Mirarse de frente
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Mirarse de frente

  1. 156 páginas
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Mirarse de frente

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Información del libro

En Mirarse de frente, Gornick convierte el recuerdo de su experiencia como camarera en los Castkills no sólo en una agridulce aproximación al deseo juvenil y los trabajos veraniegos, sino en una indeleble toma de contacto con las desigualdades de clase y de género. Su periplo como profesora visitante por varias universidades estadounidenses le sirve para trazar una maravillosa y tragicómica radiografía del paisaje académico como suplicio para el espíritu: comunidades aisladas, con sus ritos y rencillas, con su peculiar dinámica de soledad y sociabilidad donde el alma se enmohece rodeada de seres sólo en apariencia afines. En estas irresistibles viñetas, Gornick vuelve a ofrecernos la singular mirada – valiente y feroz, empática y siempre de frente– con la que encara el mundo.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2019
ISBN
9788417517564
Categoría
Literatura

EN LA UNIVERSIDAD:

PEQUEÑOS CRÍMENES CONTRA EL ALMA

El otro día en una fiesta en Nueva York me encontré con Charlotte; al día siguiente vi a Daniel en un restaurante; al otro a Myra en Correos. Son personas a las que he querido –¡y cuánto!–, y a las tres por las mismas razones. Quiero hincarle el diente a la estructura oracional de sus cabezas. Los quiero por la conversación que compartimos. En respuesta a la forma de sus frases, las mías se crecen y se liberan: el pensamiento se vuelve expresivo, las emociones se aclaran, y soy feliz, más que con cualquier otra cosa. Nada me hace sentirme más viva, y más en este mundo, que el sonido de mi mente dándole a los engranajes en presencia de alguien que es receptivo. Hablando con Charlotte, Myra o Daniel, se diluye la aspereza. Al conectarme conmigo misma, me conecto con los demás. La soledad se aplaca. Me siento en paz en mi propio pellejo.
Así y todo, en ninguno de esos casos conseguía aferrarme hasta la amistad. Yo no lograba aliviar ni estimular, ellos conmigo no se aclaraban. En mi compañía se volvían más frágiles, más complejos, más ensimismados, no menos. Yo no les devolvía a ellos mismos como querían y necesitaban que les devolvieran a ellos mismos. En la amistad como en el amor, la paz es tan necesaria como la emoción. Si ambas cosas no están en la ecuación, el injerto no prospera. La conexión no pasa de ser una cuestión del momento, por lo demás imprevisible. Sin una conexión estable, la amistad no tiene futuro. En Nueva York todo lo que no tiene futuro se lanza al instante de vuelta al torrente de lo que distrae.
No lograr conectar con personas afines es algo que siempre me ha intrigado. Todos mis conocidos son dados a la charla: gente para quien la conversación es vital, de esos que, si no hablan, no saben si están vivos. Aun así, son muchas las noches que me he sentado en mi silla después de alguna reunión o similar y me he quedado mirando el vacío de las horas que acaban de pasar, pensando en las palabras que se han dicho entre «gente como nosotros»; palabras que deberían habernos abierto a cada uno pero que en realidad nos han cerrado de golpe y nos han dejado desmoralizados y con una sensación de abstracción. Cuál, me pregunto a solas en mitad de la noche, fue la frase que se brindó a modo de estímulo pero se recibió como un desafío; cuál el matiz que desalentó a Daniel en lugar de atraerlo; la respuesta que distrajo del discernimiento de Charlotte y desanimó a Myra. ¿Por qué pasaba tan fácilmente y tan a menudo? ¿Por qué nos acercábamos tanto y aun así seguíamos separados? Todos los presentes eran gente honrada, inteligente, culta. Todos pulsábamos la misma palanca en la cabina de votación, leíamos las mismas reseñas de libros en el Times. Ninguno trabajaba en el sector inmobiliario ni para el Ayuntamiento. ¿Qué habíamos hecho mal? La respuesta era siempre la misma.
La buena conversación depende de un engarce entre mente y espíritu tan sencillo como misterioso que, por lo demás, no se logra, sucede sin más. No es una cuestión de intereses mutuos, conciencia de clase o ideales compartidos, es una cuestión de talante; lo que hace que alguien responda como por instinto con un sensible «sé a lo que te refieres» en lugar de con un desafiante «¿a qué te refieres con eso?». Cuando se dan dos talantes iguales, muy rara vez perderá la conversación su flujo libre y despreocupado. Cuando no coinciden, hay que andar siempre con pies de plomo. Los talantes iguales funcionan de forma parecida a un conjunto de engranajes. No es una idea compleja pero el acoplamiento ha de ser perfecto. No aproximado, perfecto. De lo contrario los engranajes se niegan a girar.
Han sido los años dando clase en la universidad lo que me ha llevado a reflexionar sobre el talante. En las ciudades universitarias hay un sinfín de «gente como nosotros», que vive vidas plenas dentro del aislamiento de lo que he dado en llamar el Síndrome de la Respuesta Aproximada, que se aclimata a diario al sonido repetido de la frase, el matiz, la frase dicha por un compañero o un vecino que te hace menguar en lugar de expandirte. Es una especie de muerte en vida a la que la gente de estas ciudades se vuelve inmune.
Una vez trabajé en un posgrado de escritura de una universidad del sur donde daba clases otra escritora, una mujer de mi edad que era también de Nueva York. Aquel departamento podía presumir asimismo de un poeta proyectivista del grupo de Black Mountain, así como de un novelista de realismo mágico y un ensayista y filósofo naturalista. Antes de irme de Nueva York la gente me decía: «Qué compañía de lujo te ha tocado. Te espera un invierno de conversación estupenda». Pero resultó que ninguno teníamos mucho que decirnos. La mujer de Nueva York era religiosa, el del realismo mágico, alcohólico, el poeta, de un feminismo patológico, el naturalista, autista social. Y con esto lo que quiero decir es: ¿quién sabe cómo era en realidad cada uno? Yo no, desde luego. Lo único que sé es que en compañía de ellos me sentía abstracta, y ellos sentían lo mismo en la mía.
La escritora neoyorquina era judía como yo, y también había estado en Israel. Una noche, en una cena, quisimos explicarles un poco sobre el país a los demás.
–Allí en Israel te puedes curar de la vida moderna –dijo ella.
–En Tel Aviv es el único sitio donde sientes que vives en este planeta –dije yo.
–Es un país que te devuelve a los valores originales –ella.
–La política es tan decimonónica que te asfixia –yo.
–Allí recuperas la energía y la belleza de la familia.
–Es increíble la inmadurez sexual que hay.
Cada vez que yo abría la boca, escuchaba en su respuesta un «¿a qué te refieres con eso?», el mismo que ella oía en la mía.
Éramos un grupo de talantes desparejados. Seguimos siendo un puñado de expatriados, aislados entre nosotros, aguantando cada uno como podía aquel confinamiento en suelo sureño.
Fue un período de exilio no por la incapacidad para conectar sino porque me vi incapaz de hablar de la incapacidad para conectar. Cada vez que planteaba la cuestión, mis compañeros se me quedaban mirando, primero desconcertados, luego incómodos, al final displicentes. Me decían que estaba haciendo una montaña de un grano de arena.
–Quién necesita socializar tanto –decía el realista mágico.
–Es un alivio que te dejen en paz –decía el ensayista.
–No sé de qué hablas –decía el poeta.
Llevo ya más de diez años dando clases por temporadas como profesora visitante. Salgo de Nueva York, vuelvo, me voy y vuelvo. Estas estancias mías no duran más de tres o cuatro meses –sería incapaz de irme de verdad, durante un tiempo considerable, de Nueva York–, pero en cuatro meses hay muchas más horas de lo que había imaginado hasta entonces. Y no sólo porque en una ciudad universitaria un fin de semana pueda durar tres años; a fin de cuentas, eso puede pasar en cualquier parte. En Nueva York no es difícil que una buena depresión ralentice la prisa frenética hasta convertirla en el paseo ensoñado de un sonámbulo, da igual el día de la semana que sea. Sin embargo, en la ciudad no importa lo que se alargue el día que las horas, no sé cómo, se encallan, se limita la idea del aislamiento: puede que yo no esté haciendo el amor pero el aire que respiro está cargado; no estoy metida en política, es cierto, pero hay política en el intercambio diario; estoy desganada, no tengo apetito, pero aun así el apetito es claramente la moneda de cambio. Cuando las horas se me hacen largas en una ciudad universitaria, ando por calles vacías de gente, silenciosas e inertes. La sensación de ensoñación se intensifica. Al poco tiempo, no quedan reminiscencias humanas. Empiezo a subir por los aires sin que nada me lo impida. Las calles soleadas y flanqueadas de árboles se convierten en un paseo por las nubes.
Lo que más me afecta es el silencio. Se va acrecentando conforme se acumulan las semanas y los días: se me hunde en las carnes, me comprime los huesos, me provoca una presión en los oídos que me devuelve un zumbido. Es un silencio creado en calles donde el sexo y la política mueren temprano porque la conversación no es un requisito diario; el lenguaje expresivo ha dejado de ser moneda corriente; la gente habla para trasmitir información, no para conectar.
Lo mío en la universidad ha sido un «progreso de peregrina». He ido y venido entre provincianos, notables y patricios que a veces me han recibido de buen grado, otras me han ignorado y otras me han acogido con la educación que se le dispensa a un igual. Cada encuentro ha tenido sus consecuencias. Al ser acogida, he aprendido una cosa, al ser rechazada, otra. Pero siempre sin falta, en todos los casos, me pasma el espacio abierto en el que cae el intercambio diario, el silencio zumbón que rodea la charla seria. Es la historia de ese silencio lo que he aprendido en la universidad.
Stirling, una ciudad universitaria de Maine, era como un decorado de película: casas de madera pintadas en blanco, cientos de alces, jardines rodeados de muretes bajos de piedra. Había barrios buenos, y barrios mejores. Los marginales estaban literalmente en los márgenes: había que ir hasta las afueras de la ciudad para ver pintura desconchada y jardines llenos de trastos. Desde toda casa susceptible de estar habitada por un profesor de universidad, el mundo se extendía en todas direcciones: seguro, amable, próspero. Había mujeres entre el profesorado, negros en el campus y divorciados a granel, pero el ambiente estaba dominado por un conservadurismo bien arraigado: uno de maridos trabajadores, mujeres crianderas, y la política del mundo, una abstracción total.
Ese año yo era la única profesora visitante del posgrado de escritura creativa, y aunque nada en mí estaba pensado para propiciar fácilmente la amistad con los profesores fijos –era mujer, neoyorquina, una escritora que vivía principalmente de lo que escribía, mientras que ellos eran hombres que llevaban muchos años en Stirling, escritores que escribían muy de vez en cuando, en el caso de escribir algo, y llevaban vidas universitarias–, resultaron ser una panda que empinaba bien el codo y que acogía de buen grado a los forasteros. Todos los viernes por la tarde los escritores se reunían a las cuatro en el bar de un hotel a la salida del campus que tenía muy buen ambiente, y siempre se pasaba alguien antes por mi despacho y me decía: «¿Te vienes, pequeña?».
Las palabras formaban parte de un estilo que todos habían adoptado. El estilo era el anacronismo –mucha bebida, locuciones de tipos duros, hastío irónico–, como salido de una película de la Segunda Guerra Mundial, no de un campus estadounidense de la década de los ochenta. Pero era la manera que tenían esos hombres de distanciarse del lugar donde vivían. Pronto comprendí que se juntaban esas tardes de viernes para despotricar como expatriados contra su condición de parias. Nunca había oído a nadie hablar con un desdén tan temerario y apasionado sobre las circunstancias en que vivían sus vidas. La estructura oracional del desprecio se volvía más ingeniosa cuanto más se vilipendiaban los escritores a sí mismos y a los demás por pasarse la vida enseñando lo inenseñable.
Un profesor del posgrado de escritura brillaba por su ausencia en esas tardes de los viernes, un novelista llamado Gordon Cole. Al parecer Gordon y Stanley Malin –un escritor que nunca faltaba los viernes– no se hablaban, llevaban años sin dirigirse la palabra. Allá donde iba Gordon, Stanley no aparecía, y donde Stanley se hacía notar, podías contar con que Gordon tampoco se dejara caer.
La desavenencia entre ambos hombres se había iniciado por una discusión sobre qué asignaturas incluir en el plan de estudios del posgrado de escritura. Stanley era de la opinión de que quien quería escribir debía estudiar de todo, poesía, narrativa, no ficción. Gordon había dicho que tonterías, ¿por qué un novelista en ciernes tenía que perder el tiempo aprendiendo a escribir un ensayo que nunca pensaba escribir? A lo largo de los años estos dos hombres habían discutido con virulencia sobre esta diferencia filosófica; y habían llegado a tal punto de no retorno que ya no podían hablarse, ni estar juntos tranquilamente con un grupo de compañeros.
La discrepancia, su profundidad e insistencia, me tenían perpleja, al igual que me sorprendía repetidamente la buena pareja que hacían los dos en lo que a inteligencia, amplitud de miras y ardor literario se refería. Qué lástima, solía pensar, que se nieguen el placer de la mente del otro. En el programa no había nadie que hablase de libros y escritura tan libre y animadamente como Gordon y Stanley, y nadie disfrutaba tanto como ellos de pensar en voz alta. Cuando tomaba café con uno o con otro, siempre sin falta el entretenido altruismo de su conversación me reconfortaba de medio a medio. Y sin embargo no podían hacer el uno por el otro lo que tan poco les costaba hacer por mí. Las frases del otro se habían convertido para los dos en una imposición, y de ahí, en una herida. Era mencionarle uno al otro y la cara del que tenías delante se convertía al instante en una máscara. Tras la máscara, ambos eran inaccesibles.
Stanley Malin era de esos profesores de escritura que tenían un estilo que recuerdo muy bien, el de cascarrabias chapado a la antigua. Para él la escritura era algo sagrado, y hasta hacía llorar a las chicas. Brillante, ingenuo, arrogante, era capaz de plantarse ante una clase y declarar: «El escritor tiene que dejarse la piel, tiene que abrirse al dolor, al sufrimiento. El lector debe sentir ese dejarse la piel tan crucial». Y luego de pronto dejaba a un lado la retórica y anunciaba en una voz de una autoridad categórica: «La buena escritura se caracteriza por dos cosas: está viva en la página y el lector se convence de que el autor está en pleno viaje de descubrimiento». Cuando Stanley hablaba con aquella voz, todo el mundo podía aprender de él.
Pero Stanley no sólo hacía llorar a las chicas. Después de treinta años en Stirling lo había hecho con prácticamente todo el que se le había cruzado en el camino. Su mente tenía forma de cepo. Sabía hacer que la gente se abriera fácilmente –con un interés perspicaz, hacía muchas preguntas, y en cuestión de minutos te veías floreciendo–, y luego buscaba el punto débil del trabajo, del argumento, de la personalidad, y se cebaba. Y, con la misma facilidad, te hacía sentirte tonto. Seguías hablando y hablando y acababas suicidándote.
Era el poder seductor de una mente original sumado a un espíritu de un negativismo tan desconcertante que la gen...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Lo que significa para mí el feminismo
  4. Los Catskills en el recuerdo
  5. Homenaje
  6. En la universidad: pequeños crímenes contra el alma
  7. Vivir sola
  8. Escribir cartas
  9. En la calle: nadie es espectador, todo el mundo actúa
  10. Nota