CAPÍTULO 1
¿QUÉ ES EL G-20 Y POR QUÉ SURGE?
El catalítico paisaje político desde la caída del Muro de Berlín: el aceleramiento de la globalización, los atentados del 11-S y el ascenso de China
Cuando a mediados de la segunda década del presente siglo se reconoce universalmente la existencia de un grupo de líderes políticos etiquetado como G-20, resulta inevitable realizar una mirada retrospectiva sobre los acontecimientos geopolíticos más significativos que antecedieron a su llegada. Si bien es cierto que el siglo XX estuvo marcado por dos dolorosas guerras mundiales y una guerra fría, también fue el siglo que experimentó el aceleramiento de una revolución tecnológica acompañada de nuevas vulnerabilidades y nuevos desafíos.
Durante el otoño de 1989 se abrió una nueva fase geopolítica. El 9 de noviembre de aquel año, los berlineses derribaban el muro que había dividido Alemania desde 1961. La caída del Muro de Berlín fue la consecuencia de un desgastado sistema soviético, con un dominio político cada vez más debilitado y una economía fragilizada. Mientras los alemanes abrazaban con gran efusividad esa nueva etapa en sus vidas, la ruptura del comunismo se volvía inaplazable. El mismo Mijaíl Gorbachov reconocía que la URSS no podía ser reformada en un sentido democrático sin estallar. Personajes destacados como el escritor ruso A. Solzhenitsyn, quien había denunciado la realidad del sistema socialista en Europa del Este, además de presagiar la caída del Muro de Berlín, y otros como Juan Pablo II, quien reclamaría abiertamente la apertura de fronteras después de su primera visita a Polonia en 1979, fueron testigos clave de la transición relativamente pacífica que abría una dimensión nueva en la geopolítica mundial.
A partir de ese momento, la hegemonía estadounidense aparecía como la gran triunfadora de la mano del liberalismo económico. Para el reconocido ensayista Francis Fukuyama, asesor del Departamento de Estado de Estados Unidos, la democracia liberal era el modelo que la humanidad tenía que alcanzar. Otros expertos coinciden en que, a partir de aquel momento, la sociedad internacional había entrado en una fase de intensa transición después del fin de la guerra fría. Con un aire más osado, Jacques Soppelsa sostenía que “desde la implosión de la URSS, el mundo se ha convertido en un área de incertidumbres en la era de la incertidumbre”, mientras que para Michel Cox los sucesos transcurridos entre 1989-2009 eran consecuencia directa o indirecta de la caída del Muro de Berlín.
Esa nueva etapa vino acompañada de una revolución tecnológica hasta entonces desconocida que provocó porosidad entre las fronteras tradicionales, desvaneciéndolas y cuestionando incluso el rol del Estado nación. Acuñado en los años sesenta, el término “globalización” se puso de moda en los noventa, según sostiene el economista Martin Wolf, quien lo califica como una palabra horrible con un significado oscuro. Wolf define la globalización económica como “una integración de actividades económicas vía los mercados. Las fuerzas conductoras son los cambios políticos y tecnológicos (bajando los costes de comunicación y transportes, agrandando la dependencia entre las fuerzas de los mercados)”. Por su parte, M. Cox observa tal fenómeno como una consecuencia obvia tanto del colapso del comunismo como de la apertura de las economías que anteriormente estaban cerradas, mientras que otros expertos como Joseph S. Nye van más allá, al considerar que “la globalización tiene su núcleo en Estados Unidos, ya que una gran parte de la revolución de la información procede de este país […] aumentando así su poder blando”.
Este proceso fue rápidamente identificado por visionarios líderes políticos, como fue el caso del excanciller alemán Willy Brandt, quien formaría una Comisión sobre Gobernanza Global con distintas personalidades políticas de todo el orbe para analizar nuevas áreas de vibración económica y política. Sin embargo, el acontecimiento que más evidenciaría la magnitud de los cambios experiementados en la escena internacional fue el de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Un preludio doloroso que marcaría un punto de inflexión en los albores del presente siglo. Los atentados mostraron la cara más débil de los poderosos y evidenciaron la vulnerabilidad global, poniendo de relieve la cara oscura de la interconexión que no solo cuestionaría el papel del Estado nación, sino que también pondría en tela de juicio la supremacía de Estados Unidos. No obstante, llama la atención cómo aparentemente la gran potencia norteamericana ignoró las amenazas recurrentes de Al Qaeda. Según afirman O. Stone y P. Kuznick, el 11-S pudo haberse evitado. Tanto Richard Clarke, jefe de la sección de contraterrorismo del Consejo de Seguridad Nacional, como George Tenet, director de la CIA, e incluso agentes del FBI informaron sobre la inminencia de un atentado desde los primeros días de la Administración Bush. Pese a las advertencias, la catástrofe ocurrió.
El escenario post 11-S dejó ver abiertamente que las reglas del juego habían cambiado. A partir de 2001, se hacía frente por primera vez a redes terroristas transnacionales; el terrorismo se convirtió rápidamente en un tema de primera línea en las diversas agendas mundiales. Mientras las potencias intentaban digerir las nuevas amenazas, surgían sorpresivamente nuevos actores con gran relevancia en el campo económico global. Las llamadas potencias emergentes, bautizadas como BRIC (Brasil, Rusia, India y China), fueron identificadas por Jim O’Neill, quien creó el acrónimo en 2001. Entre ellas destacaba con gran fuerza China por su singularidad. Diversos analistas se interesaron especialmente por la emergencia del gigante asiático al albergar una formula desconocida: un Gobierno compuesto por un único partido comunista y una economía que apostaba claramente por el capitalismo.
China se convirtió rápidamente en ineludible, su crecimiento económico era cada vez más notable y la situaba entre los primeros lugares de la lista mundial. Asimismo, su estrecha relación con Estados Unidos en varios campos se hacía cada vez más interdependiente, generando tensión mundial. Los expertos N. Berggruen y N. Gardels observan el despliegue de esa interdependencia, destacando la posición de Estados Unidos como prestatario y consumidor dominado por las finanzas, así como la de China, que figura como el inversor y exportador con una economía industrializada. Para los analistas, esa “dinámica de contraste entre dos sistemas enfrentados ha engendrado un desequilibrio en la economía mundial que, de no corregirse, pondría en peligro la paz y la prosperidad logradas […] Esa corrección solo puede ser económica, pero también depende de que los sistemas políticos, tanto de Occidente como de Oriente, sean recalibrados”.
Sin embargo, más allá de ese nuevo lugar en la economía mundial, el gigante asiático también está apostando por su papel diplomático...