SEGUNDA PARTE
DOS EXPERIMENTOS SOBRE LA ESTÉTICA DEL DON
8. EL COMERCIO DEL ESPÍRITU CREATIVO
Mira a este tu menesteroso, cómo obra en ti con su arte.
GEORGE HERBERT
En la segunda parte de este libro dirigiremos nuestra atención hacia dos poetas bien distintos, Walt Whitman y Ezra Pound, para examinar su obra y su vida en los términos del intercambio de dones. Sin embargo, antes de afrontar estos casos concretos, tengo la sensación de que debería determinar mi punto de vista en este nuevo contexto. Con apenas unas excepciones, desde el principio he tenido la esperanza de que la etnografía, los cuentos de hadas y las anécdotas de la primera parte de esta obra se pudiesen interpretar como parábolas o relatos ilustrativos sobre el espíritu creativo; antes de empezar a aplicar el lenguaje de esas parábolas a unos poetas particulares, me gustaría ofrecer ciertas muestras de cómo se pueden interpretar.
Empecemos por el principio, con la cuestión del origen de la obra de un artista.
Una porción esencial de la labor de cualquier artista no es tanto la creación como la invocación. Parte de la obra no se puede hacer, se ha de recibir, y no podemos obtener este don salvo, quizá, a base de súplicas, de agasajos, de crear dentro de nosotros ese «cuenco de la limosna» hacia el que se ve atraído el don. Recordemos al Maestro Eckhart: «Qué defecto tan grave tendría Dios si, al hallaros tan vacíos y tan desnudos, no obrara ningún prodigio en vosotros ni os cubriese de gloriosos dones». La esperanza que tiene el artista es que podamos decir lo mismo del espíritu creativo. En un ensayo autobiográfico, el poeta polaco Czesław Miłosz habla de la «certeza interior» que sentía cuando era joven «de que existe un punto luminoso donde se cruzan todas las líneas […]. Esta certeza también implicaba mi relación con ese punto», nos cuenta. «Tenía la fortísima sensación de que nada dependía de mi voluntad, de que todo cuanto pudiera lograr en la vida no lo obtendría por mi propio esfuerzo, sino que lo recibiría como un don».
No todos los artistas utilizan estas mismas palabras, pero son pocos los que no hayan tenido esta sensación de que algún elemento de su obra les llega desde una fuente que ellos no controlan.
Harold Pinter, en una carta al director de su obra La fiesta de cumpleaños:
Aquello germinó y creció solo. Avanzaba conforme a su propia lógica. ¿Y qué hice yo? Seguí las indicaciones, mantuve la mirada muy atenta a las pistas que iba viendo que yo mismo me dejaba. El texto se fue disponiendo en términos dramáticos sin la menos traba. La voz de los personajes me sonaba en los oídos: se me hacía patente lo que diría uno y cuál sería la respuesta del otro en cualquier momento dado. Se me hacía patente lo que no dirían, ni podrían decir, jamás, deseara uno lo que desease […].
Una vez quedó bien cocinado, comencé a sacar ciertas conclusiones. No obstante, la cuestión es que, llegados a ese punto, la obra era ya su propio universo. Estaba determinada por su propia imagen generadora.
Theodore Roethke en una conferencia:
Me encontraba sumido en ese particular infierno del poeta: un período de sequía relativamente largo. Estábamos en 1952, tenía cuarenta y cuatro años, y pensé que estaba acabado. Vivía en una casa más bien grande en Edmons, Washington. Había estado leyendo –y releyendo– no a Yeats, sino a Raleigh y a sir John Davies. Llevaba semanas dando clase sobre el pentámetro yámbico, y sabía bastante al respecto, pero ¿escribirlo yo? No, así que me sentí como un impostor.
De repente, a primera hora de la tarde, arrancó el poema «La danza» y se terminó en muy poco tiempo: en unos treinta minutos –algo menos de una hora, quizá– estaba hecho entero. Lo sentí, lo supe, había dado en el clavo. Me paseé arriba y abajo y me eché a llorar; y me arrodillé: siempre lo hago después de haber escrito algo que sé que es bueno. Ahora bien, al mismo tiempo tuve –y pongo a Dios por testigo– la auténtica sensación de una presencia, como si el mismísimo Yeats estuviera en aquella habitación. La experiencia fue aterradora, en cierto modo, porque duró no menos de una hora. Aquella casa, insisto, estaba cargada de una presencia psíquica: era como si las mismísimas paredes resplandeciesen. Lloré de alegría […]. Él, o ellos –los poetas difuntos– estaban conmigo.
Estos momentos de recepción involuntaria no son todo lo que hay en la creación de una obra de arte, por supuesto. Fijémonos en Roethke: «Llevaba semanas dando clase sobre el pentámetro yámbico», o en Pinter: «Mantuve la mirada muy atenta». Todo artista trabaja para adquirir y perfeccionar las herramientas de su oficio, y todo arte implica una evaluación, aclaración y revisión. Pero estas tareas son secundarias. No pueden comenzar (a veces no deben comenzar) hasta que la materia, el cuerpo de la obra, no se encuentra en la hoja o sobre el lienzo. La prohibición de los kula de hablar sobre el valor del don tiene su equivalente en el espíritu creativo. La evaluación prematura corta el flujo. La imaginación no hace trueques con sus «imágenes generadoras». Al principio no tenemos más elección que aceptar lo que ha llegado a nosotros y tener la esperanza de que esas cenizas que algún espíritu del bosque estimó concedernos se puedan convertir en oro una vez las hayamos llevado de vuelta al hogar. Allen Ginsberg ha sido nuestro continuo portavoz en cuanto a esa fase de la obra en que el artista deja a un lado la evaluación para que el don se pueda manifestar:
Las partes que más te avergüenzan suelen ser las más interesantes en términos poéticos, las que suelen estar más desnudas, más en crudo, las patochadas más grandes, las más extrañas y las más excéntricas, y, al mismo tiempo, las más representativas, las más universales […]. Eso lo aprendí de Kerouac, que la escritura espontánea podía resultar vergonzosa […]. Para eso, la cura es escribir cosas que no vas a publicar y que no le vas a enseñar a nadie. Escribir en secreto […] para poder disponer de auténtica libertad para decir lo que quieras […].
Significa abandonar eso de ser poeta, abandonar tus ambiciones profesionales e incluso la idea de escribir poesía alguna, abandonar de verdad, dejarlo por imposible: abandonar la posibilidad de expresarte realmente ante las naciones del mundo. Abandonar la idea de ser un profeta con honores y dignidad, abandonar la gloria de la poesía y acomodarte sin más en el estiércol de tu propia mente […]. Tienes que adoptar la verdadera resolución de escribir únicamente para ti […] en el sentido de no escribir para impresionarte, sino de limitarte a escribir lo que tu yo está diciendo.
Después de aceptar lo que se le ha dado –bien en el sentido de la inspiración o en el sentido del talento–, el artista se suele sentir obligado a realizar la obra y ofrecérsela a un público, siente el deseo de hacerlo. El don ha de permanecer en movimiento. El «publica o muere» es una exigencia interna del espíritu creativo, una exigencia que aprendemos del propio don, no en ninguna iglesia ni escuela. En su obra Journal of a Solitude, la poetisa y novelista May Sarton escribe: «Sólo hay una auténtica privación, he decidido esta mañana, y es no poder ofrecer el don que tiene una a sus seres más queridos […]. El don que se vuelve hacia dentro, incapaz de ser donado, se convierte en una pesada carga, e incluso a veces en una especie de veneno. Es como si se represara el flujo de la vida».
Mientras el don no se vea retenido, el espíritu creativo continuará sin conocer la economía de la escasez. El salmón, las aves del bosque, la poesía, las sinfonías o las conchas de los kula: el don no se agota con el uso. Pintar un cuadro no vacía el recipiente contenedor del que salen los cuadros. Al contrario, el talento que se pierde o se atrofia es el que no se usa, y ofrecer una de nuestras creaciones es la manera más segura de invocar a la siguiente. Hay una instructiva serie de dones en el Himno homérico a Hermes. Es Hermes quien inventa el primer instrumento musical, la lira, y se lo ofrece a su hermano, Apolo, que en ese momento se siente inspirado para inventar un segundo instrumento, la siringa. La consecuencia es que el obsequio de la primera creación hace posible la segunda. La concesión genera el espacio vacío en cuyo interior puede fluir una nueva energía. La alternativa es la petrificación, el bloqueo del escritor, «como si se represara el flujo de la vida».
¿A quién dirige la obra el artista? Hace bastante dijimos ya que el don termina circulando de regreso hacia su origen. Marcel Mauss expresó la misma idea en unos términos ligeramente distintos: todo don, escribe él, «se afana por traer a su clan y su tierra de origen algún equivalente que ocupe su lugar». Y, aunque pueda resultar difícil decir con alguna certeza dónde vamos a encontrar la tierra de origen de un don interior, los artistas de todas las épocas nos han ofrecido mitos para sugerirnos dónde deberíamos buscar. Algunos consideran que sus dones son otorgamientos de los dioses o, con más frecuencia quizá, de una deidad personal, un ángel de la guardia, genius, o musa: un espíritu que le da al artista la ...