Casas vacías
eBook - ePub

Casas vacías

  1. 164 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Casas vacías

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

La maternidad, que casi siempre asociamos con la felicidad, también puede ser una pesadilla: la de una mujer cuyo hijo desaparece en el parque donde estaba jugando, y la de aquella otra mujer que se lo lleva para criarlo como propio. Ubicada en un contexto de profunda precariedad física y emocional, la historia de estas dos mujeres, madres del mismo niño y madres, además, de un mismo vacío, nos confronta con las ideas preconcebidas que tenemos de la intimidad, las violencias familiares o la desigualdad social. Brenda Navarro ha conseguido un prodigio: caminar, sin caerse nunca, sobre la delgada línea que separa el olvido y la memoria, la esperanza y la depresión, la vida privada y la vida pública, la pérdida y el encuentro, los cuerpos de las mujeres y el acto político.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Casas vacías de Brenda Navarro en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2020
ISBN
9788417517748
Categoría
Literatura

TERCERA PARTE

Podía ocurrir.
Tenía que ocurrir.
Ocurrió antes. Después.
Más cerca. Más lejos.
Ocurrió; no a ti.
WISŁAWA SZYMBORSKA Fragmento de «Si acaso»
¿Por qué lloramos cuando acabamos de nacer? Porque no debimos haber venido a este mundo.
Ensañada en que mi cuerpo fuera el reflejo de mi estado de ánimo, esperé que las enfermedades emergieran, pero era incapaz de verlo por mis propios ojos. Aún hoy, evado los espejos, no me gusta mirar quién soy. Aunque en ese tiempo supe que no era yo la que habitaba este cuerpo, sino que era un contenedor, una especie de patio vacío al que le llegaban los ruidos citadinos a lo lejos. La casa vacía jamás habitada y lúgubre aunque con estructura fija. El elefante blanco del mercado. Quizá por eso Daniel nació autista, para no interactuar conmigo; quizá por eso Vladimir me huía y se fue lejos, como disculpándose de mi fútil personalidad. Quizá Fran nunca me amó, pero las circunstancias le impusieron la continuidad, y quizá por eso Nagore un día vino al cuarto y nos comunicó que regresaría a España. Su cuerpo sí que había cambiado y contenía a una mujer que siempre se mantuvo pertinentemente viva.
Nos dieron hojas de papel con la fotografía de Daniel, con sus datos y sus rasgos físicos descritos para que los pusiéramos en las paredes de la ciudad. Nos dijeron que pondrían algunos en estaciones del metro y que incluso se coordinarían con otros estados. Nunca lo hicieron. También nos proporcionaron un pase para ir con el psicólogo y nos dieron el número de teléfono al que se podía llamar por si teníamos dudas, Fran llamó un par de veces, nunca funcionó.
¿Tenía autismo y lo dejó solo?, me inquirió la mujer que me atendía. Anotó eso en señas particulares para el reporte: es autista, para normalizar su desaparición y para conjugarlo con mi estupidez. ¿Qué estaba haciendo? Estábamos en el parque. Ajá, y entonces, ¿alguien se lo llevó? No, no lo sé. ¿No vio a nadie cerca? No, o sí, había muchas personas. ¿Y no vio nada extraño? No. ¿Y el niño, gritó? No, no gritó. ¿Está segura? No. ¿Qué hacía mientras tanto? Porque algo debió de hacer para no estar al lado de su hijo. Sí estaba al lado de mi hijo, pero él jugaba… ¿Con quién? Solo, estaba solo. Ajá, mmm… ¿Usted lo cuidaba sola, lo quería? ¿Cómo que si lo quería? ¡Era mi hijo! Ajá, mmm… Espere allá.
Nos dieron indicaciones, pero nunca nos dieron alguna esperanza de que íbamos a encontrarlo.
¿Y si regresó y yo me moví de lugar antes de que él pudiera encontrarme? No, no regresó porque nunca se ha ido. Vas al cuarto donde debe estar y acaricias el colchón: ahora vuelve, pero no llega, entonces cierras los ojos y, no importa si son dos o treinta minutos, cuando los abres se lo adjudicas a una pesadilla, una pesadilla nada más. Pero no está, no está. Estar, el verbo que nos hace humanos. La pesadilla es perpetua.
Pegué algunas papeletas cerca de la casa y del parque donde Daniel desapareció. No faltaba el curioso que irrumpía en el duelo con el que me desprendía de la imagen de mi hijo. Miraban pero no miraban, nunca miran y cuando lo hacen es para reafirmarse que ellos están bien. La desgracia del otro es la oblicuidad de nuestro propio eje. Una vez escuché que una mujer ponía énfasis en la condición autista de Daniel. Pobrecito, ojalá esté muerto, dijo. Y yo apreté los labios y las manos porque sus palabras eran el eco de algo que yo no podía decir.
No importa lo que se diga al respecto: muerto es mejor que desaparecido. Los desaparecidos son fosas comunes que se nos abren por dentro y quienes las sufrimos lo único que ansiamos es poder enterrarlos ya. Dejar de desmembrarnos tendón por tendón, hilo de sangre por hilos de hiel, porque incluso para cada gota es un calvario caer.
Yo no me daba cuenta pero poco a poco comencé a dejarme marcas en las manos, unas veces porque me mordía la piel entre el dedo índice y el anular, otras porque enterraba mis uñas en la palma. También solía rascarme el borde que cubre las uñas, por lo que muchas de las veces me percataba de ellas porque el jabón me lastimaba pero nunca sabía cuándo es que me lo había hecho. Eran heridas que se abrían y se cerraban por autonomía. Heridas que eran como si hubieras peleado con alguien, me decía Fran cuando las veía. ¿Como luchas tú por creer que Nagore es tu hija?, le decía por provocar algo, por alargar la conversación. Nagore es nuestra hija, replicaba. Voy a luchar por que ella y tú estén bien. ¿Y por Daniel?, le decía yo haciéndole notar su falta. Pero por Daniel no luchábamos. Se volvió innombrable, difuso, lejano. ¿Alguna vez existió?
Nagore nos dijo que quería irse a España a ver a su padre y a sus abuelos: A mis abuelos, quiero decir. Especialmente a mis abuelos. ¿A mis padres?, preguntó Fran. Sí, a mis abuelos, pero también a mis otros abuelos. Pero ésta es tu familia. Le dijo él. Sí, pero tengo más familia. Quiero hablar con mi papá. Tu padre es Fran, Nagore, le repliqué respondiendo a la ofensa que acababa de hacer. Sí, pero tengo otro padre con el que quiero hablar. Puedes hablar conmigo cuando quieras, tu padre soy yo, reclamó Fran. Nagore nos miró retadora, pero condescendiente. ¿Quiénes éramos nosotros sino unos padres incapaces de ser llamados padres?
¿Qué estaba haciendo cuando desapareció el niño?, me preguntó un hombre sudoroso de panza prominente. Ya le dije que estaba sentada en el parque con él. Descríbame la ropa que llevaba. Pantalón azul, camisa roja, zapatos azules, suéter azul. ¿Cabello corto? Sí. ¿A qué hora salió de su casa?, ¿vio a alguien sospechoso?, ¿algún dato que pueda ayudar?, ¿puede decir la hora en la que vio por última vez a su hijo?, ¿señas particulares? (La seña particular de Daniel era yo, una madre que no debió ser madre).
Tiene autismo, dije.
Traje al mundo a un niño incapacitado para comunicarse. Sí, su seña particular era yo.
Desde que se fue Daniel, yo no dejé que salieran cosas de la casa. Como perra recién parida me arrinconé en un pedazo de la habitación con unas cobijas que apenas y soltaba porque aún tenían el aroma de mi hijo. Las olisqueaba casi todo el tiempo, mientras que al pie de la puerta, uno a uno, los objetos que dejaba para limpiar después fueron creando una muralla de ropa sucia o de ropa nueva que Fran me compraba para darme ánimo. También había trastes sucios que olvidaba lavar y cosas inanimadas que juro nunca supe cómo es que fueron llegando. Mi cueva. La formación belicosa para quien quisiera iniciar el campo de batalla.
Dentro de la cama, la mayoría de las veces, alcanzaba a mirar el rostro débil y duro de Fran que, en su justa dimensión, con el paso del tiempo, ya no sargenteaba mis días; ni a Nagore que, conforme se le ensanchaban las caderas y los senos le crecían, menos le importaba montar guardia a mis estados de ánimo y la pasaba lejos, aunque fuera mentalmente. Éramos tan desconocidas como las primeras veces que nos veíamos en la casa de Utrera. Coincidiendo sólo por accidente. Quizá fue su juventud o la pérdida de inocencia a tan corta edad, lo que haya sido, podía ver, delante de mi muro contencioso, a una mujer que se abrió camino de entre los escombros.
Aquí nunca se oyeron campanas. Las ciudades son así, anónimas. No me extrañaba que todos, entre el bullicio, desaparecieran tarde o temprano. No hay niños jugando solos por las calles, ni mujeres con canastas y verdura fresca. No hay vecindad, los autos se avientan a las personas, somos grises. Nadie protesta. No hay campanas que animen a las personas a rezar porque las ciudades son así, saturadas, indigestas, irrespirables; por eso sé que pudo ser Daniel, pero pudo también ser cualquiera porque aquí sólo los imbéciles esbozan una vida. Por eso es que creo que Daniel está mejor donde está y espero que sea un lugar de descanso donde las campanas sean sinónimo de paz, de silencio y de paz. Que tenga paz, que sea paz.
El hombre detrás del escritorio de metal gris y destartalado se sonó la nariz con un pañuelo desechable. Dejó el pañuelo en la mesa y yo sólo pensaba en que en la frente y en las axilas secretaba un sudor amargo que me costaba respirar. Tecleó algunas cosas, no era capaz de mirarme. Siguió tecleando, bebió un sorbo de café que tenía al lado, volteó a ver a sus compañeros que parecían raquíticos ante su gordura. Suspiró dejando salir de sí el vaho con un desagradable olor que no podía más que ser la pobreza alimenticia hablando. No había noticias, porque los niños, aunque sean autistas y tengan tres años, son traviesos, dijo, y luego la gente se los lleva a su casa, para que con calma vayan después a la policía. Negué con la cabeza. No se apure, va a aparecer. Luego imprimió una hoja con los datos de mi expediente, se levantó subiéndose el pantalón arrugado que no le subía más allá de la cadera y le quedaba a medias; después me invitó a irme. Tiene autismo y no sabe comer ni ir al baño solo…, le dije, buscando piedad. Va a aparecer, me contestó y me dirigió con su dedo hacia la salida.
Me quedé parada unos segundos, esperando que me dijera que ya había noticias, que todo era una broma, pero sólo escuché el tecleo constante de las demás máquinas que trabajaban al servicio de la burocracia.
Veía sin ver, incluso estuve a punto de subir a la tercera planta en donde un psicólogo me esperaba, pero no subí, por el contrario, salí directamente a la calle y regresé caminando a casa por si de casualidad veía la camisa roja que llevaba Daniel entre el tráfico y el cielo gris. Si hubiera subido al tercer piso, ¿qué hubiera pasado? Que mi dolor se hubiera vuelto real, que tendría que haberme enfrentado al hecho de nombrar lo que no existe. No hay palabra que defina a una madre sin un hijo que ya parió, porque no soy amátrida, ya que Daniel sigue vivo y yo soy la madre, soy algo peor, algo innombrable, algo que no se ha conceptualizado, algo que sólo el silencio hace llevadero.
Mira, qué gracioso, ¡pero qué gracioso está! Usted sabe mucho, señorito, usted sabe mucho, le decía la madre de Fran a Daniel en el aeropuerto que aguardaba nuestro regreso a México. Pero qué bonito y gracioso es, se parece a Fran. Es blanquito, se le va a poner la piel blanquita, ¿verdad?, y le besaba el cabello que apenas se asomaba en el cráneo de mi hijo. Venid cuando queráis, me dijo, y yo, que desde días anteriores tenía miedo de regresar a mi realidad y temblaba un poco porque no sabía qué iba a hacer con dos niños, le dije que sí, que regresaríamos pronto. No regresamos más. Apenas estábamos por ir a la sala de espera para abordar el avión cuando el padre de Fran le dijo que nunca le iba a perdonar que lo dejara sin hija y sin nieta. Déjala, ¿que no ves que no se quiere ir?, decía el padre que no era capaz de abrazarla mientras ella se aferraba a la pierna de su abuela. Fran negó todo con la cabeza, ni siquiera dio pie a seguir hablando del tema, cargó a Nagore en brazos y dio un beso al aire a la madre que se hacía pequeña y encorvada, pálida y seca. Después yo le pedí que me pasara a Daniel y lo soltó sin más: A mí me quitaron a mi hija y a mi nieta, a ti te han regalado a dos, cuídalos mucho. Y yo sonreí porque no tuve la fuerza de decirle que a mí nadie me había regalado nada, que no quería culpas, que no quería cargar con el regalo más escabroso que alguien me había dado. ¿Cómo no va a dar miedo ser madre? No los volvimos a ver, aunque cuando Daniel desapareció insistieron en venir a México, Fran no quiso porque entre el lamento y la desesperación su padre le dijo que quien quita, quien roba, también suele ser robado.
Tú no me quieres aquí y yo no quiero estar aquí, dile a Fran que me deje ir. Miré a Nagore sin interés. Yo no influyo en las decisiones de Fran, contesté desinteresada y volví la mirada al televisor. Pero dile que yo quiero ir con mis abuelos, que odio vivir en esta casa. Por eso deberías quedarte, Nagore, no sé qué imaginas que habrá allá, pero no hay nada para ti. Aquí tampoco, me dijo. Y asentí. Aquí tampoco, allá menos, te vas a ir a desilusionar, insistí. Yo no te quiero, yo no quiero estar aquí, odio este lugar. Ya somos dos, repliqué. Me dan asco, mira la casa, es un cochinero, apesta, no quiero estar aquí. Lo sé, le dije. ¿Por qué me quieren tener aquí? No quiero estar aquí, me das asco, tú me das asco, no te bañas, no te mueves, sólo comes y comes y dejas que la casa se vuelva un cochinero. Lo sé, volví a contestar. Pero ¿qué quieres allá, de verdad vas a buscar al asesino de tu mamá? Nagore me fulminó con la vista y se preparó para atacar: Tú mataste a Daniel y ni siquiera nos permitiste despedirnos de él; tú eres peor; tú nos dejaste sin él, sin que pudiéramos despedirnos, nos lo arrebataste; tú eres peor. Sentí que la punzada en el hígado se me reactivaba. (Respira, respira, respira, respira). Me quise levantar y quise pegarle, pero lo único que me salió fue decirle que era una niñita idiota. (Pero ¿es que acaso ella cree que yo lo maté, que yo lo desaparecí a propósito?). No te vas a ir, te vas a quedar aquí. Nagore se sentó en la cama frente a mí, me miró altiva. Le chasqueé la boca, le dije que se quitara porque no me dejaba ver la televisión que tenía encendida. ¿Cómo no viste a tu hijo, eh? ¿Cómo no viste adónde se fue? Me tanteó la pierna que yo tenía tapada con una cobija. Cállate, Nagore. Y seguí con la cara volteada para tratar de ver la televisión. Déjame ir, repitió y volvió a darme un leve golpe en la pierna, casi en la rodilla, por eso mi pierna se movió sola. Traté de ignorarla. Déjenme ir, insistió moviendo mi pierna de un lado a otro. Me zarandeó las dos, le respondí con una bofetada para dar por terminada la conversación, pero Nagore ya no era la niña que quería cepillarme el cabello, ni tenía los cabellos dorados, ni la picardía infantil en los ojos: era una jovencita de cuerpo mediano que me devolvió la bofetada. Me ardió la cara e iba a responderle pero ella me detuvo las manos y la mirada. Déjenme ir. Quise zafarme pero no pude. ¿Me vas a matar como tu padre mató a tu madre, Nagore?, ¿eres igual de bestia que tu padre, nos quieres superar en pendejadas? Y Nagore se puso roja y bufó y volvió a darme una bofetada. Intenté levantarme pero no pude, ella aprovechó para echarse encima de mí con jalones de cabello y yo empecé a reír, primero a reír, pero luego a llorar. ¡Sí, pégame, pégame bastarda, pégame! Y Nagore, entre bufadas, intentaba clavar sus uñas en mis brazos. Yo reía y decía ¡pégame, pégame!, y ella me clavaba sus uñas y su odio y yo me dejaba odiar. ¡Pégame, pégame!, le repetía, hasta que se alejó y ...

Índice

  1. PORTADA
  2. PRIMERA PARTE
  3. SEGUNDA PARTE
  4. TERCERA PARTE