El coleccionista
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El coleccionista

John Fowles

  1. 296 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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El coleccionista

John Fowles

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Índice
Citas

Información del libro

Frederick Clegg es un hombre solitario y anodino que colecciona mariposas. Miranda Grey es una radiante e inteligente niña bien que estudia arte en Londres. Frederick, que admira a Miranda pero es incapaz de abordarla con normalidad, la secuestra y la aloja con todas las comodidades en un sótano en su propiedad, una trampa perfecta acondicionada como una jaula de oro. Fowles recreaun intenso duelo psicológico donde captor y prisionera intercambian papeles con refinamiento y crueldad, cada cual defendiendo sus propios objetivos: Miranda desea recuperar su libertad, Frederick quiere ser aceptado como un igual por el objeto de su obsesión. El resultado es una novela magistral que, haciendo gala de un engranaje tan milimétrico como febril, ha sido leída por cientos de miles de lectores.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2018
ISBN
9788416358793
Categoría
Literatura
I
Cuando ella regresaba del internado y pasaba alguna temporada en la ciudad, solía verla casi todos los días porque la casa en la que vivía estaba justo enfrente del anexo del ayuntamiento. Salía y entraba con su hermana pequeña, acompañada a menudo de otros chicos jóvenes, cosa que, como es lógico, no me agradaba. Cuando las carpetas y los libros me daban un respiro me ponía de pie junto a la ventana y miraba sobre la carretera esperando encontrarla. A última hora de la tarde lo consignaba en mi diario de notas, al principio con una X y luego, cuando supe su nombre, con una M. También la vi en la calle varias veces. En una ocasión estuve justo detrás de ella en una cola en la biblioteca pública de Crossfield Street. No me miró ni una sola vez, pero pude observar su cabeza por detrás y su pelo recogido en una larga coleta. Era muy pálido y sedoso, como los capullos de Burnet.1 Siempre llevaba el pelo recogido en una única coleta que casi le llegaba hasta la cintura y que a veces le caía por la espalda, otras de lado y otras por delante. Hubo sólo una ocasión, antes de que viniera aquí como mi huésped, en la que tuve el privilegio de vérselo suelto. Era tan hermoso que casi me dejó sin respiración; parecía una sirena.
Hubo también otra ocasión, un sábado libre, en que fui al Museo de Historia Natural y regresamos en el mismo tren. Se sentó a tres filas de distancia de donde yo estaba sentado y en el mismo lado y se puso a leer un libro. Pude observarla durante treinta y cinco minutos. Siempre que tenía ocasión de observarla tenía la sensación de estar atrapando un ejemplar muy raro, de que mis movimientos debían ser muy cautelosos. Tenía siempre el corazón en la boca, como suele decirse. Una amarilla pálida,2 por poner un ejemplo. Siempre pensé en ella de esa forma; utilizando palabras y formas esporádicas y elusivas, y muy refinadas también…, no como las otras, ni siquiera las hermosas, palabras de verdadero conocedor.
El año que todavía iba al colegio no sabía quién era, sólo que su padre era el doctor Grey y que una vez escuché por casualidad en una de las reuniones de la Sección de Insectos algo acerca de que su madre bebía demasiado. El comentario consistía en que alguien la había visto en una tienda y que tenía todas las señales típicas de la gente que bebe; la voz pastosa, demasiado maquillaje, etc.
En fin, luego apareció aquello del periódico local en donde se decía que había ganado una beca y lo inteligente que era, y también su precioso nombre: Miranda. Así fue como me enteré de que vivía en Londres y de que estudiaba arte. Aquel pequeño artículo marcó un antes y un después. Fue como si de pronto nos hubiésemos vuelto íntimos, aunque, por supuesto, ni siquiera nos conocíamos en la realidad.
No podría decir qué fue lo que sucedió exactamente, pero desde la primera vez que la vi supe que era ella la que había estado esperando. No estoy loco, por supuesto, ya entonces sabía que era un sueño inalcanzable, y habría seguido siéndolo si no hubiese sido por el dinero. Solía fantasear con ella, imaginaba episodios en los que nos conocíamos de pronto, situaciones en las que yo me comportaba de una manera admirable, me casaba con ella y todo eso. Nada de cosas desagradables, eso no sucedió hasta lo que explicaré luego.
Ella pintaba sus cuadros y yo cuidaba de mi colección (hablo de mis fantasías). Ella me amaba tanto a mí como a mi colección, no dejaba de dibujarlas y colorearlas y los dos trabajábamos juntos en una habitación de esas casas modernas que tienen unos ventanales enormes. Íbamos juntos a las reuniones de la Sección de Insectos y en vez de estar callado por temor a equivocarme y hacer el ridículo, los dos hablábamos mucho y éramos de lo más populares. Ella estaba preciosa con su pelo rubio platino y sus ojos grises, y el resto de los hombres, por supuesto, estaban verdes de envidia.
Sólo había cierta situación en la que no tenía bonitos sueños con ella; cuando la veía con cierto joven, el típico gallito de colegio de ricos con coche deportivo. Recuerdo una ocasión en la que estaba a su lado en el Barclays esperando para hacer un ingreso y que le oí decir: «Démelo todo en billetes de cinco». La gracia era que estaba cobrando un cheque de diez libras. Todos se comportan de la misma forma. En fin, la vi varias veces subiéndose a su coche, o a los dos en él cruzando la ciudad, y cuando eso ocurría me comportaba muy secamente con mis compañeros de trabajo en la oficina y no ponía la X en mi diario de notas entomológicas. Todo eso sucedió antes de que ella se fuera a Londres y lo dejara. Aquéllos eran los días en los que me permitía a mí mismo tener sueños malos. Ella casi siempre lloraba y estaba arrodillada. Hubo una ocasión en la que incluso me permití soñar que le cruzaba la cara igual que un tío que había visto en una obra de teatro que pusieron en la tele. Tal vez empezó todo en ese instante.
Mi padre murió en un accidente de tráfico. Yo tenía dos años. Ocurrió en 1937. Estaba borracho cuando ocurrió, pero la tía Annie siempre aseguró que había sido mi madre la que le había empujado a la bebida. Nunca me llegaron a contar lo que sucedió realmente, pero lo cierto es que ella me abandonó justo después de que ocurriera y me dejó con mi tía Annie. Lo único que quería era pasárselo bien. Mi prima Mabel me dijo en una ocasión (éramos niños y sucedió durante una pelea) que era una mujer de la calle y que se había fugado con un extranjero. Yo tuve una reacción estúpida; fui directo a mi tía y se lo pregunté. Si había algo que ocultar no cabe duda de que lo hizo. En la actualidad ya ni siquiera me importa si está viva; no quiero conocerla, no tengo ningún interés. La tía Annie solía decirme que había hecho bien en marcharse, utilizaba esas mismas palabras, y yo estoy de acuerdo con ella.
De modo que los que me criaron fueron mi tía Annie y mi tío Dick, junto a su hija Mabel. La tía Annie era la hermana mayor de mi padre.
El tío Dick murió cuando yo tenía quince años. Eso fue en 1950. Habíamos ido a pescar al embalse de Tring y yo me alejé con mi red y mis cosas, como siempre. Cuando me entró hambre regresé al lugar en el que le había dejado y me encontré un grupo de gente. Al principio pensé que había pescado un pez enorme, luego me enteré de que había tenido un ataque. Le llevaron a casa, pero no volvió a hablar y no fue capaz de reconocernos nunca más.
Aquellos días que pasábamos juntos (aunque no fuera exactamente juntos todo el tiempo porque yo siempre me iba por ahí a buscar ejemplares para mi colección mientras él se sentaba en las rocas con sus cañas, y el único tiempo que compartíamos fuera el de la cena y el del camino de regreso a casa y de ida hasta allí) fueron sin duda los días más felices de mi vida. A la tía Annie y a Mabel les encantaba despreciar mis mariposas cuando yo era pequeño, pero el tío Dick siempre me apoyaba. Era un gran admirador de las buenas composiciones y cada vez que traía una nueva imago sentía lo mismo que yo: se sentaba y se quedaba observando cómo desplegaba las alas y se las secaba, y la delicadeza con la que las probaba. Me dejó un espacio en su cobertizo para mis botes de orugas. Cuando gané un concurso con mi caja de fritilarias me dio una libra con la condición de que no le dijera nada a la tía Annie. No voy a seguir contando anécdotas, fue como un padre para mí. Cuando tuve aquel cheque en la mano fue en él, aparte de en Miranda, como es lógico, en quien pensé en primer lugar. Le habría comprado las mejores cañas, los mejores aparejos, todo lo que hubiese querido. Pero no pudo ser.
Comencé a hacer quinielas cuando cumplí veintiún años. Todas las semanas hacía la misma apuesta de cinco chelines con la misma combinación. El viejo Tom y Crutchley, que trabajaban en Contribuciones conmigo, y algunas de las chicas que se juntaban con ellos y hacían una grande siempre me decían que me uniera a ellos, pero soy un lobo solitario y nunca me cayeron muy bien ni el viejo Tom ni Crutchley. El viejo Tom es un rastrero que no para de dar la murga sobre el gobierno local y de hacerle la pelota a Mr. Williams, el tesorero municipal. Crutchley es un sádico de mente perversa que nunca pierde la oportunidad de hacer una broma a mi costa, sobre todo cuando hay chicas alrededor. «Fred tiene la mirada cansada…, seguro que se ha pasado el fin de semana en la cama haciendo guarradas con una col blanca»,3 solía decir, y también: «¿Quién era esa dama pintada4 con la que te vi ayer por la noche?». En ese momento el viejo Tom sonreía con disimulo y Jane, la novia de Crutchley, de Sanidad, pero que estaba siempre en nuestra oficina, soltaba su risita. Ella era exactamente lo opuesto a Miranda. Siempre he odiado a las mujeres vulgares, sobre todo cuando son jóvenes, por eso nunca les he dado pábulo, como me gusta decir.
Fue un cheque de 73 091 libras y algunos chelines y peniques. En cuanto los trabajadores del despacho de apuestas me confirmaron que todo estaba bien, llamé a Mr. Williams; era un martes. Aunque lo primero que me dijo fue que se alegraba, que todos se alegraban, se notaba que le sentaba fatal que me marchara de esa forma, a mí no me engañaba. ¡Hasta se atrevió a sugerirme que invirtiera el 5 % en un préstamo del concejo! Realmente el ayuntamiento hace que algunas personas pierdan totalmente el sentido de la medida. Hice lo que me sugirieron los de las quinielas. Lo primero fue marcharme a Londres con tía Annie y Mabel hasta que se calmaron las cosas. Le mandé al viejo Tom un cheque de quinientas libras y le dije que lo compartiera con Crutchley y los demás. No contesté a ninguna de sus cartas de agradecimiento, se notaba perfectamente que me habían estado tachando de avaro.
La única pega fue Miranda. Cuando gané estaba en casa, en sus vacaciones de la escuela de arte, y sólo la vi durante la mañana del sábado del gran día. Todo el tiempo que pasamos en Londres gastando y gastando como locos, pensé que ya no la iba a volver a ver nunca más, luego pensé que era rico y tal vez ahora podría ser un buen partido como marido, y al instante siguiente me dije a mí mismo que la gente sólo se casa por amor, sobre todo la gente como Miranda. Había momentos en los que pensaba que hasta podía ser capaz de olvidarla, pero olvidar no es algo que se decide, sino más bien algo que te sucede. Y a mí no me sucedió.
Si se es codicioso e inmoral como la mayoría de la gente hoy en día supongo que se puede pasar un buen rato si te entra una gran cantidad de dinero. No es mi caso, nunca he sido así y jamás me castigaron ni una sola vez en el colegio. La tía Annie es una inconformista, jamás me obligó a ir a la iglesia ni nada por el estilo y yo me crié en un ambiente así, aunque a veces el tío Dick iba al pub a escondidas. Después de muchas peleas y tras abandonar el Ejército la tía Annie me permitió fumar, aunq...

Índice

  1. Portada
  2. 1
  3. 2
  4. 3
  5. 4
  6. Créditos
  7. Notas