la de la ley.
¡Libertad queréis todos; quered, pues, la libertad! ¿Por qué regatear por un poco más o menos? La libertad no puede ser más que la libertad toda entera; un pico de libertad no es la libertad. ¿No esperáis que sea posible alcanzar la libertad total, la libertad frente a todo? ¿Pensáis que es locura desearla solamente? Cesad, pues, de perseguir un fantasma y volved vuestros esfuerzos hacia un fin mejor que lo inaccesible.
«¡No; nada vale lo que la libertad!».
¿Qué tendréis, pues, cuando tengáis la libertad? (Bien entendido que hablo aquí de la libertad completa y no de vuestras migajas de libertad). Estaréis desembarazados de todo, absolutamente de todo lo que os molesta, y nada en la vida podrá ya molestaros e importunaros. ¿Y por el amor de quién queréis ser librados de esas molestias? Por el amor de vosotros mismos, porque contrarrestan vuestros deseos. Pero suponed que alguna cosa no os sea penosa, sino, por el contrario, agradable; por ejemplo, la mirada, muy dulce sin duda, pero irresistiblemente imperiosa, de vuestra amada; ¿queréis también ser desembarazados de ella? No; y renunciaréis sin pena a vuestra libertad. ¿Por qué? De nuevo por el amor de vosotros mismos. Así, pues, hacéis de vosotros la medida y el juez de todo. Dejáis con gusto a un lado vuestra libertad, cuando la no libertad, la dulce «esclavitud de amor» tiene para vosotros más encantos, y la tomáis de nuevo ocasionalmente cuando vuelve a empezar a agradaros suponiendo, lo que no hay que examinar aquí, que otros motivos (por ejemplo, religiosos) no os aparten de ella.
¿Por qué, pues, no tener un arranque de valor y no hacer de vosotros resueltamente el centro y el principio? ¿Por qué embobarse con la libertad, vuestro ensueño? ¿Sois vosotros vuestro ensueño? No toméis consejo de vuestros sue...

Índice

  1. El único y su propiedad
  2. ACOMPAÑAMIENTO A LA LECTURA DE STIRNER
  3. INTRODUCCIÓN. YO HE BASADO MI CAUSA SOBRE NADA
  4. PRIMERA PARTE
  5. SEGUNDA PARTE