Los que duermen
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Los que duermen

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Los que duermen

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Información del libro

Una recóndita ciénaga de Germania, donde los cuerpos de cientos de prisioneros sacrificados a los dioses emergen a la superficie siglos más tarde, devolviendo al presente el enigma de su existencia. Un simulacro de campo de concentración construido por Hitler para burlar las inspecciones de la Cruz Roja Internacional. Una comunidad de robots abandonada que sigue anhelando el regreso de sus creadores. Quince relatos que forman una constelación sorprendente, en las orillas del tiempo: profecías y destinos subvertidos, ficciones tan fabuladas que igualan en valor a la verdad, paradojas de la historia. Una extraordinaria colección de relatos que nos transportan a mundos exactos y distantes y que sin embargo conectan entre sí, oscilando entre el presente, el pasado y el futuro.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2019
ISBN
9788417517090
Categoría
Literatura

LA LEYENDA DEL REY AKTASAR

1
Cuentan las leyendas cairas —aunque miente todo aquel que cuenta una historia— que Itata y Axime son padre y madre de todos los hombres, desde el más mísero hasta el más próspero. Pasados los siglos, la mayoría de los pueblos lo han olvidado y se refieren a ellos con nombres falsos y sacrílegos. Sólo los cairos recuerdan el verdadero nombre de sus padres, dicen los cairos.
Cuentan también que Itata y Axime son un hombre gordo y una mujer embarazada de ciento catorce meses; ambos seres repugnantes y calvos, con el cuerpo repulsivamente cubierto de verrugas y erupciones. A pesar de que nunca han hablado a los hombres —hasta tal punto llega su arrogancia—, de ellos se sabe que llevan toda la eternidad sentados en el fondo de una caverna con las manos diestras enfrentadas en un pulso infinito, mientras con la izquierda beben alternativamente de una gran vasija de cerveza. Itata representa el bien, la luz, la justicia y la tierra purificadora; Axime el mal, la oscuridad, la injusticia y el carácter destructor de los cielos. Lo que incluso los cairos ignoran es quién de los dos es el hombre repulsivo, quién la mujer embarazada de sí misma. Sólo saben que su pulso será infinito, pues están desde siempre igualadas sus fuerzas y se necesitan el uno al otro como el bien al mal; como el cielo requiere a la tierra.
En nada se preocupan estos singulares padres de sus hijos predilectos, los cairos. Un sólo obsequio les han legado por su fidelidad desde el origen de los tiempos: una yegua vieja y desdentada, que apenas se sostiene sobre sus patas traseras. Y sin embargo este animal famélico es tan rápido que es capaz de transportar al pasado a quien lo cabalga hacia el alba, y al futuro a aquel que lo dirige al poniente.
Una sola condición impusieron Itata y Axime a su cabalgadura sagrada: nunca se la remontaría en el pasado más atrás del año 1 antes de Itata; nunca en el futuro más allá del año 6524 después de Itata. La razón de dicha advertencia no la conocían los cairos. Sólo sabían que estaba cifrada en ciertos signos abstrusos, dibujados con hierro candente en la grupa de la yegua. Ninguno sin embargo fue capaz de entender los signos correctamente, pues todos desconocían por igual el alfabeto. Temerosos de la prohibición de sus dioses, cumplieron la prescripción escrupulosamente, sin hacer preguntas. Al menos durante sus primeros siglos de historia.
2
Cuentan las voces de los cairos —pues nunca llegaron a conocer la letra escrita y sus tradiciones fueron confiadas al viento y a la memoria de los hombres— que fue su rey Aktasar quien los condujo hasta el río Danubio, en tiempos en que el Danubio guardaba la espalda del Imperio Romano. Al otro lado, mostró a sus hombres la riqueza de la nación enemiga y les señaló una a una sus ciudades, sus plazas fortificadas y sus calzadas de piedra, sus puentes, murallas, torretas; sus almenares y aspilleras. Y, al recorrerlas con la vista, supo que ninguno de aquellos diques podría contener la marea del pueblo cairo en armas.
Antes de iniciar el ataque el rey Aktasar ordenó, como era costumbre entre sus gentes, enviar a un jinete al ocaso a lomos de la yegua sagrada para traer noticias acerca del resultado de la batalla. Ocho días y ocho noches más tarde —larga es la carrera que franquea el tiempo, largo el regreso—, el jinete tornó exhausto, portando del porvenir contradictorios informes. Vencerían a los romanos en batalla, dijo, pues había visto un tiempo en que la mismísima Roma era saqueada por los cairos. Pero, acuciado por la curiosidad, el explorador había cabalgado más tarde aún hacia Occidente, y había sabido de otro tiempo, apenas cien o doscientos años más lejos, en que los hijos de los hijos de sus hijos miraban las ruinas de esas mismas calzadas; de los mismos puentes, ciudades, torretas y aspilleras, e ignorantes del pasado, las suponían edificadas por una raza de gigantes remotos.
Aktasar escuchó con gravedad estas palabras. Por fin comprendió que tal vez las armas romanas no podrían contener el furor de sus hombres, pero que nada había en ello que fuera importante. Porque su pueblo, bien pertrechado de espadas y venablos, de dardos y cimitarras, nada valía sin letra escrita, sin palacios y sin mármoles. Nada en su cultura o en su memoria que fuera digno de sobrevivir a los romanos en el tiempo.
Al día siguiente, Aktasar solicitó audiencia con el gobernador de la provincia. Acudió desarmado, humilde, con la mansedumbre de una fiera sin colmillos; tal y como se espera de un caudillo derrotado. Se prosternó a sus plantas y se humilló rogando un pedazo de tierra en que aposentar a su pueblo. El orgulloso gobernador, cuyo nombre no recoge la leyenda, escuchó con arrogancia sus súplicas. Finalmente, accedió a destinar a aquellos bárbaros a la comarca más pobre de su provincia, con la condición de que pagaran un estipendio en oro que los cairos no tenían y hubieron de robar a los sármatas. Aktasar besó un pliegue de su túnica, agradecido, y se declaró su más humilde siervo.
Corría el año 342, según algunas fuentes, y según otras el 377, en vísperas de la batalla de Adrianópolis.
3
Es fe entre los cairos que, en el tiempo que habitaron la provincia de Mesia, su rey Aktasar gustaba de enviar continuamente emisarios a Oriente y Occidente —esto es, al pasado y al futuro—, y que se divertía reuniendo noticias de personajes muertos o aún por nacer. Para su pueblo, que desconocía el alfabeto, los informes recogidos del ayer y del mañana eran la única literatura a la que tenían acceso. Todo esto era del agrado de Itata y Axime, o más exactamente, no les producía enojo. En una caverna del subsuelo continuaban enzarzados en su pulso eterno, sin prestar atención a lo que ocurría entre sus hijos.
Durante muchos años recorrieron las latitudes y los siglos. Mensajeros del rey Aktasar conocieron todas las épocas y trajeron noticias de todas las naciones pasadas y venideras. Algunos viajes provocaron incluso anécdotas singulares, ya que testigos de otros tiempos veían a yegua y jinete surgir de pronto de la nada y creían ingenuamente hallarse ante milagros o manifestaciones de sus falsos dioses. El emisario sonreía entonces con cansancio y repetía una y otra vez lo que los demás mortales han olvidado: que Itata y Axime, padre y madre de todas las criaturas, son los únicos y verdaderos dioses.
Todos estos viajes eran del agrado de los cairos, pero su rey Aktasar no se contentaba, y su voluntad anhelaba ver más allá de los umbrales impuestos por los dioses. El futuro atraía especialmente su atención, pues ardía de curiosidad por tener noticia del destino final de las gentes y los pueblos. Poco a poco fue cobrando así fuerza en su ánimo el propósito de defraudar la confianza de sus dioses y traspasar, siquiera unos cuantos años, la frontera del futuro.
4
Una leyenda dice que los cairos atravesaron el límite del año 6524 después de Itata por accidente, tras una imprudencia del jinete al azuzar con demasiada energía la yegua. Otra, que la infracción fue ordenada por el propio rey Aktasar como desafío a sus dioses. Una tercera, que el límite jamás fue traspasado.
La tradición más común sostiene, sin embargo, que el rey Aktasar franqueó la frontera del año 6524 después de Itata buscando algo preciso: traer al presente a uno de los hombres futuros para que diera cuenta de las maravillas de las civilizaciones venideras. Por aquellos días, se había convocado en el reino de los cairos una suerte de cónclave al que fueron invitados hombres de todas las épocas y naciones, y en el que acabaría participando también el hombre traído de la edad prohibida. El número de presentes al debate fue tal que, según la leyenda, la mesa atravesaba de parte a parte el reino cairo y, aun así, los asistentes se estorbaban con los codos al sentarse. La reunión estaba presidida por el rey Aktasar y tenía como fin debatir un dilema irresoluble a lo largo de los siglos: qué era realmente un ser humano. Qué diferenciaba al hombre de otros cuerpos o bestias y cuál era el sentido de su existencia.
La pregunta, repetida de convidado en convidado en una cadena interminable para que llegara hasta el extremo opuesto de la mesa, fue juzgada fácil por todos los asistentes. Una vez planteada, todos parecieron tenerlo muy claro y quisieron responder inmediatamente. El antropófago entendía que el hombre era todo animal comestible que sin embargo no debe ser comido —es decir, una definición sólo aplicable a aquellos que integraban su tribu—; el cristiano, que era la única criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. El caballero armado con la cota de malla dijo que era hombre todo aquel que podía permitirse comer carne todas las semanas, que guardaba las fiestas santas y se bañaba al menos dos veces al año. Entre los invitados griegos había también discrepancia: unos sostenían que era un animal con vocación urbana; otros, que sólo eran auténticos humanos quienes rehuían el contacto de otros hombres. El griterío se hizo en unos instantes tan extraordinario que algunas fuentes aseguran que el clamor podía escucharse desde el foro de Roma, las noches que quedaban serenas. En pleno debate sólo con dificultad se entendía quiénes sostenían cada tesis: unos, que era el único ser malo; otros, que era el único ser bueno; algunos otros, que resultaba estúpido preguntarse por la bondad o maldad de un hombre. Había quienes apelaban a su racionalidad o a su verticalidad, e incluso una voz fría y monótona repetía que un ser humano es todo aquel animal que puede tener descendencia fértil con otro ser humano, lo que ciertamente no esclarecía mucho el asunto.
El rey Aktasar cabalgó de un lado a otro de la mesa durante veintisiete días, escuchando una a una todas las opiniones. Al vigésimo séptimo día observó que sólo uno de los sabios permanecía en silencio, con los brazos cruzados y una cínica sonrisa: el hombre traído desde más allá del año 6524 después de Itata. Aquel que se hacía llamar relativista. Con un gesto ordenó acallar a los invitados que aún repetían sus tesis; más tarde, preguntó al relativista la razón de su silencio. Con la misma sonrisa, el hombre adelantó un paso y contestó que callaba porque aquel debate era superfluo. Antes de responder a la pregunta de a qué llamaban hombre, dijo, era necesario plantearse otras muchas cuestiones. Por ejemplo, ponerse de acuerdo en qué entendían por palabras como «ser», «existencia», «sentido», a qué llamaban «llamar», o si podían estar seguros de que el hombre era alguna cosa. Planteó, incluso, si alguien en la mesa, en aquel mosaico de culturas y de siglos, podía ofrecer alguna prueba de que aquella discusión estaba sucediendo realmente. De que no era producto de una ficción o de un sueño.
Durante días y días, el relativista habló. Cuentan que, cuando cesó su monólogo, la lluvia y las termitas habían deshecho por completo la gigantesca mesa, y que con los escasos restos útiles se construyó una flota de cuarenta galeras. En ese tiempo, el relativista hizo tambalear los cimientos de la fe de Aktasar en las cosas, en las preguntas, en su propia existencia. Mientras lo escuchaba, el pensamiento del monarca sufrió sucesivas transformaciones. Primero fue creyente, más tarde deísta, agnóstico; finalmente ateo. Fue alternativamente idealista y materialista; escéptico y dogmático; estructuralista y postestructuralista; partidario acérrimo de la esclavitud y abolicionista. Aprendió lo que significaba la palabra «revolución» y entendió que todo pueblo tenía hambre de ella. Creyó primero en la posibilidad de un mundo mejor, para desencantarse más tarde. Cuando el relativista terminó su discurso, Aktasar había creído y defendido todas las posturas, y sólo era capaz de concebir una única certeza: que no existía una sola certeza. Supo también que sus dioses habían muerto ya; que acaso no habían existido nunca. Reunido su pueblo, les comunicó todos estos saberes, que en el fondo son uno solo. Los cairos perdieron así la fe en sus dioses y a resultas de ello sus dioses murieron.
Se cumplió así lo dispuesto, pues estaba escrito en la grupa de la yegua:
«Viajarán más allá de nuestra muerte; comprenderán la relatividad de todas las cosas, y menguada su fe en nuestra existencia, nos disiparemos con ella en el viento».
5
Otra leyenda alternativa resume la transgresión de la ley divina en los siguientes términos:
Impulsado por la curiosidad, Aktasar en persona decide cabalgar con su yegua y viajar más atrás del año 1 antes de Itata. Allí encuentra un mundo desolado, despoblado de hombres y vacío de dioses. Clama a gritos los nombres de Itata y Axime, sin encontrar respuesta. De la soledad deduce que tampoco los dioses son eternos; que también ellos han tenido un nacimiento y un principio. Pues viven de la fe de los hombres y por tanto sólo existirán mientras se mantenga intacta la credulidad de sus siervos.
A continuación, cabalga más tarde del año 6524 después de Itata. Aktasar encuentra un mundo artificial, hecho a imagen y semejanza del hombre; nada parece seguro en aquella tierra relativista e incierta, donde las cosas tienen la posibilidad de ser y no ser al mismo tiempo. Un lugar donde sólo hay sitio para el hombre y los dioses murieron con su fe hace ya muchos años. De ello deduce que también los dioses son mortales: que surgieron cuando los hombres los soñaron por vez primera y que murieron al desvanecerse su necesidad y su fe.
El rey intenta regresar a su tiempo, pero es demasiado tarde. Emponzoñado por el ateísmo y por las ideas relativistas, ahora duda de todo cuanto antes creía firmemente. Duda de su corona y de su cetro. Duda de su fe en los dioses y de la posibilidad de viajar en el tiempo. Duda incluso de sí mismo y de sus carnes. Al instante la montura mágica se convierte en la yegua vieja y desdentada que siempre ha sido en realidad. Azuzada por las espuelas del monarca que ya no se sabe monarca, da hacia adelante unos vacilantes trotes. La yegua se tambalea a los pocos pasos y finalmente viene a tierra, reventada por el esfuerzo.
Cumple así lo dispuesto, pues estaba escrito:
«Viajarán más allá de nuestro nacimiento y nuestra muerte, después de lo cual su regreso será imposible».
Tal parece haber sido la suerte del rey Aktasar. Dice la leyenda que aún continúa en el año 2374, atrapado en una época que no es la suya, y pese a todo dudando todavía de estar atrapado en una época que no es la suya. Algo más de tres siglos nos restan para desvanecer la posibilidad de esta bella teoría.
6
Una última variante de la leyenda.
Aktasar no queda atrapado más allá del umbral del relativismo. Lo que encuentra en el año 6524 después de Itata no es sólo un mundo vacío de dioses, ...

Índice

  1. PORTADA
  2. CUADERNO DE BITÁCORA
  3. FÁBULA DEL TIEMPO
  4. LA LEYENDA DEL REY AKTASAR
  5. CUADERNO DE BITÁCORA II
  6. EL REGRESO
  7. EL MERCADER DE BETUNES
  8. LA VIRGEN DE LOS CABELLOS CORTADOS
  9. ZIGURAT
  10. EL PADRE FUNDADOR DE ALEMANIA
  11. HITLER REGALA UNA CIUDAD A LOS JUDÍOS
  12. LOS QUE DUERMEN
  13. LAS BUENAS INTENCIONES
  14. COMO SI
  15. 2374
  16. LA ESPERA