¿Para qué servimos los fiscales?
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¿Para qué servimos los fiscales?

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¿Para qué servimos los fiscales?

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Rostro de la acusación, algunos fiscales han captado el interés mediático en juicios célebres como el de la infanta Cristina o el del procés. Cuando entran en escena grandes actores en juicios relevantes, el público, que nunca es imparcial, empieza a preguntarse quién es ese que acusa, por qué acusa, con qué potestades e instrumentos cuenta para hacerlo. Pero su actividad diaria también se ejerce de forma mucho más anónima entre los miles y miles de juicios de acusados y víctimas que tienen lugar en nuestro país. Sus competencias y funciones están repartidas entre distintas fiscalías y entre casi 2.500 fiscales, mujeres en su mayoría, pero con un predominio de varones en las cúpulas de la institución. Funcionario con toga, trabaja día tras día, juicio a juicio, con la misma profesionalidad, entrega, ilusión o monotonía que cualquier otro trabajador. ¿Cómo son los fiscales? ¿Cómo llegan a serlo? ¿Cuáles son sus funciones? ¿Resulta su actividad satisfactoria para la sociedad y para ellos mismos? ¿Cómo se organiza la Fiscalía y quién manda en ella? ¿Cuál es su historia? Son estas y otras preguntas las que aborda José María Mena en este libro, con la pericia y el buen tiento de quien ha ejercido durante muchos años la profesión y ha pertenecido a la institución, presentando e indagando en las distintas facetas, profesionales, históricas, sociológicas y políticas, de la figura del fiscal y de su actividad.

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Información

Año
2020
ISBN
9788413520483
Categoría
Law
Categoría
Legal History

Capítulo 1

LA INSTITUCIÓN

Los orígenes

La Fiscalía como institución, en los términos en que hoy la conocemos, es el resultado de una historia antiquísima, que conviene conocer. Saber para qué servían y a quién servían los ancestros de los actuales fiscales es un buen método para co­­nocer para qué sirven hoy los fiscales, y por qué su actual institución, el Ministerio Fiscal, es como es, con sus peculiaridades específicamente hispanas, y con sus insuficiencias y contradicciones.
En muchos países de Europa era conocida la institución medieval del procurador del rey, encargado de representarle ante sus tribunales y defender su patrimonio frente a la fuerza de los poderosos señores y prelados feudales. En el siglo XIII, un texto denominado Fuero Juzgo, otorgado por Fernando III el Santo, se refería a los “personeros del rey”, oficiales de de­­signación real para que “non traten el pleito por sí, más por sus mandaderos”, es decir, para descargar al rey de la función di­­recta y personal de juzgar, y de pleitear frente a los señores y prelados. Su hijo, Alfonso X el Sabio, en las Siete Partidas, describe a ese “mandadero” como “home puesto para razonar e defender en juicio todas las cosas e los derechos que pertenecen a la cámara del rey”. Jaime II de Mallorca, también en el siglo XIII, había creado una institución con funciones parecidas. Estas funciones eran el reflejo institucional de la distribución medieval del poder. Faltaban siglos para llegar a la división de poderes, y los monarcas se dotaban de instituciones de defensa de su poder efectivo. Aquellos “mandaderos” defensores de los derechos de la cámara del rey, defendían, más que nada, el poder y el patrimonio real. Y cuando actuaban en juicios penales en nombre del rey, era para defender la potestad jurisdiccional real frente a la competencia de otras jurisdicciones señoriales.
En 1748, en su obra De l’esprit des lois, Montesquieu afirmaba orgulloso: “Tenemos hoy una ley admirable, es la que quiere que el príncipe establezca, para hacer ejecutar las leyes, un oficial en cada tribunal para perseguir en su nombre todos los crímenes”. Lo presentaba como la longa manu del soberano en los tribunales. En su perspectiva de la división de poderes, aquel oficial persecutor de crímenes en nombre del rey era un modo de conservar un instrumento básico del antiguo poder absoluto del monarca. La nueva institución, que como hemos visto no era nueva, significaba el último resorte de control del poder ejecutivo en el ámbito del poder judicial, del que había sido desgajado a raíz de la división de poderes.
La institución medieval de los representantes del rey ante los tribunales, elogiada por Montesquieu, y anterior, por lo tanto, a la Revolución Francesa, fue asumida por esta y transformada en un instrumento del poder ejecutivo en el interior del poder judicial. Así ha perdurado a través de la influencia napoleónica en la mayor parte de las organizaciones judiciales continentales europeas hasta la consolidación de las democracias europeas de posguerra.
En España la antigua institución nos llegó en su versión napoleónica, junto con toda la aportación legisladora del siglo XIX. El representante del rey ante los tribunales asumía no solo funciones de persecución penal, sino también funciones de defensa del patrimonio estatal, es decir, del fisco, función que determinó la curiosa denominación española. Las funciones de defensa del fisco ante los tribunales se fueron desgajando del ámbito de la Fiscalía, desde 1849, para ser desempeñadas por funcionarios de la Dirección General de lo Contencioso, dependientes del Ministerio de Hacienda. Tras una serie de regulaciones de la organización de estos oficiales, en 1881 se creó el Cuerpo de Abogados del Estado, que asumió definitivamente el asesoramiento, representación y defensa en juicio del Estado y de los Organismos Autónomos, así como de las autoridades, funcionarios y empleados del Estado y Organismos Públicos. Es curioso que la institución que tiene la misión de defender lo que históricamente se denominaba el fisco, no herede el nombre institucional de fiscal, sino el de Abogacía del Estado. Y, correlativamente, la institución encargada de defender al Estado, como garante de los intereses básicos de la convivencia, como son la vida, la libertad, la propiedad, etc., no reciba el nombre de Abogacía del Estado, sino la de Fiscalía.
La organización moderna de la Fiscalía se debe a la dictadura de Primo de Rivera, que en 1926 promulgó el primer Estatuto del Ministerio Fiscal, separando las carreras judicial y fiscal, y promoviendo para el gobierno de la institución cauces e instancias de corporativismo de indudable sesgo conservador, extraordinariamente jerarquizado, con estructuras orgánicas de formato casi castrense. En él se conservaba la descripción de la función fundamental de Ministerio Fiscal procedente de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870, que lo definía como representante del Gobierno en sus relaciones con el Poder Judicial. Merece la pena destacar algunos puntos de este estatuto, en la medida en que expresan cómo eran vistos los fiscales en aquella época y, consecuentemente, para qué o a quien servían.
Para ser nombrado fiscal era necesario ser licenciado en Derecho, español, seglar y varón. La exigencia de que el fiscal fuera seglar era para excluir a los religiosos regulares o seculares, que estaban comprometidos por el voto de obediencia, junto con el voto de castidad (el de pobreza no alcanzaba, ni alcanza, al clero secular). Ese vínculo de obediencia se estimaba incompatible con la función pública.
En la Constitución de 1978 no existe ninguna prohibición similar. Tan solo prohíbe a fiscales y magistrados pertenecer a partidos políticos y sindicatos, para evitar posibles o imaginarias relaciones o vinculaciones que impliquen de­­pendencia. Sin embargo, no se prohíbe la dependencia propia de una confesión religiosa, contemplada en 1926, a pesar de que está presente hoy en determinada congregación con notoria implan­­tación.
Faltaban aún mucha lucha democrática, mucha lucha feminista, para que las mujeres alcanzaran el derecho a votar, y muchísimo más tiempo para que alcanzaran el derecho a acceder a cargos de la Administración pública. Y todavía más tiempo para que accedieran a la judicatura y la Fiscalía en plano de total igualdad con los varones.
En aquel primer Estatuto del Ministerio Fiscal se establecían determinados motivos de exclusión, sea por inadmisión o sea por expulsión. Entre tales motivos llama hoy la atención que se estableciera el de “tener vicios vergonzosos”, expresión que se refería, exclusivamente, a la homosexualidad, ya que ni la ludopatía ni el alcoholismo se incluían en la vieja designación del vicio nefando. Para esos otros vicios, y solamente si eran clamorosos con efectos sociales, familiares y profesionales incontenibles, había otra previsión en el Estatuto, consistente en “haber cometido actos, aunque no sean penables, que les hagan desmerecer en el concepto público”.
La concepción del fiscal como órgano de representación del Gobierno ante los tribunales, propia del Estatuto de 1926, perduró hasta 1967, con la breve excepción del periodo republicano, cuya Constitución establecía explícitamente la independencia del Ministerio Fiscal respecto del Gobierno. La reforma de 1967 fue una reforma de maquillaje, consistente en sustituir la fórmula de “órgano de representación del Gobierno” por la de “órgano de comunicación del Gobierno con los tribunales”. Pero no parece que la nueva fórmula maquillara la voluntad política de que el fiscal fuera el nuevo “mandadero” del poder político; más bien su función de comunicación sugiere la de portavoz, mucho más claramente significativa de la utilidad política prevista para la institución.

El fiscal general

En el debate de redacción de la Constitución de 1978 se repitió el viejo problema de cómo encajar al fiscal entre el Poder Ju­­dicial y el Poder Ejecutivo, entre los tribunales y el Gobierno. Desde la perspectiva más conservadora, Fraga Iribarne, exministro franquista, sostenía que era necesario mantener la concepción tradicional de que el fiscal sea el órgano de comunicación del Gobierno con los tribunales. Desde la izquierda, Solé Barberá, comunista, y Peces Barba, socialista, propugnaban la fórmula republicana de dotar al fiscal de una independencia paralela a la de los jueces. Prevaleció una fórmula que quería ser intermedia, propuesta por el partido Unión de Centro De­­mo­­crático (UCD). Y así quedó en la Constitución. Simple­­mente se omite una u otra definición o descripción de la relación del fiscal con el Gobierno. Se limita a describir sus funciones esenciales, entre las que no figura esa controvertida función de relación, comunicación o mediación. La relación del Ministerio Fiscal con el Gobierno quedó relegada a un capítulo de la ley que desarrolla las funciones de la Fiscalía, titulado “De las relaciones del Ministerio Fiscal con los poderes públicos”. Pero con ello no quedó resuelto el problema. Cuando, a con­­tinuación, se debatió el modo de nombramiento de la cúpula de la institución, se reprodujo el debate. En el Anteproyecto de Constitución, de enero de 1978, se preveía que el fiscal del Tri­­bunal Supremo (nombre que entonces se daba al jefe máximo de la Fiscalía) fuera nombrado en la forma establecida para el presidente de dicho Tribunal. La forma establecida consistía en que fuera nombrado por el Consejo General del Poder Judicial. Con ello se pretendía dotar a la jefatura de la Fiscalía de una calidad de independencia paralela a la de la judicatura. Sin embar­­go, una vez más, cayó esta tesis republicana, y prosperó la de devolver a la Fiscalía a la dependencia, aunque matizada, del Ejecutivo.
Finalmente se estableció que el fiscal general del Estado será nombrado por el rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial. La elección se hace entre juristas de reconocido prestigio con dilatada experiencia profesional, sin que sea necesario que sean fiscales de carrera. Para la elección de presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo tampoco es necesario que el elegido sea juez o magistrado. Aun a riesgo de parecer políticamente incorrecto, puede sugerirse que no existen grandes diferencias entre el modo de acceso a las máximas jerarquías del Ministerio Fiscal y del Poder Judicial, dándose la circunstancia significativamente cualitativa, de que el Presidente del Consejo lo es también del Tribunal Supremo, y como tal es presidente de órganos jurisdiccionales. Para ninguno de ambos cargos existen previos candidatos formalizados, ni hay trámites de selección ni preselección. Hay, a lo sumo, aspirantes a ser designados, “tapados”, maniobrando, o siendo utilizados, con el sigilo que impone la máxima no escrita de que “el que se mueve no sale en la foto”. Los nombres de ambos aspirantes se extraen de un censo inacabable de juristas en régimen de concurrencia, según un criterio tan difuso como incontrolado: el de tener una competencia reconocida, con un reconocimiento inapelable efectuado precisamente por los mismos que han de proponer el nombramiento.
El Gobierno podía proponer y cesar al fiscal general del Estado. Esta pervivencia de la dependencia, propia de la vieja institución, perduró hasta 2007. Una nueva ley se propuso reforzar la autonomía del Ministerio Fiscal, añadiendo nuevas garantías de autonomía para el nombramiento y cese del fiscal general, y estableciendo causas objetivas de nombramiento y cese. Para ello establece una duración del cargo improrrogable por cuatro años, lo cual significa una cierta garantía de inamovilidad, y por tanto de independencia. Lamentablemente, sin embargo, esta garantía está en contradicción con la novedad, también introducida en la misma ley, de que el fiscal general cesará en el cargo cuando cese el Gobierno que lo hubiera nombrado. No parece un síntoma de autonomía ligar la pretendida inamovilidad del fiscal general a la vida del Gobierno. Sin embargo, la ley establece una excepción a esta vinculación, y es que el fiscal general no ha de cesar si ha sido nombrado en los dos años anteriores al cese del Gobierno. Esto supondría, en su caso, un modo de “cohabitación” política, una herencia de difícil digestión para un Gobierno entrante de signo contrario.
El modo de nombramiento de fiscal general siempre ha dado lugar a críticas y objeciones, porque, no en balde, perviven las razones que dieron lugar a la propia institución. La longa manu elogiada por Montesquieu se manifiesta, con mayores o menores matices, en la práctica totalidad de los países del continente europeo con los que compartimos un modelo de organización judicial.
Italia es una excepción. En el país transalpino no existe ninguna figura similar a nuestro fiscal general. El Ministerio Público está organizado por regiones. Al frente de cada una hay un fiscal nombrado por el Consejo Superior de la Magistratura tras un concurso. Es el jefe con facultades administrativas, pero no jurisdiccionales, porque los fiscales son magistrados del Ministerio Público, independientes e inamovibles. Por esta condición de independencia pueden ser, y son, los que instruyen las causas penales, función que en España ejerce el juez de in...

Índice

  1. PRESENTACIÓN
  2. CAPÍTULO 1. LA INSTITUCIÓN
  3. CAPÍTULO 2. LOS INSTRUMENTOS DE LOS FISCALES
  4. CAPÍTULO 3.FUNCIONES DE LOS FISCALES
  5. CAPÍTULO 4. LAS FISCALÍAS CENTRALES Y ESPECIALES