Historias antieconómicas
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Historias antieconómicas

  1. 139 páginas
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Historias antieconómicas

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Información del libro

Este libro recopila un centenar de historias, de relatos breves, de anécdotas, de chistes, de apreciaciones, que mal que bien rompen con la lógica económica dominante. Esas historias procuran colocar lo colectivo por encima de lo individual, rehúyen la identificación entre consumo y bienestar, otorgan más relieve al tiempo que al dinero, recelan de las virtudes del trabajo que nos imponen, llaman la atención sobre las discriminaciones que padecen tantas mujeres, subrayan el escenario tétrico que sufren tantos animales, se interesan por prácticas de solidaridad y apoyo mutuo, o recuerdan las miserias que rodean a nuestro muy precario conocimiento del lugar en el que estamos. Si unas veces beben de la perspectiva del decrecimiento y en otras ocasiones se alimentan de culturas campesinas que se niegan a morir, tras ellas se aprecia con claridad el designio de cuestionar la lógica del capitalismo en todas sus dimensiones.

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Información

Año
2020
ISBN
9788490979983
Categoría
Economics
Categoría
Economic Theory

LAS HISTORIAS

1. SAL, ARROZ Y CERILLAS

Dersú Uzalá es el protagonista de un libro, muy celebrado, en el que Vladímir Arséniev relata la vida de un cazador nómada radicado en las tierras más orientales de Siberia. El libro fue llevado al cine, con notable éxito, por Akira Kurosawa.
Cuenta Arséniev que un buen día, al despertar de una siesta, se percató de que Dersú, tras haber acopiado leña y cortezas de árbol, las había depositado en una cabaña4. Comoquiera que Arséniev pensó que el propósito del cazador era incendiar la cabaña en cuestión, intentó convencer a Dersú de que no lo hiciera. El cazador, sin mediar palabra, le pidió un poco de sal y un puñado de arroz, al tiempo que envolvía entre las cortezas algunas cerillas, y hacía otro tanto con la sal y el arroz. Colgó los dos paquetes en uno de los muros de la cabaña y se dispuso a marchar. Arséniev le preguntó si pensaba regresar pronto a aquel lugar. Dersú negó con la cabeza y señaló que alguien llegaría en algún momento a la cabaña y se sentiría muy satisfecho de encontrar madera seca, cerillas y un poco de alimento. Apostilla Arséniev que Dersú estaba pensando en una persona desconocida a la que nunca vería y que esta última, por su parte, no sabría a quién tendría que agradecer el fuego y la comida.
Me trae a la memoria esta historia el relato, tantas ve­­ces escuchado, de cómo en el Mediterráneo —y en tantos otros lugares— las gentes del campo tenían, y acaso tienen todavía, la costumbre de plantar árboles de maduración lenta. Bien sabían que nunca iban a sacar provecho de esos árboles: estaban pensando, con toda evidencia, en las generaciones venideras. Me veo, por otra parte, en la obligación de señalar que a los ojos de quienes hemos recibido una educación occidental es difícil entender que los árboles tienen espíritu. Norbert S. Hill subraya, sin embargo, que para muchas comunidades indígenas el universo está vivo. Cuando vemos cómo sus integrantes hablan con un árbol, no estamos ante ningún desorden mental.
Un dicho propio de las comunidades indígenas del norte de América reza que cada generación debe asegurar el futuro de las siete siguientes. Hasta dónde no habrá llegado nuestra ignominia que, en nuestra versión más ilustrada, nos contentamos con demandar que cada generación entregue a la posterior el mismo capital natural que heredó de la previa. En la versión más ilustrada, repito.

2. LAS CHOZAS DE LAS MUJERES

El nombre de John Zerzan se identifica con el anarcoprimitivismo. Zerzan es un crítico feroz de la tecnología. En más de una ocasión ha afirmado categóricamente que todas las tecnologías creadas por el capitalismo llevan por detrás la huella de la división del trabajo, de la jerarquía y de la explotación. Es un argumento serio que conviene tomar en consideración.
En uno de sus libros, Twilight of the machines (El crepúsculo de las máquinas), recupera Zerzan la opinión de Camille Paglia, una muy conocida estudiosa de la literatura, de controvertido discurso que, feminista en una de sus dimensiones, suscita con todo muchas controversias entre las propias feministas5. Señala Paglia, acaso con afán provocador, que en un momento determinado se topó, en la calle, con una grúa gigantesca que se levantaba sobre la pla­­taforma de un camión. Y agrega que semejante visión hizo que se preguntase si tal prodigio tecnológico, que nos une con el antiguo Egipto, habría sido concebible al amparo de una sociedad, y de una historia, dirigida por las mujeres y no, como la nuestra, por los hombres. Concluye Paglia que, con las mujeres al mando, seguiríamos viviendo en chozas de paja.
Supongo que la respuesta inmediata, y lógica, ante una conclusión como ésa invita a negar la mayor, esto es, a certificar que las mujeres habrían hecho valer las mismas, o superiores, cotas de desarrollo tecnológico que los hombres. Creo yo que, aunque respetable y compartible, esa respuesta esquiva una cuestión principal. Y es que, ¿no se­­rán esas modestas y despreciadas chozas de paja la mayor, y maravillosa, aportación de las mujeres al desarrollo de la humanidad, lejos de las miserias de unas tecnologías que, tantas veces, han demostrado su enorme capacidad para acabar con la vida? En uno de sus textos se pregunta María González Reyes, muy a tono con lo que cuento, cómo sería la historia si la hubieran escrito las mujeres. Ahí va su respuesta: “Sería una historia en la que aparecerían relatos de lo que ocurre en el interior de las cocinas, en los patios de vecinas, los que se quedan pegados a las escobas y al agua que se lleva la suciedad del suelo. Apa­­recerían historias colgadas al viento en los tendederos comunitarios, agarradas con pinzas sobre las cuerdas, a punto de volar según se le antojase al viento” 6.

3. MULTIPLICAR LOS OBJETOS

Sigo, discúlpenme, con lo de las cabañas de paja. Y lo hago para rescatar uno de los textos incluidos en ese libro maravilloso que es Der Papalagi (Los papalagi)7. El texto en cuestión señala que si la población blanca —los mentados papalagi— se viese obligada a vivir en las chozas características de Samoa, no haría otra cosa sino lamentarse y sufrir una y otra vez. Tanto que, inmediatamente, sus miembros se adentrarían en el bosque para procurarse madera, caparazones de tortuga, vidrio, alambre, piedras vistosas y otros muchos objetos y materias primas. En disposición de todo ello, trabajarían día y noche para conseguir que la cabaña samoana estuviese repleta de objetos. Estos últimos, grandes y pequeños, se romperían con enorme facilidad y quedarían, por añadidura, a merced del fuego y de la lluvia, con lo que habría que reemplazarlos constantemente. Concluye la sabiduría de los papalagi que cuantos más objetos necesitas, mejor europeo acabas siendo.
Recuerdo haber leído en su momento que quienes vivimos en los países ricos disponemos, por término medio, de diez mil objetos. Muchas de las gentes que habitan en comunidades indígenas en América Latina disfrutan, en cambio, de un escaso centenar de objetos por cabeza. Doy por descontado, sin embargo, que no son cien veces menos felices que nosotras. Antes al contrario, intuyo que a menudo su felicidad es, llamativamente, mayor, mucho mayor, que la nuestra.

4. TRABAJAR PARA VIVIR, NO PARA COMERCIAR

En un libro muy celebrado, The Innocent Anthropologist (El antropólogo inocente), cuenta Nigel Barley algo que tuvo la oportunidad de palpar entre los habitantes de la comunidad dowayo de Camerún8. Esas gentes bien sabían que el mijo que cultivaban alcanzaba precios muy altos en las ciudades del país. No se sentían atraídas, sin embargo, por la posibilidad de colocar su mijo en ellas, toda vez que el mercado correspondiente estaba controlado por los comerciantes fulani quienes, según la versión de Barley, aspiraban a conseguir beneficios de un cien o de un doscientos por cien en todos sus negocios. Como esos comerciantes eran, también, quienes se encargaban del transporte del mijo, la conclusión parecía servida: la recompensa que el campesinado dowayo debía aprestarse a recibir por su producción era, en cualquier caso, exigua. Por eso, y antes que mover semejante carro de inmundicia y explotación, en la comunidad dowayo preferían limitarse a cultivar lo justo para atender a sus necesidades y se inclinaban, de resultas, por dar la espalda al mercado, aparentemente tan suculento, que proporcionaban las ciudades.
Creo que salta a la vista que la decisión que acabo de glosar llevaba aparejada una consecuencia venturosa: había que trabajar muchas menos horas que las que hubiera requerido el deseo de satisfacer la demanda de mijo que llegaba de las ciudades. Lo que ocurría era lo mismo que sucedía con buena parte del campesinado europeo que, en la edad media, y, de nuevo, alejado del deseo de acopiar para vender, se contentaba con satisfacer sus necesidades más elementales, o con poco más.
Pero el caso de la comunidad dowayo me trae a la me­­moria también la bajísima productividad que se hacía va­­ler, al menos a partir de la década de 1950, en los sistemas de tipo soviético. Esa baja productividad era, con toda evidencia, un mecanismo de resistencia de la clase trabajadora frente al autoritarismo y las disfunciones de esos sistemas. Preferible parece, de cualquier modo, que la decisión de trabajar más o menos sea —no lo era en esos sistemas, y no lo es en el capitalismo realmente existente— libre. ¿A cuántas personas no les gustaría, entre nosotras, reducir sensiblemente la jornada laboral, aun a costa de ganar menos? Pero las reglas del juego lo impiden o, al me­­nos, lo dificultan.

5. MERCADILLO ENTRE LAS RUINAS

Hace años me enfrenté, en unos pocos minutos, con las paradojas, con la sinrazón y con las miserias de nuestras sociedades. Había participado en un debate en un pueblo del este de Aragón y en la mañana de un domingo me llevaron a Zaragoza ...

Índice

  1. PRÓLOGO
  2. LAS HISTORIAS
  3. PRECAPITALISTAS, ANTICAPITALISTAS
  4. ÍNDICE DE CONTENIDOS
  5. NOTAS