Giles el niño cabra
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Giles el niño cabra

  1. 1,120 páginas
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Giles el niño cabra

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Giles, el niño-cabra, traducida por primera vez al español, es, junto a El plantador de tabaco, el otro ocho mil novelesco de John Barth y, para muchos, la mejor obra del autor.Concebida como una parodia del Ur-mito (inspirada en los trabajos de Otto Rank y Joseph Campbell) y una alegoría de la guerra fría en clave de novela de campus (Barth pasó gran parte de su vida en los pasillos de la universidad), Giles, el niño-cabra es una prodigiosa locura llena de humor, sabiduría y desencanto, un texto complejo y carnavalesco, ambicioso y divertido, donde lo mitológico, lo teológico, lo político, lo académico y lo caprino se (con)funden, también en el léxico. Así, el universo es una Universidad; el Juicio Final, el temido Examen Final que hay que Aprobar; y Giles, un joven criado entre cabras, el héroe destinado a convertirse en Gran Maestro o líder espiritual de la Facultad de New Tammany (trasunto de los EE. UU.) y del Campus Occidental, el único capaz de penetrar en el interior del ORDACO, un intrincado y monstruoso sistema que puede simular cualquier actividad humana (cálculo, impulso sexual, emociones…), y desprogramarlo. ¿Lo logrará?Carrera mesiánica en pos de la salvación y de las respuestas últimas, sátira que reescribe y amalgama el Nuevo Testamento, los mitos grecolatinos y mil cosas más, Giles, el niño-cabra fue publicada en 1966, el mismo año que vio la luz La subasta del lote 49 de Pynchon, y es todo un referente de la literatura posmoderna estadounidense.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2015
ISBN
9788416358540
Categoría
Literatura










VOLUMEN UNO











Primera bobina



1. SU CUIDADOR. SU CABRANCIA





Mi nombre es George; mis actos se han relatado en la Sala de la Torre y la crónica de mi infancia ha aparecido en el Journal of Experimental Psychology. Soy el que en esa época fue llamado Billy Bocksfuss, un apelativo cruel y poco apropiado. Y es que si realmente tuviera una pezuña hendida ahora no iría renqueando apoyado en un palo, ni necesitaría que me llevaran a caballito a clase cuando llueve. Sí, fue precisamente por falta de una pezuña por lo que a los catorce años fui pateado en vez de pateador; por lo que caí tullido sobre la hedionda turba y tuve que ver cómo un bruto carnero de Angora cubría a mi primer amor. Que Dios se apiade de aquel macho que me expulsó de un mundo a otro, cuyos cuernos retorcidos inflamaron la imaginación de mi amada, que me sacó de los pastos y me puso a cojear por el camino que todavía recorro. Él coronó esta frente desnuda, oprobio de mi descendencia, con el oprobio de los hombres; dije adiós a mi caprina infancia carente de cuernos y partí, un estudiante humano y cornudo, con rumbo a las Puertas de la Graduación.
Yo fui, en otras palabras, el niño-cabra de la Colina Agrícola. ¿Quién me engendró, y en quién, quién lo supo, en qué rincón de la Universidad vi la luz? Mi destino fue no llamar papá a ningún hombre, ni mamá a ninguna mujer. Herr Doktor, el profesor Spielman, fue mi cuidador: Maximilian Spielman, el gran psico-proctólogo matemático y exlíder de la minoría en la asamblea de la facultad; el extraordinario Max que dio su nombre a la Ley de la Ciclología, y que en su plenitud encabezó el combate emprendido por su departamento para instaurar alguna clase de exámenes que complementaran a los orales. Ay, su ardiente cruzada quemó más de un dedo, por lo que, lejos de recibir un cargo de profesor emérito para confortarlo en la vejez, fue expulsado un año antes de jubilarse con la acusación falsa de bajeza intelectual, aunque su único delito, confesó al final, fue sugerir en una conferencia que sólo por medio de su ciencia se podía llegar al fondo de la naturaleza humana. Caído en desgracia, sin un céntimo, se vio obligado a aceptar cualquier empleo que pudiera encontrar para mantener juntos el cuerpo y el alma; y así fue como pasó sus últimos años como Cabrero Superior en las Granjas de la Facultad de New Tammany. Una ignominia, aunque ¿quién puede decir que Max no fuera el principal responsable? Dedicó su obra maestra, El enigma de los esfínteres, que tardó veinte años en concluir y a la que sólo le faltaba el prólogo, a alimentar a las cabras, a razón de un capítulo por vez: yo mismo, según me contaría años después frente a un queso Mont d’Or y una cerveza alemana, almorcé en una ocasión el Apéndice Segundo, un poema hecho de números y destinado a demostrar matemáticamente su creencia en la rectitud esencial de la naturaleza de los estudiantes. Amargado, pero de corazón demasiado grande como para perder la esperanza, se apartó por completo de la sociedad y empleó todo su genio con el rebaño. Vivía con nosotras durante todo el año: se hizo un hogar en una casilla del establo, para el invierno, y venía a pastar con nosotras cuando el clima se volvía más cálido. Llámenlo si quieren tribulaciones profesionales del investigador de campo; el hecho es que pronto comenzó a sentir por sus objetos de estudio más amor del que nunca había sentido por sus pares en la asamblea. Se volvió vegetariano, se dejó crecer una pequeña barba, cambió la toga y el birrete por una pelliza de Mohair y sólo se lamentaba de, por su edad, no poder desplazarse a cuatro patas. Aunque nunca en su vida se dignó a volver a publicar nada más, sus investigaciones en ningún momento fueron más intensas y meticulosas que durante los primeros años de ese período. Las cabras, al fin y al cabo (por citar una entrada de su diario) «no ocultan por vergüenza ese aspecto de su belleza que ansío desentrañar; serenamente conscientes, a su manera, de que un todo perfecto es la suma de unas partes perfectas, llevan su bandera bien alta». Su único enemigo entre los machos cabríos era un viejo Toggenburger marrón llamado Freddie, el déspota del rebaño, que, cuando veía que Max se inclinaba para examinar a alguna cabritilla, lo corneaba, pues lo tomaba por un rival. Max, entonces, solía verse impulsado de cabeza contra el objeto de sus investigaciones, que, al considerarse víctima del acoso de su cuidador, solía retirarle su confianza. Una pérdida de compenetración tal entre la examinada y el examinador no podía permitirse; igualmente enojosa resultaba la coincidencia de que el director del Departamento de Expresión Oral de New Tammany, cuyas tácticas obstruccionistas en la asamblea habían impedido la aprobación de la Ley de los Calificativos Anales y contribuido a la caída de Spielman, se llamara Fred. Max consideraba que esto era una señal y se tomó su venganza. No se atrevía a acercarse abiertamente al Toggenburger, por lo que una noche de octubre, cuando los machos estaban balando, como era habitual en ellos, llenos de lujuria (ninguno con más fuerza que el traicionero Freddie), hizo que una cabrita joven y vivaz se acercara a la casilla de su enemigo: un momento más tarde, Max se arrastró por detrás de él con una tijera para cortar el maslo. Zas, el viejo granuja fue amputado en acto de servicio. ¡Su gozo en un pozo! Y a partir de entonces, toda su furia desapareció; se volvió gordo y dócil, y no dijo ni una palabra cuando su cuidador lo descornó unas semanas después. De estos trofeos, Max hizo con el primero un amuleto, del que hablaremos próximamente, y con el segundo un par de shofares que desde ese momento empleó para llamar al rebaño… y sus estudios continuaron sin más problemas. De hecho, ya fuera porque comprendieron «a su manera» que Freddie había quedado arruinado y estaban agradecidas a su arruinador, ya fuera porque en el mundo de las cabras el cuerno y los testículos generan obediencia independientemente de quién los porte, los machos cabríos siempre le cedieron el paso a Max de ahí en adelante, y las cabritas brincaban al oírlo llegar. Los siguientes meses tal vez fueran los más dichosos para él: fundó las ciencias de la proctoscopia analógica y de la cosmografía psicosimbolista, creó el Índice Rectimétrico para «distinguir, aritméticamente y para siempre, a las ovejas de las cabras» e investigó las tenues primeras señales de lo que más tarde se convertiría en la Ley de Spielman, su última aportación, y la de mayor alcance, a la comprensión de la Universidad por parte del ser humano. Ese remate final en el templo de su genio, clímax de su épica búsqueda de Respuestas, ya suena casi a tópico, prácticamente banal; y sin embargo, ¡qué energía, qué apabullante perspicacia! Con cinco palabras, Max Spielman sintetizó todos los campos que hasta entonces había explorado por separado, mostrando que el «enigma del esfínter» y el misterio del universo son lo mismo. La ontogenia recapitula la cosmogenia. ¿En qué consiste esta frase sino en afirmar que la proctoscopia repite la hagiografía? ¿Que nuestro Fundador, en la Colina del Fundador, y el más tierno estudiante de primer curso en su primer mons veneris son padre e hijo? ¿Que mi día, mi año, mi vida y la historia del Campus Occidental son ruedas que giran en el interior de ruedas? «La ontogenia recapitula la cosmogenia». No puedo oír estas palabras más que con el suave acento moisiano de mi cuidador. Bueno, el viejo Max conocía el destino de las grandes hipótesis, pero sus duras experiencias lo habían llevado a desconfiar injustamente de la sabiduría de sus colegas, y su aislamiento impidió que al final apreciara al ORDACO. Durante cincuenta años, decía, su teoría de las Correspondencias Cíclicas estaría anatemizada en el Campus Occidental. Todavía no habían pasado ni veinte y ya había sido convertida en dogma por el rector, grabada por el jefe de los programadores y devorada por el ORDACO.
No habría podido profetizar su fama actual, por muy clarividente que fuera durante sus últimos años, y predecirla tampoco habría mitigado mucho su misantropía. Sin embargo, a pesar de que rechazó, y con justicia, la tardía oferta que le hizo el patronato para que se beneficiara de las ventajas de un cargo emérito, hay alg...

Índice

  1. Giles, el niño-cabra, o el Nuevo Programa Revisado
  2. PRÓLOGO
  3. DESCARGO DE RESPONSABILIDAD DEL EDITOR
  4. CARTA DE PRESENTACIÓN PARA LOS EDITORES
  5. VOLUMEN UNO
  6. VOLUMEN DOS
  7. POSTCINTA
  8. POSTDATA A LA POSTCINTA
  9. NOTA AL PIE DE LA POSTDATA A LA POSTCINTA