Un par de cómicos
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Un par de cómicos

  1. 196 páginas
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Un par de cómicos

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Desde hace años, Jim Larson y Dave Ogilvie forman un célebre dúo cómico cómodamente asentado en la fama. Cuando no están actuando en Las Vegas o de gira por el país, se encuentran en Hollywood grabando alguna de sus taquilleras y triviales películas. La amistad entre Dave y Jim parece haber sobrevivido al tiempo, al éxito (también al extraño cansancio que éste conlleva), a la implacable maquinaria del show business, e incluso a algún que otro avispado agente que quiere que Jim emprenda una carrera en solitario. A pesar de todo, siempre han sabido moverse como pez en el agua en un mundillo que conocen y aman, sin pagar, aparentemente, un peaje demasiado caro. Aun así, cíclicamente, Jim necesita desaparecer sin avisar a nadie, y Dave teme que alguna de esas veces sea la definitiva y todo acabe.En Un par de cómicos, Don Carpenter –él mismo, al igual que John Fante, guionista además de novelista y gran conocedor de las bambalinas del negocio– plasma como nadie las luces y las sombras del mundo del espectáculo, sus fastos, sus costumbres, sus leyes propias, y nos habla, sin cinismo ni ingenuidad, y con un absorbente y ágil pulso narrativo, de la peculiar fauna que habita esta dorada Babilonia. Pero más allá de los focos y de las cámaras, de las drogas, el alcohol y las mujeres, la historia de Jim y Dave constituye, en última instancia, un homenaje a la amistad y al amor por el oficio.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2021
ISBN
9788418342219
Vivo en una montaña. Mi rancho está un par de salientes por debajo de la cumbre, justo al norte del Parque Estatal Jack London. Algo menos de un kilómetro cuadrado de matorrales de manzanita, madroño y roble, la roca opalina y rojiblanca apenas a cinco centímetros de la superficie, todo ello encaramándose por las faldas de la montaña, un terreno en su mayor parte inservible pero resultón.
La casa, de secuoya, con muchísimas ventanas y un enorme porche que ocupa tres lados de la vivienda, todas con vistas al valle y al contorno de montañas bajas del este. A tiro de piedra del porche orientado al sur hay una vieja piscina descuidada y llena de plantas, larvas de mosquito y ranas. En lo alto de la colina y lejos de la casa hay una piscina más nueva. En la piscina nueva puedes quedarte flotando en el agua mientras contemplas el Valle de la Luna.
El lugar pertenecía a un guionista que, simplemente por marcar paquete, se la compró a unos parientes de su mujer, aunque por entonces eso él no lo sabía. Yo subía a visitarlos cuando vivía en San Francisco. El guionista es un tipo simpático, feo y desgarbado que se crio saltando de una casa de acogida a otra por todo el estado. Guardaba un subfusil debajo de la almohada, porque el rancho estaba bastante aislado, pero la única vez que lo llegó a utilizar, por lo menos según él, fue una noche que se pasaron con las copas y las drogas y estuvieron de cháchara sobre bandas desaforadas de maleantes mele­nudos por las colinas y el amigo guionista se vio luego allí tendido en la cama, un par de horas antes del amanecer, con unas burbujitas azules reventando delante de sus ojos, su mujer al lado, sus cinco o seis hijos durmiendo repartidos por la casa y, durmiendo en el porche, una pareja de tipos de Hollywood hasta el culo de alcohol y drogas a saber con qué hábitos nocturnos, y oyó ruidos sospechosos entre los árboles. Después de escuchar aquello tanto rato como para ponerse de los nervios, el guionista se levantó y salió al patio trasero con su Thompson. Volvió a oír los ruidos, provenientes más o menos del sendero que iba hacia los árboles de la piscina, y sin pensar en ir a mirar antes cómo andaban sus huéspedes ni averiguar el paradero de nadie, soltó una perdigonada en plena noche y mandó al gato de su mujer al cielo de los gatos con una precisión de verlo y no creerlo. Siempre contaba aquella anécdota, yo creo que no para demostrar lo espeluznante que puede ser allí la cosa de noche, ni para señalar la necesidad de ser cautos cuando tenemos un arma automática cargada junto a la cama, sino por la precisión del disparo. «Como si lo hubiese señalado con un dedo», me decía.
Los problemas conyugales lo obligaron a vender de nuevo el sitio a la familia, y éstos se lo arrendaron a una psiquiatra a la que frecuentaban una panda de zumbados incívicos que se mearon en el estanque de las ranas, llenaron de clavos toda superficie de madera que pillaron, dejaron animales muertos y cristales rotos en la piscina y le prendieron fuego a prácti­camente todo lo que quedaba del lugar. Por suerte estaba lloviendo en ese momento y la casa se salvó. Yo se la compré al antiguo tío político del guionista a un precio tremendamente rebajado.
Aquí se está a gusto, incluso en invierno, cuando llueve mucho. No hay televisión, y la recepción de la señal de radio no es buena salvo para una emisora de temática exclusi­vamente country-western y religiosa. Es todo bastante tranquilo. El garaje está lleno de viejas revistas y libros con títulos como Colonel Effingham’s Raid, Beach Red y The Complete Works of Will James, así que cuento con lectura de sobra sin necesidad de bajar a la única tienda del valle, donde tienen dos estanterías de libros de bolsillo y tres de cómics.
Después de un ciclo estacional completo, las cosas estaban volviendo a la normalidad. Las pulcras hileras de hortalizas en el huertecillo frente a la casa, que habían sido motivo de pasión y orgullo de la mujer del guionista tenían una pinta ajada, las que aún quedaban en pie, y los mapaches merodeaban cada noche en grupos familiares a ver qué se cocía por allí y desvalijaban los cubos de basura; y hay otros muchísimos animales salvajes: ciervos, linces, serpientes, viudas negras bajo la casa y escorpiones en la bañera, tarántulas del tamaño de una mano, manadas sombrías de coyotes que nunca se dejan ver en público; efímeras, libélulas, tábanos, moscas de la fruta y moscas comunes; y por supuesto, subiendo la colina, fabricantes de alcohol casero de los de verdad destilando sus propias marcas de vino y cerveza a fin de mantener activas las recetas hasta la próxima oleada de prohibiciones, o eso me decían. Pero normalmente está tranquilo, muy tranquilo, y cuando en el valle hay bruma o nubarrones bajos da la sensación de que eres el único ser humano sobre la faz de la Tierra. Que a veces es justo lo que me apetece.
Cuando llega la primavera a las Montañas de Sonoma viene acompañada de miles de millones de insectos, seguida de todo lo que se os ocurra que se alimente de esos insectos. Los pájaros pasan volando y las ranas no dejan de brincar en el barro por culpa del centenar de lagartos, lagartijas de vientre azul, serpientes, que llegan reptando y deslizándose rocas abajo; en las noches calurosas se puede notar el olor dulce y levemente ácido de las románticas mofetas, y los ciervos hacen tanto ruido al quebrar los matojos que uno se pregunta cómo es que no están todos los árboles acribillados de balas.
Justo debajo de la casa hay un huerto de manzanos abandonado, con un par de cerezos y unos perales en un repecho de la linde; y todos florecen al mismo tiempo, el manzano blanco y el resto de un rosa tan delicado que se te saltan las lágrimas, y al poco el aire se llena de su aroma y las noches se llenan de ranas mironas y los mensajeros empiezan a obstruir el camino que lleva a la montaña con sus telegramas y a mí me toca volver a Hollywood, a trabajar.
Llevo unos años pensando en dejarlo, desmontar la función, quedarme en la montaña y acabarme las obras completas de Will James, o igual hasta adecentar el huerto; unos surcos de maíz, no hay nada como el maíz fresco; unos guisantes, uhmmm, judías verdes, un par de hileras de remolachas y zanahorias; cogerlas al retoñar y a pocharlas con mantequilla, ñam ñam; y a lo mejor se podrían resucitar unas matas de alcachofas (en el terreno había una docena larga de matas de alcachofas, pero el guionist...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Un par de cómicos
  4. Notas