La historia de mis dientes
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La historia de mis dientes

  1. 160 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La historia de mis dientes

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Índice
Citas

Información del libro

Carretera no siempre fue este showman eminente. Antes de convertirse en subastador ejerció como vigilante en una fábrica de jugos durante muchos años, hasta que el ataque de pánico de una compañera de trabajo cambió su vida de manera irremediable. En el tránsito hacia su destino Carretera deberá enfrentarse a la ira de un hijo al que ha abandonado, llevar a cabo una subasta para ayudar a un cura a salvar su iglesia, y realizar a manera de gran performance final «La historia de mis Gustavos personales», una subasta alegórica.

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Información

Editorial
Sexto Piso
Año
2018
ISBN
9788416358588
Categoría
Literatura
當牙齒被關閉時,舌頭是在家裡。
[Cuando los dientes se cierran la lengua está en casa.]
Empecé a escribir la autobiografía dental del mayor héroe de nuestro barrio hace casi un año. Carretera fue uno de esos espíritus enormes, eternos. Su presencia era a ratos amenazante, no porque supusiera una amenaza real para nadie, sino porque contra su libertad feroz todos los parámetros con que solemos medir el mundo parecían frágiles, perecederos y triviales. Lo conocí una mañana, en «Las Explicaciones», la mejor lonchería del barrio. Fue, como decía él que decía un amigo suyo, don Lichi, una amistad a primera vista.
Viví con Carretera los siguientes meses, y estuve cerca de él hasta el día de su muerte. En esos meses me dediqué a escribir su autobiografía dental a partir de los relatos orales que Carretera me hacía por las mañanas, antes de salir a caminar o andar juntos en bicicleta por el barrio. Porque a cambio de mi trabajo de transcriptor, además de darme techo y comida, Carretera me paseaba todos los días por las calles de Ecatepec. Estaba convencido de que un día yo podría convertirme en el primer guía de turistas de la zona. Al principio, me parecía una idea descabellada. Si existe alguna materialización de la nada, está en Ecatepec de Morelos. Pero con el tiempo he llegado a creer que, como en casi todo, Carretera tenía razón. Estas últimas notas que escribo tienen el doble propósito de contar los últimos meses de nuestro héroe y de esbozar la ruta del que será el Tour Carretera –el primer tour del gran relingo de Ecatepec. Gracias a la ayuda de mi amigo fotógrafo y policleto, Winifredo G. Sebald, ya tenemos las fotos de algunos de los lugares que Carretera frecuentó a lo largo de su vida, así como los que visitó en sus últimos meses –todos serán espacios que visitaremos durante el futuro tour.
*
Cuando lo conocí, Carretera estaba enfermo y débil. Si se miraba en algún espejo decía que parecía gallina prieta y se propinaba un generoso cacareo. En efecto, tenía pocos pelos, perennemente erizados hacia el cielo; las patas venosas y muy flacas; la barriga redonda y abultada. Había perdido su amada dentadura postiza, de manera que incluso una actividad tan cotidiana como hablar resultaba, no imposible, pero sí una batalla constante contra la humillación.
Pero Carretera era un hombre de carácter liviano y de alegría contagiosa. Se reinventó tantas veces que solía hablar de su vida en términos de las muchas muertes y muchas vidas que había tenido. Todavía hoy, hay personas que creen verlo pasar de reojo, como bólido, gravitando hacia alguna parte, siempre montado en la bicicleta que se heredó de Quintiliano. Otras dicen que, algunas mañanas, en las primeras horas del día, se le puede ver en la cima de alguno de los cerros que delimitan la cuenca acomalada de esta tierra baldía.
La última vida de Carretera duró once meses y algunos días. Empezó en el Pabellón de Bicicletas Terencio, ubicado en uno de los estacionamientos de la fábrica de jugos [figura 1]. Fue ahí donde Carretera consiguió la bicicleta con la cual comenzó a trazar la última ruta de sus dientes.
El día anterior a esa mañana, Carretera había sido adquirido por su hijo, Ratzinger Sánchez Tostado, en una subasta, por una bicoca. Ratzinger, un joven sin señas particulares, criado por una madre y un padrastro recalcitrantemente católicos, trabajaba como jefe de guardias en la galería de arte que está junto a la fábrica de jugos de Ecatepec, donde Carretera había trabajado en su juventud.
Hay distintas versiones de lo que ocurrió a partir de ese momento. Una cuenta que, después de comprarlo en la subasta, el joven Ratzinger lo retacó de estupefacientes y, cuando el pobre Carretera cayó en un sueño profundo e indefinidamente largo, lo llevó a un depósito dental donde unos doctores norteamericanos, Alex y Lute Smiths, le removieron su preciada dentadura. Otra versión cuenta que al terminar la subasta, padre e hijo se fueron a una cantina a saldar cuentas, y que en el clímax de la borrachera, mientras Ratzinger trataba de remolcar a su padre de vuelta al coche, Carretera se pegó tantas veces contra el asfalto que simplemente perdió la dentadura. Aunque Carretera nunca me quiso contar la historia verdadera de ese día, tal vez porque no la recordaba con claridad, yo creo que fueron aquellos doctores siniestros quienes le removieron la dentadura –por órdenes del aún más siniestro Ratzinger.
Lo que se sabe con total certidumbre, pues existen registros videograbados, es que hacia el atardecer del mismo día de la subasta, Ratzinger depositó a su padre en una sala de exposiciones en la galería de arte. Concretamente, Ratzinger botó a Carretera en un cuarto en cuyas cuatro paredes se proyectaba una videoinstalación en la cual unos payasos miraban con total displicencia al espectador, acaso pestañeando o suspirando periódicamente; una pieza por lo demás algo espantosa pero muy efectiva, del conocido artista Ugo –sin hache– Rondinone [figura 2].
Después de haberlo abandonado frente a la instalación de los payasos catatónicos de Rondinone, Ratzinger se metió a uno de los cuartos de seguridad donde se guarda el equipo audiovisual de la galería y, a través de uno de los sistemas de altoparlantes, sostuvo una conversación remota con su padre. Conversación es un decir: Ratzinger se dedicó a atormentarlo y torturarlo lo mejor que pudo.
Pero nuestro héroe era un hombre sólido. Cuando el inquebrantable Carretera logró por fin reunir la fuerza suficiente para salir del «cuarto de fantasmas», como se refería él mismo a aquel lugar cuando contaba la anécdota, se montó a una bicicleta y se fue pedaleando hacia el amanecer, por la ya mítica calle Sonora Oriente.
Fue ahí donde se cruzaron nuestros destinos. Como todas las mañanas desde que había llegado a vivir al barrio, yo estaba desayunando en «Las Explicaciones» antes de emprender camino a la Ciudad de México. Carretera se me aproximó y me envolvió en una conversación confusa pero fascinante tras la cual me convenció de escribir esta autobiografía dental a cambio de asilo.
Después de un desayuno de Nescafés y galletas chinas, Carretera y yo salimos a la calle, listos para cumplir al menos el primero de sus encargos y con destino final en su casa en la calle de Disneylandia. Pasamos antes que nada por la papelería «La Peque» [figura 3], que queda a unas cuadras de «Las Explicaciones». Mientras yo lo esperaba afuera, él compró su encarguito y también los cinco cuadernos rayados, en los cuales empezó a dictarme, la mañana siguiente, su historia. Cuando meses después hablé con la dueña de la papelería, la señora Josefina Vicens, para poder llenar las lagunas de la historia de Carretera, ésta me dijo que en efecto recordaba que cierta mañana un señor sin dientes le había pedido unas monografías. Sacó su libreta de contabilidad de debajo del mostrador, pasó las hojas con cautela lamiéndose de tanto en tanto la punta del dedo anular, y cuando dio con la hoja del día leyó en voz alta:
Cinco monografías, dos lápices HB, cinco cuadernos Scribe de forma italiana con raya ancha, una paleta helada; oiga, ¿no es usted policía?
No, le respondí, soy biógrafo.
La señora Vicens me dijo que, en ese caso, podría interesarme saber que el hombre sin dientes le preguntó por el cenotafio frente a la entrada de su papelería y que al decirle que se trataba de un altar dedicado a su hijo muerto, el hombre se había echado a llorar, la había abrazado efusivamente y había dicho: Yo también tuve un hijo, mana, pero me mató él a mí. Carretera estaba particularmente sentimental en esos primeros días desdentados.
*
Carretera fue dueño de una colección de objetos inimaginablemente rica y diversa que un día iba a ofrecer en una gran subasta final. Pero la subasta nunca se hizo, por razones que detallaré más adelante. Antes, debo decir que Carretera era un hombre que amaba los objetos de este mundo. Su amor por ellos iba más allá de su valor material real; los valoraba por aquello que de algún modo, en silencio, encerraban. Desde muy chico obedeció su impulso por el coleccionismo meticuloso de todo cuanto le parecía coleccionable, desde las monedas que encontraba tiradas en las banquetas y los botones que se desprendían de las camisas de sus compañeros de escuela, hasta las uñas de su padre y el negro y largo pelo de su madre.
Tarde pero no demasiado, cuando tenía cuarenta y dos años de edad, descubrió su vocación de subastador. Llevaba un par de años viviendo con la Flaca, una señora de mala naturaleza, y su hijo Ratzinger que era todavía un párvulo. Tenía la vida por delante. Pero cuando Carretera hizo un viaje a Estados Unidos con una beca para perfeccionar su entrenamiento como subastador, la Flaca lo abandonó. Durante la ausencia de Carretera, la señora había conocido a un yucateco solvente, muy católico, y se había ido a vivir con él, llevándose a Ratzinger. Ella murió a los pocos años, pero en su testamento dejó dicho que Ratzinger debía ser criado por su padrastro. Supongo que Carretera no tenía las herramientas para saber que esa petición de la Flaca no podía tener ningún valor legal. Mi impresión es que Carretera nunca se recuperó del golpe que todo eso supuso, aunque tenía suficientes recursos emocionales para hacer a un lado el dolor.
A pesar de toda su preparación y talento nato para el arte de la subasta, cuando volvió a México, Carretera tuvo en realidad poca suerte como subastador. Se endeudó para comprar un terrenito en su barrio natal, en la calle Disneylandia, en donde construyó una casa apenas habitable. Esa casa fue durante casi tres décadas la morada de Carretera. Aunque es modesta, desde la azotea tiene vistas espectaculares del valle metafísico; o bien, como decía él, del valle metafinísimo [figuras 4, 5 y 6]. Junto a la casa, Carretera construyó una choza hechiza, hoy desaparecida, encima de la cual colocó un rótulo que mandó a hacer especialmente, con la leyenda «Casa de Subastas Oklahoma-Van Dyke».
Carretera permaneció en una especie de exilio voluntario en su casa durante las dos décadas siguientes. Salía sólo a comprar latas de comida en la esquina y objetos diversos en el depósito de chatarra de los famosos coleccionistas-chatarreros Jorge Hernández y Jorge Ibargüengoitia [figura 7].
*
Cuando entrevisté hace poco al doctor Juan Gabriel Vásquez, experto en psicología social del centro de salud de Ecatepec, aventuró frente a mí la teoría de que Carretera sufría del síndrome de Diógenes. Las personas que padecen esta extraña enfermedad, me explicó, viven en un abandono absoluto de sí mismas y a menudo se encierran en su propia casa, en la cual suelen acumular grandes cantidades de desperdicio. No creo que fuese el caso. En mi opinión, Carrereta era simplemente una de esas personalidades a las cuales todo el mundo quiere ponerles un dique.
Todas las semanas compraba, intercambiaba, o recogía objetos que le llamaban la atención. Algunos domingos organizaba subastas caseras. Pero estos intentos nunca terminaron de formalizarse. Acudían a las sesiones domingueras, acaso, vagabundos, borrachos y vecinos morbosos. Nadie le compraba nada. Esto debió deprimir a Carretera más de lo que él mismo pudo reconocer en su momento.
Pasó el tiempo y un día, un vecino de la calle Disneylandia, conocido como el Perro, contactó al cura de la parroquia del barrio para decirle que a Carretera ya se le habían «quemado las palomitas». Estaba en las últimas. Al parecer ya no salía de su casa ni por comida ni por objetos. A veces salía a tomar el sol, sentado en una silla que colocaba frente a la puerta de su casa. Pasaba largas horas, inmóvil, viendo hacia la distancia o a veces puliendo algún objeto de su colección con un trapito. Según el Perro, Carretera mostraba un aspecto mortecino, casi cadavérico. «Tenía los ojos como dos focos pelones, de ésos de neón blanco», me dijo tiempo después en una entrevista. Su muerte era cuestión de días.
El Perro resolvió hablar con el cura del barrio, para ver si podía hacer algo por él. El padre Luigi Amara, de la capilla de Santa Apolonia, vio una oportunidad para matar dos pájaros de un tiro: salvar un alma; recaudar fondos. Visitó a Carretera una mañana y le propuso una «subasta mancomunada». Cerraron el trato. Esa misma tarde, el padre Luigi le llamó a Ratzinger, que además de asiduo parroquia...

Índice

  1. Portada
  2. Libro I. Principio Medio Fin
  3. Libro II. Parabólicas
  4. Libro III. Hiperbólicas
  5. Libro IV. Elípticas
  6. Libro V. Alegóricas (Notas para un paseo de epígonos)
  7. Libro VI. Paseo Circular
  8. Agradecimientos