EL FIN DE LAS ATADURAS
I
Mucho después de que el vapor Sofala hubiese virado hacia la costa, aquella chata y húmeda línea de tierra seguía pareciendo poco más que una mancha oscura en el lado opuesto de una franja luminosa. Los rayos del sol caían violentamente sobre aquel mar en calma, como si produjesen sobre la superficie reflectante un polvo de estrellas, un vapor de luz cegadora que llegaba a agobiar con aquel brillo tan persistente.
El capitán Whalley no se encontraba contemplando aquel espectáculo. Cuando el serang se acercó hasta el sillón de bambú en el que estaba sentado y que llenaba por completo para informarle de que debía cambiar el rumbo, se levantó al instante y se quedó de pie mirando al frente, mientras la proa del buque iba girando en semicírculo. No dijo ni una sola palabra, ni siquiera para avisar al timonel de que variara el rumbo. Fue el mismo serang, aquel viejo y despierto malayo, quien se aproximó hasta el timonel para darle la orden. A continuación, el capitán Whalley se sentó de nuevo en su sillón del puente con la mirada fija en la cubierta que estaba bajo sus pies.
No tenía esperanza alguna de ver nada nuevo en aquel mar. Había estado tres años navegando por esas costas. Desde la zona de Low Cape hasta Malantan había una distancia de cincuenta millas marinas que llevaban seis horas de navegación para aquel viejo barco si iba con la marea a favor y siete si la llevaba en contra. Cuando llegara a la altura adecuada enfilaría directamente hacia tierra y no tardarían en recortarse contra el cielo tres palmeras altas y esbeltas cuyas copas irregulares conformaban algo parecido a un ramo. El Sofala se iría acercando entonces a la ensombrecida franja de la costa que iría mostrando a medida que el barco se fuera aproximando unas sucesivas fracturas llenas de luz: el estuario del río. A continuación, y tras surcar un líquido marrón pardo compuesto por tres partes de agua y una de tierra negra (y en la parte de las costas más bajas, de tres partes de tierra negra y una de agua salada), el Sofala se iría abriendo camino río arriba como si fuera un arado, del mismo modo en que lo había hecho una vez al mes durante los últimos siete años, o incluso más, mucho antes desde luego de que él supiera que existía aquel barco y de que se le pasara por la cabeza la posibilidad de tener relación con él y sus viajes. Aquella vieja cáscara de nuez conocía mejor el camino que una tripulación que había ido cambiando constantemente a lo largo de todos aquellos años, mejor que el serang que se había traído de su último barco para que hiciera por él las guardias del capitán, y mejor que él mismo, que sólo llevaba tres años como capitán de aquel buque. El capitán era de toda confianza. Sabía encontrar el camino y nunca perdía el norte. No había nada de lo que preocuparse, era como si los años le hubiesen dado sabiduría, prudencia y seguridad. Llegaba a las escalas con rumbo preciso y con el horario ajustado al minuto. Sentado en el puente y sin retirar la mirada, o tumbado en el camarote, con sólo saber qué día y hora era podía decir con precisión en qué punto exacto de la ruta se encontraban. El capitán se sabía de memoria aquella ruta de vendedor ambulante, conocía el orden en el que se iban sucediendo los estrechos, los paisajes, la gente. Empezaba desde Malaca, donde llegaba de día y salía de noche y cruzando una estela rígida y fosforescente. Oscuridad y destellos de luz en el agua, límpidas estrellas incrustadas en aquel cielo negro, tal vez las luces de un vapor británico que mantenía su ruta por el centro o la sombra de una embarcación nativa que se deslizaba con sigilo con sus velas desplegadas… hasta que por fin avistaba bajo la luz del día una costa baja. A mediodía alcanzaban las tres palmeras de la siguiente escala a la que llegaban ascendiendo lentamente el curso del río. El único hombre blanco que vivía en aquella zona era un joven marinero retirado del mar, de quien se había acabado haciendo amigo en el transcurso de sus muchos viajes. Sesenta millas más adelante estaba la siguiente escala, una profunda bahía con un par de casas construidas en la playa. Y ahí continuaba arribando a tierra y zarpando de nuevo al mar hasta que completaba aquel recorrido de cien millas en medio de aquel laberinto de islas del archipiélago, hasta llegar al gran poblado que era el fin de la ruta. Cuando llegaba a aquel punto, el barco tenía tres días de descanso antes de zarpar para recorrer otra vez, aunque en orden inverso, los mismos lugares de la costa vistos ahora desde la otra perspectiva, escuchando las mismas voces en los mismos lugares hasta regresar al puerto de partida del Sofala, que estaba enclavado en el camino real del Lejano Oriente, donde ocupaba su lugar en el muelle que había frente a las oficinas del puerto, hasta que de nuevo llegara el momento de realizar aquella ruta de 1600 millas en treinta jornadas. No se podía decir que fuera ésta una vida llena de alicientes para el capitán Whalley, a quien también se lo conocía por el sobrenombre de HarryWhalley «el Audaz del Cóndor», un clíper famoso de la época. Para un hombre que, cómo él, había servido en famosas campañas, que había estado al mando de famosos barcos (algunos de ellos habían sido incluso de su propiedad), que había realizado rutas célebres en las que había dirigido a sus barcos por zonas completamente desconocidas de los mares del sur hasta islas que ni siquiera salían en los mapas, no se podía decir que fuera una vida con grandes alicientes. Cincuenta años en el mar, cuarenta de ellos en Oriente («un aprendizaje realmente completo», solía decir con una sonrisa), habían hecho de él un hombre célebre y respetado por toda una generación de armadores y comerciantes de todos los puertos, desde Bombay hasta el punto en el que el Este se encuentra con el Oeste, en la costa de las dos Américas. Su fama también había quedado consignada, no muy ampliamente, pero con toda claridad, en los mapas del Almirantazgo, ¿o es que no se podían ver en cierto lugar situado entre China y Australia una isla Whalley y un bajío Cóndor? El famoso clíper había estado encallado en aquel arrecife de coral tres días, los que tardaron el capitán y la tripulación en echar su cargamento por la borda con una mano, mientras con la otra mantenían a raya a toda una flota de canoas de guerra locales. Durante aquella época ni el arrecife ni la isla tenían el rango de una existencia oficial. Fue años más tarde, cuando el vapor oficial Fusilier de su Majestad fue enviado a investigar toda aquella zona, cuando se pusieron aquellos nombres, a fin de reconocer la gesta de aquel hombre y la solidez de su barco. Es algo que cualquiera puede comprobar si lo desea en el General Directory, vol. II, p. 40, donde se abre la descripción del «Pasaje Malotu o Whalley» con las siguientes palabras: «Esta acertada ruta fue descubierta por el capitán Whalley, que en ese momento estaba al mando del buque Cóndor», y termina recomendándosela encarecidamente a todos los buques que hayan salido de los puertos chinos con rumbo Sur en los meses que van de diciembre a abril, ambos incluidos.
Aquél había sido el logro más evidente de toda su vida, y no había nadie que le pudiera arrebatar esa fama. La apertura del canal que cruzaba el istmo de Suez, como rompiendo la muralla de un dique, había lanzado hacia Oriente toda una comitiva de nuevos buques, nuevos hombres y nuevas formas de comercio. Había transformado tanto la faz de los mares del Este como el espíritu que regía sus vidas, por lo que las experiencias que había vivido el capitán no significaban gran cosa para aquella nueva generación de hombres de mar.
En aquellos tiempos pasados fue responsable de muchos miles de libras de empresarios, y suyos propios, cumplió con sus obligaciones y respetó los intereses de los propietarios, fletadores y compañías aseguradoras. Jamás perdió un barco ni consintió transacciones ilegales, consiguió sobrevivir en condiciones muy duras y se hizo un nombre. Enterró a su mujer en el Golfo Petchili, casó a su hija con el hombre que había elegido para su desgracia y perdió una posición muy rentable en la Corporación Bancaria de Travancore y del Decán, cuya ruina produjo en su momento un terremoto en todo Oriente. Y tenía sesenta y siete años de edad.
II
Los años le pesaban poco y no se avergonzaba en absoluto de haberse arruinado. No había sido el único hombre de negocios que había confiado en la estabilidad de aquella corporación bancaria. Trató a más de un hombre tan conocedor de los aspectos financieros como él de la mar que había alabado sinceramente aquellas inversiones y que acabó por perder él mismo ingentes cantidades de dinero en aquella quiebra escandalosa. La única diferencia es que, en su caso, él lo perdió absolutamente todo. O casi. De toda aquella fortuna le quedaba aún un pequeño barco muy bonito, el Fair Maid, que había adquirido en su día para tener algún entretenimiento cuando se retirara. «Para pasar el rato», como solía decir.
El año anterior al matrimonio de su hija se declaró oficialmente harto del mar, pero en cuanto la joven pareja se instaló en Melbourne se dio cuenta de que era incapaz de ser feliz en tierra. Era demasiado capitán como para quedarse satisfecho con unos cuantos viajes de recreo. Necesitaba al menos la ilusión de que estaba haciendo negocios, y la adquisición del Fair Maid garantizaba un tipo de continuidad en su vida. En varios puertos presentó aquel barco a la gente como «el último en el que seré capitán». Cuando llegara el momento en que se viese a sí mismo demasiado viejo para poder capitanear un barco, lo inutilizaría y dejaría todo arreglado para que el día de su muerte lo llevaran a alta mar o lo hundieran con dignidad. Su hija no podría quejarse de que ningún extraño capitaneara su barco tras su muerte. Iba a dejarle una fortuna tan grande que el valor del barco de quinientas toneladas sería algo sin importancia para ella. Decía todas aquellas cosas guiñando un ojo para quitarle importancia, porque aquel anciano tenía aún demasiada vitalidad como para caer en sentimentalismos amargos, pero eso no evitaba que lo dijera con cierta nostalgia, porque le gustaba la vida y realmente disfrutaba tanto de los sentimientos como de las posesiones, le agradaba la dignidad de su reputación, del amor que le tenía a su hija y de las alegrías que le daba el barco, el único juguete que jamás compartiría en sus horas libres.
Había arreglado el camarote considerando exclusivamente su comodidad en el mar. Una de las paredes estaba ocupada por una gran librería (era muy aficionado a la lectur...